La Prensa, 23/08/1981
Esta serie propone algo que suele faltar en los reportajes corrientes: una de “revés de la trama” de la expresión literaria. Escritores llegados a su madurez creadora (incluidos historiadores, filósofos, críticos, etcétera) harán, en la tranquilidad de sus lugares de trabajo, reflexiones acerca de su escritura, sus lecturas y su manera de trabajar. Considerarán también su obra y las de otros autores, críticamente; mencionarán su libro de cabecera, las obras que estiman olvidadas o descuidadas, etcétera.
En suma, algo que quizá permita saber más de la creación y la escritura, pero, fundamentalmente, de cada escritor, según lo revele su “taller”, denominación que sugiere, como lo confirmarán estas páginas, que escribir es ardua labor.
¿Qué estoy leyendo?
Suelo leer varias cosas a la vez. A veces ordenadas por algún tema-guía, cuando se trata de filosofía, o siguiendo impulsos con la mayor libertad. Diría desorden, pero podría tratarse de otro orden difícil de racionalizar. En estos días estaba releyendo a Proust. Más que un placer es casi un trabajo, un desafío a la paciencia: hay que someterse a la lentitud y al detallismo, al chisme y a las cursilerías, para llegar a grandes momentos puros. Pero de todo ese «magma» va surgiendo la Vida, con mayúscula, del mismo modo como de la inanidad de la vida cotidiana, de las «mil pequeñas cosas» se va conformando esa vaguedad, misterio, dolor, delicia, que llamamos vida.
Del empedernido memorista Proust pasaba a los libros más variados: algún pasaje de Plutarco porque alguien me había hablado de una novela sobre Claudio; un libro en italiano sobre la diplomacia de Carter; los maravillosos «Poemas italianos» de Héctor Villanueva, que me parecieron uno de los más valiosos aportes a nuestra actual poesía. y así, guiado por el azar o la búsqueda de secretas concordancias.
Hace poco traté de hacer orden y me detuve en esos magníficos barrocos cubanos que son mi amigo Severo Sarduy y Lezama Lima. Ambos, desde dos ángulos diferentes nos ofrecen el máximo placer que puede exigir un lector: la exactitud, la gracia, la sabiduría sin prepotencia. el humor y una secreta afirmación de la vida, sea como nostalgia, en el caso de Lezama o como fiesta erótica, en Sarduy. Tienen toda la gracia y la sal de Cuba. Son los protagonistas de la mayor aventura idiomática de nuestras letras (junto con Borges y Guimaraes Rosa).
Para terminar con esta parte, creo que hay que cultivar el desorden en la lectura. Todo es válido si queda vivo el placer de leer, la «joie de Lire» como dicen los franceses. Se puede correr el riesgo de terminar leyendo como los profesores o los críticos agobiados por la cantidad de libros que los amenazan sobre el escritorio: leen con rabia, con desdén, sin asombro ni sorpresa: leen «profesionalmente» y esto sería una monstruosidad equiparable al “amor profesional».
¿Qué estoy escribiendo?
Hace tiempo que trabajo en una novela, parienta literaria de Daimón, que se refiere al origen o a la fundación del actual “Occidente»- un Occidente que nace en la España grande y seca de Castilla y de León y que se concretará siglos después en el triunfo de la corriente anglosajona, sustituyendo la eficacia por la metafísica). No se trata de una novela histórica sino de un juego basado en la historia y edificado en torno a ese terceto de gigantes que fueron Isabel de Castilla. Fernando, el Católico y Colón. Trato de trabajar en una cuerda tragicómica. Por momentos todo es grave y por momentos, todo se vuelve casi circense: se oscila entre la búsqueda del Paraíso y los métodos de desvalijamiento de América; entre la justicia noble de la reina Isabel y las intrigas eslavistas de los parientes de Colón y los encomenderos. Todo o casi todo se basa en lo histórico pero al mismo tiempo los hechos parecen surreales. Es un don de América trasformar la historia en surrealismo. Los parámetros del mundo racional-europeo no bastan. Los propósitos europeos fracasan o se trasforman. Creo que en la experiencia de Colón y de su gente están los símbolos y gérmenes de todo un proceso histórico que dura cinco siglos.
