Revista Gente, 13/07/1989
Tuve la oportunidad de conocer al presidente Menem en Río de Janeiro, cuando era ya vencedor de la interna. Me atreví a decirle que a él lo votarían no sólo para presidente sino como conductor. Un presidente surge a través de un partido y debe administrar. Un conductor suele ser el producto de una angustia y más que administrar debe crear. Ya en el poder, el presidente Menem sigue agregándose adeptos insospechados. Nos está demostrando que sabe, o intuye con cabalidad, que Argentina está en una etapa subsistencial después del irracionalismo autoritarista de décadas y luego del desgobierno entusiasta de cinco años de xiristocracia radical. Con coraje embiste el centro de nuestro problema económico, que es la enfermedad especulativa‑financiera. Hemos acomodado nuestra vida para soportar la usura como parte definitiva de la realidad. Trabajar en un empleo, producir, inventar, crear arte, plantar o edificar, son verbos que en la economía argentina empezaron a cobrar una dimensión estética: lo único que contaba era ganar dinero en un juego demoníaco. Nos transformamos en un país de tahúres declarados o vergonzantes.
El sacudón es enorme. Hay que reconducir la realidad económica, pero también nuestra mala costumbre. Nosotros mismos nos hemos ido pervirtiendo en el juego inmolal.
El sacudón es también grande para los peronistas que estaban adormilados en la comodidad de la ideología. El peronismo de Perón y de Evita fue creativo ente las circunstancias de entonces. Fue un tiempo distributivo de justicia social en el país rico y desigual que dejaban los conservadores. Hoy es tiempo de reconstrucción y para ello se necesita el acuerdo y la convergencia de todos los sectores creativos de la vida nacional.
Se puede administrar desde un partido, pero no se puede reconstruir una economía desastrada sin una convergencia de todos los sectores nacionales. Cuando Stalin, uno de los más grandes estrategas del siglo, tuvo que enfrentar a la Alemania nazi que acosaba ya Moscú y Leningrado, no vaciló en convocar a la Iglesia Ortodoxa Rusa, devolviéndole sus honores y su lugar nacional, pese a haber sido un iracundo iconoclasta que había prohibido la religión por decreto.
¿Quién puede hoy pasarle cuentas ideológicas a Carlos Menem? ¿Algunos sindicalistas equivocados cuya mayor aventura revolucionaria en treinta años es haber decretado el trabajo a desgano en las oficinas de correo; o esos izquierdistas de papel cuya virulencia cesa con un premio literario o con un puesto en algún diario pagado con fondos oficialistas?
El presidente Menem le sale con valentía al toro. Estamos en los primeros instantes de la hora de la verdad. Sostiene la espada con su puño, pero la fuerza y la decisión dé su brazo tiene que ser la de todos nosotros. No basta el consenso. Se requiere un consenso funcionante y participativo.
Tenemos que comprender que no estamos peleando por el estilo que tendrá la casa. Por si será un chalet californiano o una residencia colonial. Estamos luchando por reconstruir los cimientos, la base de cualquier posible edificación.
Si algo nos une a todos los de nuestra generación es la frustración ‑casi la inconfesada vergüenza- de no saber poner en marcha nuestro país. Recuerdo mi amargura cuando un diplomático italiano amigo, admirado del potencial de Argentina y de nuestra ineptitud para administrarla, me dijo: «Tu país sería como una Lamborghini de doce cilindros que el tonto del pueblo se ganó en una rifa.»
Estamos ante una buena oportunidad de salir del bostezo de la queja y de la sórdida contabilidad de las pizarras de cotizaciones. No la perdamos.