La Nación, 17/08/1998
El joven coronel Olazábal, su discípulo y admirador, subió desde Mendoza para esperarlo en su descenso de las altas cumbres. Venía como a contramano gesta triunfal, de Perú y Chile hacia su patria, que era una entelequia, una ilusión, seguramente un peligro. Llegaba con un capitán, dos asistentes, su mucamo, los arrieros contratados para y algunas mulas con toda su pobreza a cuestas, pero también con dos símbolos esenciales para cosmovisión: el estandarte de y el tintero de la Inquisición. Olazábal vio cómo se dibujaba su silueta en la alta neblina: venía envuelto en un poncho chileno, gran sombrero panamá, ludo. Venía ladeado sobre los bastos, doblado por terribles dolores estomacales y artríticos que sólo el láudano calmaba.
Olazábal recordaría que lo abrazó llorando y que él lo trató de “hijo”. San Martín se echó a descansar bajo un tinglado de ponchos y le cebaron mates de café. Tenía .cuarenta y cinco años, pero una fatiga y una palidez malsana. Sólo se mantenía con la intensidad de siempre aquella mirada brillante que al coronel le pareció un reflejo de luz en un sable quebrado.
Se establecería en Mendoza, en casa de amigos, y después en su chacrita de Los Barriales, donde pensaba producir vino y pagar los años de paz que debía a Remedios de escalada y a su hija. No las veía desde cuatro años atrás, cuando partió hacia la guerra y el triunfo. Olazábal tuvo que decirle que ella estaba en Buenos Aires enferma de muerte y que él debía proceder con la cautela de un proscripto. No podía salir de Mendoza porque habían apostado partidas prenderlo o asesinarlo.
Y así llega la noticia de la muerte de Remedios y de que de su hija Merceditas se harán cargo los parientes de ella.
Los cuervos de la política
Lo acusan alternativa o simultáneamente de ladrón de fondos públicos, de borracho, de mujeriego, de querer entronizarse rey, de querer restablecer el poder de España. Las cotorras y cuervos política temen el retorno del Príncipe, del águila. Los mediocres se invisten de puntillosos legalistas, los fundadores del caos son formalistas: encuentran que, si bien venció al mayor ejército del Imperio en América y liberó la Argentina, Chile y Perú y transformó la Ciudad de los Reyes en la Lima de la república independiente, «realizó estas operaciones sin la debida obediencia al Gobierno de Buenos Aires, pues actuó sin sus órdenes tanto en 1817 [Chile] como en 1820 [Perú]». La Argentinita enana muestra sus uñas al tigre. Estanislao López, desde Santa Fe, le advierte que le han preparado un consejo de guerra. No lo tienen por un libertador generoso y genial sino por una especie de montonero alzado en uniforme de gala.
Es el mundo del absurdo: otros equivocados le piden que por favor funde una dictadura. Obviamente se agrava su enfermedad. En su chacra padece crisis que lo ponen al borde de la muerte, sin que se pueda definir la causa orgánica de su mal. («El infierno son los otros», escribirá Sartre. San Martín sentirá que su enfermedad son los otros.)
La Argentina enana (de ayer y de hoy) envenena no sólo su grandeza sino también su renunciamiento a las grandezas. Es «el país malpensado»: todos se desconfían como si siguiesen enfrentados al desierto del desembarco.
Es la Argentina que expulsará hacia el exilio o la muerte a sus grandes. San Martín por unos ocho años en el país pagará treinta de exilio. Rosas será condenado a treinta años en la niebla (con ingleses). Sarmiento será «el loco Sarmiento», morirá en el Paraguay como huyendo de las burlas. Alberdi, sin conseguir ser reconocido por el poder (fue el mayor pensador‑estadista), morirá «en París con aguacero», en el hospital de Neuilly, en la sala reservada a los clochards. Artigas pagará su grandeza con décadas en una atroz cárcel del Paraguay Y Belgrano. Y el caballero de Laprida (asesinado). Facundo, Urquiza, Dorrego, Lavalle, todos ejecutados por partidas asesinas o fusilados. Y Avellaneda, Yrigoyen, Perón, Frondizi, Alem. O Evita y Guevara. O Lugones, Horacio Quiroga, Arlt. El lector puede elegir, pero sólo en la gama de negro. (Debería inmediatamente ordenarle a su hijo que no se le ocurra ningún sueño de talento, de grandeza, de aventura sublime. En un plano menor, hasta a Gardel le dijeron que cantaba mal.)
Es la némesis, el rito de venganza contra el Príncipe que trajo el bien o la gracia, que prevalece en ciertas tribus primarias. En nuestra republiqueta de gozadores carnívoros, sólo los mediocres, los atinados, mueren en la resplandeciente armonía de la clínica.
El gran destino
Kierkegaard afirmó que, de todos los hombres admirables, el más admirable es el que tienta lo imposible. Pues sólo quien osa apostar a lo imposible puede alcanzar lo absolutamente nuevo, la revelación o la fundación.
Los ejércitos argentinos habían fracasado dos veces, e iban para una tercera, en batir a los españoles por el norte, hacia el Alto Perú. San Martín comprendió que esa estrategia era ruinosa, aunque correspondía a la lógica militar de entonces.
Días después del 9 de julio de 1816 se encuentra en secreto con Pueyrredón (su fiel Sancho) y le comunica un desatino descomunal, increíble todavía hoy, digno de Aníbal y Alejandro solamente: crear un ejército con disciplina europea en Cuyo; fabricar cañones, sables, rifles, botas, uniformes, en forma autónoma porque no hay plata; cruzar los Andes con cinco mil hombres y miles de caballos y mulas por algunos senderos de pedregal; caer sobre Chile y liberarlo de los españoles; crear y fabricar una flota capaz de llevar las armas, pertrechos, caballos y seis mil hombres por el Pacífico (unos 4000 kilómetros), desembarcar en el Perú e iniciar la guerra por costa y sierra hasta tomar a Lima y libertar al Perú.
Unamuno dijo que en todo Sancho hay un Quijote escondido. Pueyrredón, seguramente después del primer horror, aceptó el esquema del gran desatino y se dedicó a juntar como pudo algún dinero, sólo un tercio de lo presupuestado.
Conocemos la historia de los libros de nuestra infancia. San Martín fue fiel a su locura, a su genial desatino. Cumplió el increíble programa. Y cuando gobernó la Ciudad de los Reyes, lo hizo justo hasta el día en que pudo establecer la asamblea republicana. Entonces, intuyendo que dos generales valientes pueden ser una feroz multitud, se vino callado y solo, por los senderos del Ande.
Claro que sin el sello de la debida autorización. Entonces tuvo que pasar por Buenos Aires como pidiendo permiso. Se embarcó con su hijita y se fue a Francia, donde moriría después de muchos lustros de olvido y pobreza, un 17 de agosto, como hoy.