Tengo en proyecto otra novela porteña, en la línea de la reciente Momento de Morir que publicó Emecé. Es otro lenguaje, otras ideas, un estilo completamente distinto. Es como otra veta de mi yo interior. Uno es muchas personas, muchos momentos, muchos humores. La aparente coherencia exterior de algunos escritores que parecerían querer convencernos de que son un solo tono, carece de sentido. Vibramos en distintas claves y la obra no tiene por qué ser homogénea. Los que permanecen fieles a un solo esquema de estilo me parecen imitadores de sí mismos.
En cierto modo han sacralizado uno de sus rostros (a veces se trata de miedo y prefieren reiterar aquel rostro que ya aceptó la crítica o el público).
No sé cuándo tendré terminados estos libros. Buenos Aires es para mí una ciudad distractiva: todo hace que uno se tenga que volcar hacia afuera, pero sin mayor felicidad, casi con la tristeza de los rostros que se veían en las mesas de los cafés de antes. Es como una ciudad del Mediterráneo, pero sin fiesta. Todo es audiovisual. Concentrarse hacia un principio de verdadera armonía es difícil. Después de muchos años de estar afuera noto que el valor de lo cultural está subestimado.
Juicio crítico acerca de mis libros
Hay una critica continua del creador enfrentado a su obra. Trascurre antes, durante y después de escrita. Es necesario tratar de ver cuándo se acierta y cuándo se yerra. Creo que el verdadero artista es consciente de su estética, incluso en el delirio (no hay casualidad en los amarillos solares de Van Gogh). Cuando ‘se quiere trasladar a frases o a conceptos académicos se fracasa. Lo profundo, lo interior de toda estética escapa, sólo nos «queda una cáscara ideológica o conceptual, eso que con pedantería se suele denominar el «juicio critico». Valga lo dicho para escudarme en mi incapacidad de hacer crítica racional acerca de mis propias obras. Creo que el lector y el autor están unidos por un puente mucho más complicado que el de las razones estéticas.
Sin embargo puedo decir que siento como los libros más logrados, dentro de mis posibilidades, a Daimón y a Los bogavantes que fue mi primera novela publicada.
El libro de cabecera
No podría hablar de un solo libro. Si tuviera que elegir uno sólo para ir a la famosa isla, elegiría al azar entre diez o veinte. Y una vez elegido sabría que me aburriré con él. Uno podría elegir un libro por razones morales, como la Biblia, o por razones estéticas, como el de Homero. O por ser un libro que alguna vez quisimos mucho, como Viaje al Final de la Noche de Céline o Ada o el Ardor de Nabokov. En todo caso sentiríamos que hemos elegido mal. Pensaríamos en el “Tao-Te-King», en Nietzsche, en Hólderlin, en San Juan de la Cruz..
En el fondo siempre que elegimos uno o unos pocos libros estamos mutilando. Hay un solo autor que es el maravilloso espíritu humano, que tiene instantes sublimes, concretados en libros inolvidables y momentos menos espectaculares, grandezas parciales o logros menores. El todo de todos los poetas es el Gran Libro del hombre. No debe haber ni «ranking» ni «rating», ni automáticos prestigiosos ni exclusiones.
El libro olvidado o descuidado (de otros autores)
Hay un olvido general de los clásicos y de la buena literatura. (Por suerte las buenas obras sobreviven más allá de la ingratitud o la desmemoria de la gente; tienen una extraña tenacidad para sobrevivir; hasta se diría que se fortalecen con los incendios, las censuras y las persecuciones.)
Las mejores novelas (o cuentos o poemas o ensayos)
La pregunta sería de imposible respuesta para mí, ya que dije que los autores no son más que una parcialidad de un creador múltiple.
