Clarín – 22/02/73
Es un hecho que se vuelve a leer a Hermann Hesse. Su obra es una constante búsqueda en la crisis, una obstinada «mirada en el caos» (como se titula uno de sus primeros poemarios). A través de sus libros sucesivos podemos seguir el hilo de tensión espiritual, tan fervoroso como el de aquellos místicos especulativos del medioevo alemán, que se cuentan entre las influencias más importantes de su formación.
Como conducta de escritor y artista es ejemplar: abandonó las ideologías de moda, las corrientes culturalistas de su tiempo, y supo marginarse de las fáciles anexiones políticas.
Despojado de los lugares comunes de su época, solitario, extranjero; con estas dolorosas ventajas inició esa serie de sondeos en profundo y hacia adentro que se fueron concretando en obra mayor: Siddlharta, El Lobo Estepario, Narciso y Goldmundo, hasta llegar a su capital literaria: El Juego de Abalorios.
En todos sus libros hay una intención constante: la búsqueda de una relación válida con el mundo y el universo en que vivimos. Su intento se motiva en la convicción de que nuestra condición humana está degradada, desnaturalizada por una evolución histórica que nos fue causando más daño que beneficio. Para Hesse el hombre occidental es un ente enfermo, su inmadurez y su crueldad no son más que epifenómenos de una larga desviación espiritual, secular.
Por eso Hesse buscó en profundo a través de experiencias y culturas, ansioso de una religiosidad verdadera, más acá de los mitos muertos que son ya moneda corriente. Se volcó a un implacable análisis de nuestro yo profundo, ese que mora sepultado por la alienación y la apariencia de ese otro público que usamos en nuestra cotidianidad. Desesperadamente quiso hacer audible la voz de ese ‘yo profundo como si a partir de ella, solamente así, fuese posible rehacer un mundo agobiado por la impostura de todos.
Su Juego de Abalorios es el mayor esfuerzo por conciliar la realidad del mundo y de la vida con el espíritu verdadero que aún sentimos vivir en cada uno de nosotros. Para eso imagina una sociedad utópica y futura, situada después de la «época del folletín» (la nuestra).
A diez años de su muerte vale tener presente el sentido de su obra y elogiar el retorno masivo de sus libros, aunque hay que decir que nunca abandonó los primeros puestos en la valoración más justa y universal.
Esta permanencia se explica tal vez en el hecho de que su visión de la crisis y su actitud como artista son todavía plenamente valederas. Nada de lo realmente importante para mejorar nuestra situación ha sido dicho. Los progresos materiales y los avances tecnológicos, válidos en la esfera de necesidad subsistencial de nuestra humanidad, nada aportan al desamparo existencial en que nos encontramos. Esto explica que al pie de las más logradas megalópolis tecnológicas de nuestro tiempo atómico (bomba exterminadora o energía creadora, según se mire y optemos) encontremos esa manada de hombrecitos de gris, inmaduros, alimentados, neuróticos, atemorizados; vanamente remendados por un trust de psicoanalistas y politiqueros.
Poco importante ha sido dicho. El camino de lo válido, el verdadero paso hacia adelante, exige actitudes totalmente comprometidas, como la de este heroico Hermann Hesse que hoy evocamos.