Daniel Freidemberg, Clarín, 06/05/1993
Con El largo atardecer del caminante usted parece ratificar cierto interés especial en el tema del descubrimiento y la conquista de América. ¿Es así?
Es mi tercera novela, concretamente, que utiliza el pretexto histórico. Y digo pretexto porque lo que cuenta es el texto. Todo escritor tiene un pretexto, que puede ser un problema psicológico, una preocupación filosófica o una experiencia personal. Para mí el pretexto que provoca la posibilidad de mi texto ha sido en buena parte el tema histórico. Muchos escritores de América Latina en algún momento hemos sido tentados por el tema de la historia, como quien va en busca de una ruptura, de una zona de falla en la vida cultural de nuestro continente.
¿Qué pasa entonces cuando hay que elegir entre la invención y la fidelidad al registro del historiador? ¿Inventa mucho, puede llegar a contradecir los documentos?
En general, si tengo que hablar objetivamente te diría que son dos mentirosos en pugna. El historiador es el hombre que elabora un texto donde su subjetividad está oculta, en cambio el novelista tiene la insolencia de cambiar la historiografía y completarla con otra subjetividad. Así como el historiador serio se permite novelar (lo que hay documentado es el dos por ciento de la realidad, y en base a ese dos por ciento el historiador crea un friso que nos presenta como la verdad de las cosas), el novelista se adueña del mismo procedimiento, pero desde el punto de vista de la imaginación. Entonces García Márquez nos va a pintar la muerte de Bolívar de una forma distinta de un supuesto cronista de época o un historiador serio, pero encontramos el mismo grado de verosimilitud o más, porque el novelista suele ser el que completa los entresijos de la realidad cotidiana, que le da vida al mero hecho.
En el caso concreto de sus novelas, ¿como surgen? ¿Corrige mucho, por ejemplo, trabaja mucho los textos?
Vuelvo mucho sobre las páginas del texto, no por esa idea horrible de «cincelar» («cinceló un soneto», como se decía antes) sino porque el novelista es, o tiene que ser, un gran administrador: administrar la historia, los espacios, los personajes. el lenguaje. cl sentimentalismo y el exceso de razón. Tiene que ser como el administrador de una gran empresa.
Definiéndose, como usted lo hace, más como un escritor latinoamericano que como argentino, ¿se identifica con algún nombre en particular de la literatura latinoamericana?
En general, yo en la Argentina soy como un escritor extranjero. He tenido relación con muchos escritores latinoamericanos y puedo decir que han creado la literatura más viva del mundo en este momento. La literatura de Latinoamérica de los últimos cincuenta años es una aventura notable porque se desembaraza del gran modelo de la literatura francesa del siglo XIX: una narrativa conceptual, una pasión por lo real y lo psicológico. Latinoamérica devuelve la novela mundial al espíritu cervatino, a la aventura de la imaginación y del lenguaje, a la legimitación absoluta de lo poético y de lo irracional. Estarnos viviendo un Siglo de Oro: si pensamos en Neruda, en Vallejo, en Carpentier, en Borges, en Guimaraes Rosa, en Rulfo. . . No hay en ninguna literatura del mundo algo así. Buenos Aires crea una opinión un poquito provinciana, desconfiando siempre de lo que somos. Los argentinos todavía somos insulares en relación con América latina.
Se suele decir, sin embargo, que ese imaginario y esa poeticidad de la novela latinoamericana responden al gusto de los consumidores europeos…
No puedo pensar que Carpentier ni Guimaraes Rosa hayan escrito una sola línea para conformar una imagen de lo latinoamericano que puedan tener los europeos. Tenemos fuerzas morales, espirituales, poéticas, de estilo de vida, de estilo de afectividad, de erotismo, que son superiores a las que puedan tener las culturas modélicas que han prevalecido en la concepción de Buenos Aires. Hemos respetado enormemente las culturas y las literaturas europeas, y la literatura latinoamericana nos sobrevino como una sorpresa: todavía estábamos esperando otro Camus y llegó Carpentier.
¿Por qué serían «superiores» estos valores latinoamericanos?’
Yo creo que en este fin de siglo estamos viviendo el problema tremendo de encontrarnos con una sociedad industrial, tecnológica, que hiere profunda y masivamente muchas cualidades y capacidades de la condición humana. Esta sociedad que visita el cosmos está provocando un hombre desesperado y desilusionado. En comparación con eso, en nuestras sociedades, mucho más modestas pero con una intensidad y una voluntad de vida muy grande, uno puede observar, viajando tantos años como yo, una presencia y una calidad primigenias.
¿Y usted piensa que eso puede sobrevivir? La tendencia hoy parece ser la contraria…
Parecería, pero el colapso cultural de los Estados Unidos es notable. El colapso de Rusia ha sido un colapso cultural: no ha sido un problema político ni económico. El aparato productivo en las grandes sociedades, el poder económico, se han escapado del control humano, en particular del control de los políticos. Es decir que hay una ruptura profundísima, que hace que estas grandes sociedades estén ya heridas en sí mismas.
Si el político está impotente, ¿qué puede hacer un escritor?
El escritor jamás puede nada, pero no hay que olvidar que Rousseau era un escritor y que Marx presentó a una reunión de sindicalistas un librito de setenta páginas que se llamaba El manifiesto comunista. No tenemos ninguna fuerza, pero tampoco la tenían los grandes fundadores de las religiones. Hay que tener fe en que la palabra dicha en algún momento ante la angustia de lo humano germine inesperadamente. Por lo tanto hay que seguir diciendo las palabras aparentemente inútiles.