La Nación, 25/01/1987
Es un filósofo independiente, un pensador. Un artista que eligió el mundo de las ideas. Tal vez por esto Ciorán no lo cita a uno después de algún curso de la universidad o del College de France. Su mundo siguen siendo ciertos despoblados cafés del barrio Latino, algunos pequeños restaurantes de clientela casi iniciática. No tiene ocupaciones oficiales y uno puede alcanzarlo por teléfono casi a cualquier hora del día. A pesar de su notoriedad mundial siempre en crecimiento, Ciorán se prefiere marginal al sistema de cultura oficial, especialmente en lo que hace a la filosofía.
Me cita a las nueve de la noche en la puerta de su casa en la rue de L’ Odeon. Es nuestro tercer encuentro. A principios de 1985 nos presentó la escritora venezolana Carol Prunhuber.
Ciorán es un hombre menudo, notablemente ágil para sus 75 años. Está vestido con un chambergo y un abrigo de tweed. No usa corbata sino un pulóver fino de cuello alto. Atribuye su buen estado físico a vivir en un sexto piso sin ascensor. «nada mejor para el corazón.» Poco antes de nuestro encuentro la revista Paris‑Match fotografió por primera vez su departamento: en realidad un serie de buhardillas o cuartos de servicio que Ciorán fue uniendo a medida que salía, en la última década, de su economía de urgencia. Pero el cuarto de bajío sigue quedando en el corredor como en las casas pobres del París viejo. Seguramente Ciorán quiso ser fiel a ese hábitat de sus tiempos de penuria, cuando era un escritor exilado, desconocido y para colmo intransigente. Al comentarle el artículo de la mencionada revista y otro, a doble página, aparecido en Liberation, el diario de mayor influencia cultural en la actualidad francesa, se limita a comentar sarcásticamente: «Paris‑Match c’est la Gloire! »
Llegó a París en 1937 desde su Rumania natal (Transilvania). Viajó con una beca, romo joven laureado, por causa de un libro fervorosamente anticristiano. Comenta que esa obra fue causa de oprobio y preocupación para su familia, (su padre era sacerdote ortodoxo!)
1937 era el año de los procesos de Moscú y del auge del nazi‑fascismo. Europa ardía. El joven Ciorán decidió quedarse. A partir de la guerra su mundo quedó convulsionado como el de tantos otros exilados europeos: Ionesco, Mircea Eliade, Paul Celan, personas con las que Ciorán mantiene o mantuvo sólida amistad en años particularmente duros. Hombres de extraordinario refinamiento cultural que vivieron al margen del incendio. No precisamente expatriados sino peor: con una patria inaccesible para sus preocupaciones creadoras.
«‘No tenía un centavo, nada», dice. «Ahora puedo permitirme rechazar la invitación a esos estúpidos cócteles que entonces eran para mí la forma de comer y beber gratis..» Como Ionesco, Eliade, Nabokov y tantos otros tuvo que mudar de lengua. Laboriosamente empezó a expresarse en francés hasta adquirir una maestría que merece el elogio unánime (Saint‑John Perse lo saludó como la pluma más pura desde los tiempos de Bossuet).
Al comentarle este tan autorizado elogio me dice: «En realidad pienso que el rumano, mi lengua madre, conservó la estructura y el ritmo del latín mejor que cualquier otra lengua hermana.»
Caminamos hasta un pequeño restaurante chino, no lejos del Odeón. “Es un lugar donde se puede hablar y las mesas no están tan juntas, quedan pocos así…»
«La negación del mundo y de la vida».
«A usted lo consideran un pesimista, un maudit del gremio filosófico.» Retruca Ciorán: «Obligar a la filosofía al optimismo es una descarada hipocresía.» Algunos de sus títulos: La Tentación de Existir, Brevario de Podredumbre, La Caída en el Tiempo, Del Inconveniente de Haber Nacido, El Aciago Demiurgo… Algunas de sus afirmaciones: «En su mayor intimidad el hombre aspira a alcanzar la condición que tenía antes de la conciencia». «El rechazo del nacimiento, de nacer, no es otra cosa que la nostalgia de ese tiempo antes del tiempo.»
La nostalgia es una clave de la obra de Ciorán, casi toda su meditación se vuelve nostálgica desde que parte de la convicción de que por primera vez en la historia el hombre siente que su futuro peligra, que la especie se puede quedar sin mundo y sin futuro. Esa conciencia de «cataclismo universal» tal vez explique la actualidad y extensión que ha cobrado su pensamiento. Para Cioran es el hombre, ser eminentemente perverso, el causante de nuestra terrible situación: desastre ecológico, armamento nuclear, subcultura universalizada. Somos los protagonistas de la desilusión de una idea de progreso que desembocó en la arrogancia y los actuales resultados. Las «grandes sociedades» que hemos construido no son más que infiernos abominables. No sabemos cómo desembarazarnos de nuestros brillantes progresos. Ni los dioses que hemos inventado son ya capaces de frenarnos: los hemos matado para estar más cómodos en la hora de un suicidio universal.
