Samuel Serrano, Cuadernos Hipanoamericanos, 01/02/1999
¿Qué pretende usted con sus novelas al apoyarlas, en su mayoría, en hechos o personajes históricos?
La idea de fundamentar una novela en un hecho histórico es muy antigua y muchas novelas han sido históricas sin pretender serlo. Luego viene la crónica que enriquece enormemente toda la literatura referente a la historia pero lo que yo he querido hacer con mis novelas es una forma de narración distinta de la historia por los caminos transversales, oblicuos, escondidos que ofrecen la poesía, la filosofía, la antropología y otras ciencias que me han permitido crear un lenguaje propio para interpretar el episodio fundamental de nuestra América, ese doce de octubre de 1492 en el que se produjeron todos los malentendidos que ahora forman parte de nuestra vida y con los cuales hemos sobrevivido durante cinco siglos.
Mi propósito inicial era doble: se trataba, claro está, de una búsqueda literaria y de un modo de abordar el hecho fundamental de nuestra América; la ruptura inicial de la que nacimos y que tiene una presencia continua en nuestra vida política, social y económica. Novelas como Los perros del Paraíso, Daimón, El largo atardecer del caminante y otra que tengo en preparación que se llamará Los heraldos negros, han sido la forma que he encontrado para responder a mi búsqueda de raíces, a la explicación cultural de nuestro continente siempre enfermo, siempre quebrado, siempre adolescente, siempre dependiente de las culturas externas, incapaz de alcanzar su nacimiento desde su propia cultura.
¿Cómo es el proceso de acercamiento a sus personajes hasta el momento en que llegan a convertirse en protagonistas de sus novelas?
Un novelista no procede de una manera muy racional; hay un elemento atractivo temático que hace que un asunto destaque sobre otros; también hay personajes, momentos históricos que le preocupan, conflictos que le parece que puede desentrañar o desarrollar en sus novelas pero no hay una selección de «gran plano» como la Comedia humana de Balzac, que se hallaba perfectamente parcelada en distintos cuadros para abarcar totalmente la sociedad. Yo escribo con completa libertad, escojo mis personajes movido por mi propio sentir y, aunque es cierto que mi mayor esfuerzo literario lo he realizado en torno a la historia, no soy un escritor de temas exclusivamente históricos pues lo que más me interesa al situar mis novelas dentro de este contexto es mostrar el conflicto de las culturas y su consecuencia en nuestra vida y nuestra forma de ser.
Comencé escribiendo sobre temas de actualidad. Los bogavantes y La boca del tigre son novelas que transcurren en el París del 68 y en esa Rusia vista por los latinoamericanos que vivieron allá. Luego pasé a hablar de personajes del siglo XVI como los Reyes Católicos, Colón y los marineros y cronistas que lo acompañaron en su saga, y lo hice con plena conciencia de la simbología y del valor que tienen como representantes de la cultura occidental judeocristiana que choca con el hombre indígena americano que era un hombre cósmico, desprovisto de la idea de culpa y de progreso humano que, finalmente, lo va a desarraigar de su entorno natural, lo va a oponer a la naturaleza transformándolo a él, a los animales y a las plantas en objetos de la economía.
Los casos de Ernesto Guevara y de Eva Perón obedecen a otra intención novelística; se trata de acercarme al espíritu de estos personajes, de estos creadores de política excepcionales por su carácter y personalidad, a estos condotieros renacentistas trasplantados a nuestra época, y lo he hecho porque me gusta interpretarlos, porque su vida me sirve para expresar mi rebeldía y jugar al mismo tiempo con la historia.
Percibimos en sus personajes de corte romántico, Lope de Aguirre, Cristóbal Colón, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, etc., una nostalgia por tiempos heroicos que se han ido. ¿Cómo ve usted nuestro tiempo?
