El País, 21/11/1989
Heidegger destinó un famoso ensayo a Rainer María Rilke titulado ¿Para qué ser poeta? Allí analiza el tema muy curioso y poco conocido de lo abierto.
Rilke habría tenido una revelación poética del tema durante su primer viaje por Rusia en compañía de Lou Andreas Salomé. Desde la ventanilla del tren vieron un caballo que en un prado se esforzaba por tomar carrera, pese a estar maneado. Esa imagen se transformaría en un leitmotiv interior del poeta. Sintetizaba la voluntad del animal de ser en el tiempo y en el espacio, sin barreras, dado, volcado a un mundo abierto. (El término correspondiente en alemán es Das Offene, que tiene tradición literaria pues lo emplea, con sentido parecido Holderlin en la gran elegía, Pan y vino.)
En aquel animal mortificado Rilke vio el impulso de estar en el mundo. El animal está en la realidad sin la traba de la conciencia separadora. Dice Rilke en la Octava elegía de Duino que el animal libre tiene atrás su muerte y avanza siempre en la eternidad, como en el fluir de una fuente. Los humanos, en cambio, no estamos en sino que estamos ante. La dimensión conciencial es determinante. Rara vez somos actores plenamente entregados a nuestras vivencias. Nos contemplamos, nos espectamos. Somos nuestro ser y nuestra conciencia de ser.
Conciencia del límite espacial y temporal. Nos sabemos en un espacio y en el tiempo. Nos cuesta abandonarnos a un presente que no esté proyectado, determinado, por un concepto de pasado o de futuro. Nuestra conciencia es nuestra distinción, nuestra separación del sino animal. Pero también nuestra condena. Rimbaud sabía que no vivimos, sino que nos pensamos. (En su precoz genialidad, a los 17 años pudo dictaminar: «La verdadera vida está ausente. No estamos en el mundo».)
Sólo en pocos momentos de su existencia el hombre es en el mundo, momentáneamente liberado de su conciencia. Eso ocurre en la fantasía de la infancia, en la experiencia del amor erótico, en la alienación del alcohol, de las drogas, en el éxtasis de la mística.
Y son justamente los poetas y los místicos quienes a lo largo de la cultura de Occidente se constituyeron en los nostálgicos de la unidad, verdaderos buscadores del paraíso perdido. San Juan de la Cruz, Rimbaud, los poetas chinos, Nietzsche o Hólderlin forman con muchos otros una secta que se revela contra la “perversión metafísica de Occidente”, que para Heidegger empieza a partir de Platón y culmina‑con la dominación del pensamiento judeocristiano y del racionalismo.
Holderlin llamó a esa raza “los guardianes de la mayor posibilidad”, “los supremos sacerdotes del dios del vino durante la noche sagrada”.
Para los de esta selecta secta (las dos palabras se equivalen), sin una mutación de nuestra cultura y de nuestro estilo de vida profunda, sin un cambio que nos ubique en lo abierto, toda modificación, por prestigioso que parezca, permanecerá cautivo en ese limite primordial. Los sucesivos cambios históricos no son más que traslaciones de muebles en la misma celda.
Nuestra historia es más bien una huida de ese retorno al estar. No queremos estar y menos afín estar en paz. Aunque declaremos lo contrario. Porque la mutación hacia lo abierto requería una especie de itinerario místico, pero no hacia un dios huidizo o hacia un más allá inescrutable, sino hacia lo real. El ser en‑sí de la realidad. El crítico Angelloz calificó a Rilke corno «el heraldo de la realidad». Franz Josef Brecht explica por qué: «La trascendencia ha sido absorbida en la inmanencia, pero de modo tal que la inmanencia subsiste en toda su dureza aunque conservando la cualidad trascendental». Hay un religio que busca el mundo, el ser, lo real, el cuerpo.
Es sabido que el Heidegger de los años tardíos centró su meditación en tupo a les poetas: Holderlin, Trakl, Rilke; Nietzsche. En la mencionada conferencia dedicada a Rilke para conmemorar el vigésimo aniversario de su muerte, sienta una definición de lo abierto: «Das Ojjeñe es el gran conjunto de todo lo que está desprovisto de límites». Es una primordial totalidad receptiva donde los humanos deberíamos estar situados sin ese distanciamiento de conciencia (episodio cultural) patológico.
Para Heidegger venimos huyendo del ser. Toda nuestra cultura no sería más que una aberración: simula una búsqueda para‑encubrir una descomunal huida. Salvo los momentos de éxtasis, erotismo, etcétera, ya señalados, el estar en lo abierto nos es una experiencia ajena. Tememos la muerte porque es el definitivo estar. Huimos de todo estar cómo de un black‑hole.
