Diario 16, 02/04/1989
La observación del panorama político mundial contemporáneo nos lleva a comprobar la consolidación de nuevos espacios políticos con características y poder autónomos.
Asistimos en el último decenio a .una aceleración del proceso que lleva de la bipolaridad a la multipolaridad del poder. Las superpotencias surgidas de la segunda guerra mundial empiezan a declinar de su apogeo.
Los norteamericanos vencieron la dura batalla del Pacífico. MacArthur se paseó en mangas de camisa ante el emperador Hiro‑Hito y le obligó a declarar que no era un dios encarnado. Todo Japón rió para sus adentros ante esta forma de fe al revés del arrogante general (era como la de esos ateos de Unumuno que rabian para demostrar que Dios no existe). El dominio yanqui duró desde el horror de Hiroshima hasta el de su derrota en Vietnam. Hoy, el Pacífico es un universo oriental: Japón, Corea, Taiwán, etcétera, son potencias de producción y de comercio que derrotan a sus oponentes en la guerra económica del capitalismo. China volvió a ser el imperio central: el eje de gravedad de un Oriente que no cree que las palabras comunismo o capitalismo sean realmente determinantes absolutas de la vida de los pueblos. China parecería estar ejecutando un equilibrio dialéctico entre un marxismo (instrumental) y su tradición cultural. Su ancestral sentido práctico y su sabio rechazo por las obstinaciones metafísicas le posibilitan no sólo pasar de la miseria a una digna pobreza general, sino también poder situarse en una sola generación como superpotencia.
Lo cierto es que el triunfo militar norteamericano quedó superado en apenas veinticinco años en la callada batalla económica y de eficacia tecnológica de los asiáticos. Se puede decir que renacieron y se impusieron de sus desastres de la mano de su vieja disciplina de sacrificio y creatividad; eso es, con el arma de su antigua cultura puesta en valor.
El otro gran espacio político que se interpone a las superpotencias es el de Europa. Dentro de pocos años nos va a parecer una curiosidad histórica que desde 1945 el núcleo de la cultura de Occidente haya estado bajo tutela, como un menor descarriado. Yalta es la palabra símbolo de una especie de protectorado que duraría casi cuarenta años.
Las dos superpotencias que dominaron el mundo en estas décadas nacen y se expanden desde el pensamiento europeo (Adam Smith y Moro podrán ser los nombres clave). Son, si se quiere, subproductos triunfales ‑o prepotentes‑ de una cultura central, la weltanshauung europea.
Ambas se desarrollaron como imperios económico‑tecnológico‑militares. Y Europa queda aparcada entre las tenazas de estas superpotencias.
En la larga historia de Europa, este episodio se recordará como un eclipse. El centro de gravedad de Occidente se tornó ingrávido: no tenía peso en las decisiones, ni siquiera en las que hacían a su zona de influencia natural, el Mare Nostrum, o su espacio de proyección cultural, que es América Latina.
Es en estos últimos lustros cuando Europa retorna a su puesto. La creación y la difícil consolidación de la comunidad Económica Europea es el resultado político más visible del proceso, que por cierto incluye a los países extracomunitarios.
Esa Europa que durante décadas estuvo cobijada y sometida se consolida en su señorío, que, hasta hace poco, era más bien la tierra de nadie del juego de las superpotencias.
Este renacimiento de la vieja Ave Fénix tiene un origen preciso: la crisis de las dos superpotencias. Sería motivo de un largo ensayo mostrar los múltiples datos que confirman este hecho. Pero lo concreto es que Estados Unidos tanto como la Unión Soviética han concluido su ciclo de expansión: están profundamente heridas en su centro, y esas heridas están relacionadas con desvíos culturales.
Sí usamos el lenguaje de Toynbee podemos decir que en un brevísimo tiempo (históricamente hablando las viejas culturas, Europa, China, Japón, India, el resto de Asia y el mundo musulmán con su exclusivización religiosa, han empezado a devolver el impacto propinado por los dos grandes vencedores de la segunda guerra.
El economismo expansivo de Estados Unidos padece un agudo estancamiento después de años de triunfalismo reaganiano. La economía, que parecía todopoderosa, tiene pies de barro. Sólo mediante maniobras monetaristas y financieras que hacen peligrar el precario orden económico de Occidente, logran disimular una real pérdida de mercados, una falta de competitividad, de potencia creativa. El resultado es una caída notable del promedio de crecimiento económico, un enorme déficit fiscal y un endeudamiento externo que es el mayor del mundo. Pierde mercados: el de la electrónica, el del automóvil, el de la tecnología sofisticada. Es superado en inventiva, gusto y agilidad por los orientales y los europeos.
Los sociólogos norteamericanos están hoy dedicados a analizar esta realidad. Gran parte de ellos confirma que hay un déficit cultural comprobable en una de sus primordiales manifestaciones: la educación, el deplorable nivel medio del homo americanus.
Muchos espacios de creatividad han vuelto a manos europeas. Equivale a decir que Occidente ha vuelto a ser eurocéntrico después de un interregno de reorganización.
Por su parte, la Unión Soviética pasó de la dinámica centrífuga‑expansiva‑ideológica a un revisionismo dentro de sus fronteras. Vive algo así como la explosión de una moral política comprimida desde el stalinismo. Está lanzada a un proceso de resultado imprevisible. Deberá solucionar la contradicción entre el centralismo autoritario y una productividad más liberal; deberá armonizar la realidad del Estado autoritario‑revolucionario con el reclamo de mayores libertades individuales.
El hecho es que los dos monstruos de Yalta están volcados hacia adentro, hacia sus propios problemas.
Los dos han fracasado en el plano militar donde son todopoderosos para generar un apocalipsis nuclear, pero no para vencer a Gaddafi, a Jomeini, a los heroicos pescadores de Vietnam o a los montañeses de Afganistán.
Con perspectiva histórica alejándonos de lo inmediato, las superpotencias se alzaron en la segunda mitad del siglo XX corno dos enormes alas. Dos alas que nacían de un cuerpo de gorrión: el de una Europa suspendida de su plenitud, disminuida.
América Latina es, junto con África, uno de los espacios mundiales de fracaso. (En este tiempo de movilización de Asia e India y el mundo árabe, quedamos como las dos grandes zonas pendientes de integración en el juego del mundo.)
Como en 1492, América sigue siendo para Europa el campo de prueba de su capacidad de sobrevivencia, de expansión cultural. Esto es válido cinco siglos después: Europa tiene que volver a descubrir América.
El resurgido eurocentrismo no puede significar un autismo político. Por ahora, Europa nos parece (a los americanos) vuelta a sí misma. España, en particular, parece olvidar el aura de su corona transatlántica.
Es de desear que no se cometa el error del siglo XIX donde todos los esfuerzos fueron para consolidar nacionalidades y nacionalismos olvidando los valores superiores. Las naciones en discordia provocaron las hecatombes de las dos grandes guerras del siglo que vivimos.
La cultura de América Latina tiene una de sus raíces, la más fuerte, en Europa. España tendría que ser el motor de transformación del nuevo eurocentrismo en un episodio positivo. En un compromiso audaz y creador.