¿Cómo se puede ya acusar a algún filósofo o pensador de pesimismo? En el peor de los casos estos no hacen más que comprobar y dar testimonio. Son otros los creadores de la pesadumbre, otros los responsables de haberla causado.
Ciorán protesta contra quienes lo acusan de decadente y de apologeta del suicidio. Comenta que recientemente un renombrado crítico de Die Welt reiteró una acusación en este sentido. Al respecto puntualizó: «Mi mejor fórmula acerca del suicidio es afirmar que sin la idea de su posibilidad yo me habría eliminado desde muy temprano. Gracias a su idea puedo tolerar cualquier cosa. Y creo que esta frase es la única positiva que he dicho en mi vida…». Ciorán jamás recomendó el suicidio, simplemente se esforzó por comprenderlo y tolerarlo, oponiéndose a la corriente judeocristiana occidental que tiende a su condena automática y a su inclusión en el catálogo de delitos y pecados. Tiene una idea y un sentimiento paganos acerca del suicidio. En varios pasajes de su obra comenta la posición de los griegos y romanos en relación a este tema. Ser dueño de su propia muerte puede ser no una derrota (menos un atentado contra el orden social) sino una potenciación de la posibilidad humana. Esta idea surge con nitidez en su ensayo Encuentros con el Suicidio (en El Aciago Demiurgo). Allí escribió: «Matarse es, de hecho, rivalizar con la muerte». «Los idiotas no se matan nunca». «Hay que estar ávido de absoluto para afrontar el suicidio». Para Ciorán es una extinción, casi en un sentido búdico, similar a la del místico que busca disolverse en el Todo. «Si este mundo emanase de un dios honorable matarse sería una audacia, una provocación sin nombre. Pero como hay todos los motivos para pensar que se trata de la obra de un infra‑dios (el mal demiurgo), no ve uno porqué tendría que preocuparse. ¿Con quien tener miramientos?» (Ciorán es de la raza de pensadores que se mueven en el marco de una rebeldía ligada siempre a una tradición religiosa. Parecen decir: «Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, entonces es indispensable acabar cuanto antes con ese dios.»)
Es un paso tal vez más lejano que la idea rilkeana de la «muerte propia». Sería una integración funcional de la muerte como parte de esa totalidad que llamamos vida. Saber que podemos comandar nuestra muerte, nos potenciaría, nos liberaría de la opresión de muchos miedos. Por efecto contrario nos proyectaría hacia la vida, Nos arrancaría de la postración de la amargura paralizante (l´amertume, palabra muy de Ciorán, que es un poco el signo de las masas neuróticas de nuestro tiempo).
París no era una fiesta.
Ciorán bebe sorbos de té de jazmín. Comemos apaciblemente en el restaurante chino. Su mirada límpida, celeste, no tiene huellas de los infiernos. Sin embargo tengo la sensación de estar ante un hombre que visitó casi todos sus hornos. Apátrida, marginado, sin una profesión útil, hizo un largo camino de soledad en esa misma ciudad que ahora lo proyecta, tardíamente, a la fama. Habla de la angustia de amaneceres imposibles. «Esos amaneceres que llegan lentamente, escurriéndose por las rendijas de la ventana». Años de alcohol, de pobreza. Tuvo que hacer propia la lengua francesa desde el rumano. Tarea difícil porque exige renunciar a libertades sintácticas que su lengua natal heredó del latín, mientras que el francés es extremadamente codificado. «En esos tiempos Sartre era para mi una pesadilla. Lo veía en su mesa del Flore, que entonces era un café barato, llenando carillas y más carillas con entusiasmo. El también aspiraba crear su «Sistema». Había como una impudicia en ese trabajo incesante…»
Imaginé que Ciorán debió haber sentido envidia y cierta frustración ante uno de esos seres que vuelan raudamente hacia la faena y el vedettismo hasta, como en este caso, transformarse en una especie de Bella otero de la filosofía de posguerra. El rechazo del vedettismo filosófico es muy definido en el caso de Ciorán. Se niega a recibir premios literarios. Recientemente un periodista del Herald Tribune indagó al respecto (Ciorán rechazó el Premio Nacional de Austria y el Roger Nimier, ambos dotados con mucho dinero). Le respondió: «Quien quiera darme dinero tiene que hacerlo extraoficialmente, como se da dinero a las prostitutas». El consternado cronista tuvo que anotar el exabrupto, tal vez sin comprender que para Ciorán es ya demasiado tarde para esos adornos. Que nadie pueda usarlo en afiliaciones o condecoraciones. Aprendió durante muchos años la amarga libertad de apátrida y del marginado y no está dispuesto a perderla ahora. Tal vez por esta convicción es que, cuando Fernando Savater (su traductor y difusor en español) le pidió una colaboración para un homenaje a Borges, Ciorán ‑en una carta memorable que ingresó sus Ensayos de Admiración‑ se niega alegando que «Para qué elogiarlo cuando ya las Universidades lo hacen? La desgracia de ser reconocido se abatió sobre Borges… Merecía mejor suerte. Merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, ser tan inapresable e impopular romo el matiz…»
El no‑filósofo.