Pero hay que responder con algunas preferencias actuales (porque salvo los obstinados, se cambia en la prioridad de los gustos). Una novela antigua: El Quijote, por su grandeza sin solemnidad. Una contemporánea: Ada o el ardor de Nabokov, porque es un par de Proust como plasmador de vida y más que Flaubert como estilista. Un poeta clásico: Homero, la Odisea. Uno cercano: Hólderlin. Un filósofo antiguo: Lao Tsé. Uno actual: Nietzsche.
Mi literatura preferida: la actual latinoamericana, porque es la más viviente e imaginativa, porque es el continente verbal más rico, variado y bello (aunque no muy profundo filosóficamente).
Mi sistema de trabajo
Creo que me fabriqué un método bastante irracional, blando como el agua, para seguir la fluencia de mis impulsos, sentimientos y convicciones: ese indefinible material interior del cual van surgiendo los impulsos de creación.
Pienso que el trabajo artístico, el literario, es una actividad continua que desconoce horarios rígidos o vacaciones anuales.
Suelo llevar libretas de apuntes para mis novelas. Anoto frases, palabras, etimologías, escenas, caracteres, ideas. La masa de material informe se acumula durante años. La obra, que es apenas un germen de intuición, ciertos deseos, va buscando su forma, su lenguaje, su tono, su humor, sus claves, sus posibles direcciones y significados. Hay que tomar algunas decisiones difíciles. Después se empieza a escribir y entonces hay que saber hacer lugar a la sorpresa de las palabras y de los personajes, a los cambios que se presenten y que a veces contradicen la línea prefijada. La obra se gana su vida en esta fluencia.
Hay obras que deben escribirse rápido y de corrido, otras exigen detenerse en cada línea, agregar, modificar, recargar. Todo es contradictorio, por eso la literatura no se puede enseñar, como no se enseña ningún arte, incluida la diplomacia o el periodismo. Lo único que se puede enseñar o decir es que hay que tener una disponibilidad total hacia un mundo «donde no hay leyes».
Hay un tiempo interior que exige total disponibilidad y continuidad y un tiempo de escritura que puede ser muy variable según las circunstancias. A veces escribo durante horas o días sin parar, muy excepcionalmente. Es lo mejor porque si uno se aleja mucho de la «casa» de la novela después es muy difícil volver a entrar en ella, a veces hasta es necesario forzar alguna ventana.
Si tuviera que hablar de un tiempo promedio de escritura sería no mayor de dos horas diarias todos los días. Pero hay un tiempo total, de sentir y pensar en relación a la obra. Este tiempo no conoce descanso.
Condiciones de trabajo
En mi caso, por causa de mis tantos viajes, me tuve que crear condiciones muy flexibles. Por ejemplo Los bogavantes fue empezada en París en 1962-63, la continué en Buenos Aires en 1964-65 y la terminé en Moscú en 1968. «La boca del tigre» fue escrita en Perú en 1969 en seis meses a pesar de que es mi novela más larga.
La cercanía de gente no me molesta. A veces tengo que estar solo y para eso tengo un escritorio aislado.
Cuando vivo en países calientes me gusta escribir en la siesta de verano, con las persianas entornadas y con luz, artificial. En Europa y en Rusia me gustaban las mañanas nevadas de invierno. Uno siente diferentes formas de impulso, un secreto apoyo del entorno para lo que hace.
He tenido que aprender a ser escritor nómada y adaptarme a las más variadas condiciones.
Cómo empieza en mí el proceso de escribir.
Sábato dice que toda obra nace de algunas pocas obsesiones. Comparto la idea. Las obsesiones (ideas, escenas, amenazas, deseos, frustraciones) buscan su vestidura a lo largo de años. A veces nos acompañan durante una larga etapa de la vida sin definirse en obra. Son temas centrales, constantes interiores, que todo autor intuye sin alcanzar a racionalizar. En todo arte hay un elemento de exorcismo. No se trata de vencer al Demonio; sería ingenuo porque por voluntad de Dios es invencible para los hombres. Se trata de sacarlo a luz, controlarlo, desplazarlo.