La Nación, 1/02/1993
ABC, 14/02/1993
Se cerró el triunfal 92 y parece haber comenzado un 93 de incertidumbre y lamento en España. Para quienes vivimos lo español como algo propio, visceral y culturalmente propio, nos parece que se dramatiza y se hace un mal balance.
España no es ajena a la Impaciencia mundial hacia la política y los políticos. Esto tiene raíces muy profundas
Y merecería otro análisis.
Creo que lo importante es decir que 1992 fue un año crucial para Iberoamérica en su conjunto. La idea frívolamente celebratoria de un número redondo, los quinientos años, ha sido totalmente trascendida por la realidad y el presente. Lo que se inició como conmemoración del pasado se transformó en hecho político del presente, proyectado hacia el futuro.
Estamos viviendo un curioso cambio del orden (o del habitual desorden) político mundial. La bidimensionalidad política-economía, que predominó desde el siglo XIX, desde la “política del poder” hasta el actual paroxismo economicista, entró en franca crisis. Después del casi medio siglo de los estériles forcejeos de las superpotencias, una de ellas se desplomó infartada y la otra sobrevive malherida con desplantos de “samurai” viudo (hasta la “intervención humanitaria” en Somalia se transforma en un gesto militar-televisivo de raíz fascista).
El mundo bidimensional, en particular el economicismo frenético del “desarrollo y provecho ilimitado”, se estrella contra el límite ecológico y la destrucción de la libertad de mercados a escala mundial, su premisa básica.
El mundo, más allá de los políticos de la bidimensionalidad, se está concentrando en torno a las culturas, a ese convidado de piedra de este siglo de prestigiosos horrores que ya expira con más penas que glorias.
En 1992, Iberoamérica se mostró como una superpotencia cultural preservada, viviente y creativa. España apareció (después de tanta descalificación internacional y de tanta autodescalificación) como definitivamente devuelta a los ámbitos que le pertenecen: Europa e Iberoamérica. Es como si se hubiese necesitado de 1992 para consagrar la realidad de esa España. Bicéfala como el águila de los Habsburgo, que no es “socia reciente” de la Comunidad Europea, sino socia fundadora con la Europa de Carlos V. Del mismo modo que es socia fundadora de la Hispanoamérica poscolombina.
En la fiesta mundial de Sevilla, en la Olimpíadas, en las reuniones de presidentes de toda nuestra América con el Rey y los jefes políticos españoles, se puso en evidencia la pujanza de nuestro “commonwealth”.
Estamos unidos por el continente verbal más intenso y extenso del mundo. (El español es mucho más que un punto de comunicación exterior entre gente que realmente vive y piensa en otro idioma).
Participamos de una gran unidad cultural que empieza a consolidarse en lo político y en lo económico. Al avance inusitado de la España posfranquista se agrega el “arranque” de la economías de México, Chile, Brasil, Colombia, Argentina, etcétera, como un dato cierto y estable.
Si gran parte de la década de los ochenta estuvo dominada por la pulsión europeísta de la diplomacia española, hoy, ante la realidad de las afirmaciones culturales en el panorama mundial, la diplomacia española tuvo su mutación y su gran triunfo.
Así como los alemanes no se niegan a crecer en el legítimo espacio de influencia de la germanidad en el Este de Europa sin pedir permiso a la Comunidad, y así como los anglosajones mantienen viva su “entente” transoceánico, España legitimó definitivamente su espacio cultural.
Participamos de un estilo, de una idiosincrasia, de valores (y dis-valores) comunes. Este es un tremendo “capital” político-cultural, si pensamos que, aparte de la Península, nuestra gran sociedad la integran México, Brasil, Argentina, Venezuela, Perú.
Además de ser un continente cultural somos el espacio tal vez más rico y creativo, el menos tocado por los vientos de decadencia cultural que amenazan a los países más desarrollados materialmente.
La Corona y la diplomacia de España y de los principales países de Iberoamérica han sabido comprender que nuestro puente es básico, “existencial”, y exclusivamente cultural. Eso se puso en evidencia en la dos reuniones de presidentes con el Rey. Tanto en Guadalajara como en Madrid, los asistentes estaban allí por ser miembros de una realidad cultural antes que nada. Representaban naciones; la totalidad de lo nacional. La diplomacia española manejó con extrema habilidad estos delicados problemas.
Algunos detractores pudieron observar la presencia de Castro o de Endara o de algún presidente más o menos democrático. Pero no se trataba de un club de más o meno democráticos (que esto de la democracia no es el punto más fuerte de nuestra historia iberoamericana, “sin excepciones”). España es lo que es con o sin Franco. Lo mismo vale para Cuba o para Argentina, de democracia tan reciente.
La democracia en Iberoamérica es “un siendo”, como escribía Heidegger. Es un proceso en afirmación que puede conllevar momentos de suspensión o amenaza, como ocurriera en Perú o Venezuela.
Por cierto deseamos y construimos la democracia, pero lo importante es el diálogo, que abre vías y posibilidades, y no el monoteísmo excluyente y autoritario de los recientes conversos. (Y en Iberoamérica todos tenemos más o menos esta condición como para permitirnos ser tan intolerantes en la materia.)
Tanto en este delicado problema como en las ausencias ocasionales debemos no tratar de ver fracasos o renuncias. Hay una razón mayor, la que impone nuestro continente cultural.
Tampoco se debe presionar para obtener documentos de institucionalización o apresuradas declaraciones políticas o actos económicos incumplibles. El gesto de reunión conlleva el mensaje político, lo demás irá llegando en el decurso del “siendo”.
En todo caso, 1992 ha sido no sólo el año de España, sino de toda Iberoamérica en un solo bloque existencial que el arrogante “mundo primermundista” ya no puede subestimar ni marginar con la comodidad de antaño. Iberoamérica ganó el escenario con toda fuerza.
Justamente –aunque los autodescalificadores no lo crean- porque somos una superpotencia cultural en un mundo espiritualmente anémico, nuestro rol es y será cada vez más importante. Somos casi una reserva vital, una región todavía descontaminada espiritualmente.