En dichos Ensayos de Admiración no incluye ningún filósofo «importante». Se refieren más bien a poetas y literatos. Para Ciorán las verdades filosóficas que hemos podido retener en la historia del pensamiento se han ido colando de los entresijos de los prepotentes sistemas. En todo creador de un sistema se esconde un autócrata. Los sistemas filosóficos y las religiones absolutas han sido el origen de las peores carnicerías. Ciorán ha querido mantenerse al margen de los dos grandes aparatos con que se imponen las filosofías: la política y la universidad, y hasta le causaría horror ser clasificado como «filósofo».
En todo caso es hombre de la estirpe de Montaigne: «Yo mismo soy la materia de mis libros». Hay en él una pasión de autenticidad. Se resiste a toda tentación de congraciarse con el lector, de afiliarse, de quedar bien con los clasificadores de turno. Desde su convicción de fracaso universal de nuestra forma de vida, su pensar tiene el sabor de un partir de cero. Busca los ladrillos válidos en el terreno de una gran destrucción, de una poblada decadencia. Procede con la independencia de un místico especulativo y de un poeta. Es un presocrático. Un libre refundador de una abolida Ciudad filosófica. Partir de cero, como Nietzsche, significa la intemperie. Implica la creación de una lengua y la incomprensión de su época. Cada palabra tiene que surgir ligada a una verdad madurada en la intransigencia y la hondura. Cada frase, duda o aserto, debe ser una segregación. Solo así podremos reconstruirnos una válida conciencia religiosa.
Para Ciorán el mundo, nuestro mundo, ha sido creado por un demiurgo: un mediocre dios intermedio. No tuvo peor ocurrencia que «crear el hombre a su imagen y semejanza». Por lo tanto el hombre no es más que espejo de la mediocridad divina, del error .
Partiendo de esta base (de este juego pesimista con el que se entretiene para poner en evidencia las incongruencias de la cosmovisión judeocristiana), no hay dudas que Ciorán desde un comienzo de su pensar se instala en el más acerbo escepticismo.
Sin embargo, paradójicamente, en Ciorán sobrevive la nostalgia del tiempo de la creación de valores (esta nostalgia es la clásica prueba de decadentismo). Nostalgia por los tiempos obtusos, en que la fe era capaz de imponer valores con furor redentor y salvacionista.
Precisamente es por estas contradicciones, por estas nostalgias sin respuesta, por ese anarquismo nacido de la desilusión, que Ciorán es un poco el espejo de la sinceridad de nuestro tiempo. Se lo lee fuera de las universidades y de los proyectos públicos. Exige una lectura personal, privadísima, de cómplices que se confiesan. Protesta contra los dioses anémicos de nuestro judeocristianismo pero en toda su obra campea una genuina nostalgia religiosa, de místico inconfesado que no se conforma con los reflejos desteñidos de las deidades de nuestro tiempo.
Crítico de la cultura de decadencia. Moralista desilusionado. Anarquista por despecho. Sin embargo su creación nace de la lucidez de quien se replantea con todo caos crudeza y a partir del caos los temas de la política, la filosofía y la religión. Como Descartes en el comienzo de su meditación, como Nietzsche, es un privadísimo refundador que se mueve entre los caóticos escombros de valores muertos.
Vamos caminando lentamente por las calles del Barrio Latino que lo vieron en momentos tan distintos de su vida. Ciorán reconoce, casi in extremis, que la muerte, la pobreza y la enfermedad (los tradicionales leit‑motiv búdicos) están en la base de su meditación, mas bien grave y amarga. Risueñamente me cuenta: «Eso debe ser porque en los Cárpatos, donde pasé mi infancia, nuestra casa era vecina del cementerio. Yo tendría siete, ocho años e iba a jugar por allí. Me hice amigo del sepulturero, un tipo alegze que canturreaba mientras cavaba y acomodaba tibias, vértebras. Hasta era capaz de jugar a la pelota con una calavera. Todo eso tenía que marcarme para siempre…»
Ciorán era muy amigo de Michaux y recordando su muerte dice: «Lo cierto es que la muerte aparece siempre con un rostro renovadamente terrible. Éramos unos doce o catorce personas, nada más, en el crematorio del cementerio de Père Lachaise. Todos en silencio, sentados en una especie de antesala del más allá. Todos pensando, tal vez, en nuestro amigo muerto, ese extraordinario ser que había sido Michaux. Estábamos allí mientras el cuerpo ardía del otro lado de la pared. Eso debe haber durado una interminable hora. Al cabo apareció un señor alto, un bien elegido empleado de las pompas fúnebres. Ceremoniosamente como un diplomático nos fue mostrando a cada uno (con el gesto con que un refinado chef presenta un salmón) una especie de ánfora o urna donde se veían las cenizas del poeta. Henri Michaux. Eso era todo.»
Me acompaña hasta la puerta del hotel. Seguirá caminando, pensando, por sus calles. Es su costumbre.
Se le podría perfectamente aplicar lo que él escribió de Beckett: Todo verdadero escritor es un destructor que sin embargo «agrega» a la existencia, que la enriquece socavándola.