El hombre, de la «cultura de Occidente» ese protagonista central de este disparate. Su destino no puede ser otro que la neurosis, la violencia, la autodestrucción.
En vastas regiones del mundo se experimenta una reacción larvada; una especie de resistencia pasiva ante ese impulso prometeico‑hegeliano (Hegel con su Hombre del espíritu). Son sociedades dónde el hacer no puede aún prevalecer sobre el ser y el estar. Si no se trasculturizan (como Japón) esas sociedades permanecerían condenadas al subdesarrollo. (No es este el espacio para extendernos sobre un tema central, poco visto desde la actual óptica europea, pero que tiene importantes connotaciones políticas, por ejemplo, en lo profundo de las relaciones de España. con Latinoamérica.)’
Poco antes de la muerte de Heidegger fui recibido por él en su casa en Friburgo. Había obtenido su autorización para traducir el Feldweg, con Sabine Laggenheim, mi esposa. Me interesó especialmente preguntarle por ese tema que él había tratado hacía ya un cuarto de siglo. Relacionó el tema de lo abierto con el desvío cultural de Occidente, puesto de manifiesto en la violencia técnica y una intoxicadora tecnolatria que afecta a las dos superpotencias. (Reiteró el viejo tema expuesto en su célebre Introducción a la metafísica de Europa que ya hoy bajó la gran amenaza formada por Rusia por un lado y Norteamérica por el otro. Rusia y Norteamérica, metafísicamente vistos, son la misma cosa: la misma furia desesperada por el desencadenamiento de la técnica y la organización abstracta del hombre normal».)
En una carta posterior a mi visita quiso Heidegger precisar el siguiente concepto acerca de lo abierto: «Para la concepción europeo‑planetaria la proyección hacia lo abierto y la superación de las cosas será recién, y únicamente posible, si se logra un retorno al ser ahí extático (según el lenguaje usado en Ser y Tiempo), y esto significa al mismo tiempo, la condición de que el hombre pueda alcanzar la gracia de un conocimiento justo de la esencia de su relación técnica con la realidad (tal como se analizara en el ensayo La esencia de la técnica)».
Utiliza una palabra cara a los místicos: éxtasis, como única posibilidad de ese ser ahí degradado, dividido de la totalidad del ser, del estar.
No en vano se afirmó que al final de su vida, y tal vez desde mucho antes, el pensar de Heidegger era una especie de teología independiente y laica.
Más adelante, en la misma carta el filósofo expresa: «las proyecciones hacia lo abierto deben ser siempre conducidas y guiadas por una elite que sin embargo, es extraña a toda voluntad de poder».
La verdadera lectura política del pensamiento de Heidegger está todavía por hacerse. El tema, y los chismes, acerca de su nazismo y de su execrable, pero breve, vinculación con ese movimiento, parecen haber agotado los esfuerzos de quienes prefieren simplemente descalificarle o excluirle. Uno de los temas más suscitadores es el de Heidegger como filósofo actualísimo ante el resurgimiento de una Europa que ya deja de estar presionada por las tenazas de Yalta y de una Europa que toma conciencia del problema ecológico como de algo muy importante, decisivo, que la obliga a revisar su relación con la técnica. En su entrevista (publicada después de su muerte) a Der Spiegel, expresa que «en todo caso el pensar y el poetizar son las únicas respuestas posibles a nuestro tiempo». Lo afirmó como descreyendo de una acción política posible en lo inmediato. Para el Heidegger de los últimos años, pensar es la mayor posibilidad de acción, por ahora.
Imposición colonial
Tuve oportunidad de expresarle algunos aspectos de la reactividad y de la marginación de la América profunda, ante el hacer propuesto por los europeos e impuesto colonialmente. Hablé incluso de las sociedades precolombinas y Heidegger se interesó vivamente por un tema del que no tenía conocimiento. Me instó a escribir sobre esos aspectos. (Su pensar se circunscribía principalmente a Alemania y a la tradición griega. De España conocía muy poco: me pudo citar a Calderón de la Barca y a Federico García Lorca. No pareció tener mayor información de Miguel de Unamuno; aunque recordó con afecto y respeto a su amigo Ortega y Gasset).
En el Sendero del campo hay una especie de alegoría referida al tema de lo abierto y, en todo caso, una clara refinación de la tecnolatría contemporánea. Ese cuento filosófico tiene mucho de la vida del Heidegger final: iba vestido como un campesino del sur de Alemania, con un chaleco de traje gastado y zapatones con varias medias suelas. Pasaba gran parte de su tiempo en una casa que él mismo había construido en 1922. Era una casa de madera en una colina de Todnauberg. Escribía sobre un tablón de madera, bebía agua de la bomba o de la fuente; vivía en el mundo elemental de un campesino ascético.
Privadamente murió buscando el ser en el estar. Escuchando la voz del Feldweg.