Ese impulso que anima mis novelas, que ustedes califican de romántico, obedece a un deseo de exaltar la vida, de exaltar a esos grandes personajes que, en su momento, jugaron su tiempo vital a un propósito osado, particular, transformador, al que entregaron todos sus esfuerzos. Personajes nietzscheanos, renacentistas, fundadores de política que me interesa evocar para reclamar otra dimensión de la condición humana y contraponerla a esta época que nos ha tocado en suerte.
La historia del hombre está formada por momentos divergentes de entrega, de osadía, de apatía y abulia. Éste es un momento sin héroes, sin grandeza, sin mucha ética, sin sueños, un momento de mera subsistencia al que yo intento oponer en mis novelas la perplejidad del hombre ante el hecho de existir, del hombre con su dolor y su pregunta por Dios y por la muerte pues creo que, como decían los poetas del Siglo de Oro, lo más importante de nuestra vida se encuentra en nuestro diálogo con la muerte.
¿Cómo concibe usted la historia?
La reflexión que ustedes me proponen es muy grave y para analizarla tendremos que partir de la idea tradicional occidental de que el hombre es excelente, creado a imagen y semejanza de Dios, y que la historia y el tiempo no son más que una escalinata de superaciones sucesivas con entrepisos o pequeños retrocesos que llevan siempre a una superación, idea que para mí no está vigente pues no creo en la superación del hombre por medio de la tecnología, de los objetos o de sus supuestas realizaciones.
En estos momentos de mi vida, bastante avanzada, yo pienso en un hombre que no merece elogios y que no debería arrogarse más la idea de que está hecho a imagen y semejanza de Dios. No creo que el hombre pueda distinguirse de todo lo creado, de los animales, de las plantas, ni que tenga ningún derecho a autoproclamarse el benemérito de la creación, idea sin duda peligrosa porque quita el entusiasmo del hombre por sí mismo que hizo de la historia un espectáculo bastante interesante pero, al mismo tiempo, bastante cruel. No me propongo más esa idea humanista tradicional que la literatura de Occidente conserva totalmente, que es la idea del bien, de la superación ética, de la mejoría social, pues cada vez me cuesta más ingresar en ese tema.
¿Qué opina del estilo neobarroco en la narrativa actual, no cree que en algún momento puede restarle agilidad a la novela?
Creo que el neobarroco tiene sus leyes propias y respetadas estas leyes, como en el caso de Severo Sarduy, Lezama Lima o Guimaraes Rosa, puede alcanzar su plenitud. Un estilo bien asimilado no puede arruinar a un autor, más bien es el autor el que puede arruinar un estilo.
El anacronismo y lo carnavalesco son elementos fundamentales de su narrativa. ¿Qué papel desempeñan en sus novelas?
El anacronismo y otras técnicas semejantes de la narrativa me sirven para avisar al lector que lo que él cree circunscrito solamente a un tiempo y un espacio, América en el siglo XVI, es también un episodio cultural que tiene consecuencias absolutas en la contemporaneidad, lo que indica que existe una unidad del tiempo y que el tiempo es circular y cíclico. Uso el anacronismo para destruir la idea lineal del tiempo y recordar al lector que el tiempo circular en el que creo, el tiempo de los hombres y los dioses, tiene poco que ver con el reloj y la idea de perfectibilidad del hombre occidental.
Lo carnavalesco, por su parte, proviene de una corriente legítima de la literatura que ha existido desde siempre. Ya en Rabelais encontramos una literatura donde la realidad está conjugada con un humorismo pesado, crítico, sarcástico y carnavalesco semejante al que subyace en mi literatura, elemento rayano en lo goyesco negro que yo sentí, con toda naturalidad, que me venía muy bien para narrar la amoralidad y la insolencia de la historia.
Su condición de escritor y diplomático, le ha permitido vivir en muchas ciudades. ¿Cuál de ellas cree que influyó más en su creación literaria y en cuál de ellas le gustaría vivir?
La formación de un escritor es bastante mágica. Hay una voluntad de escribir y, al mismo tiempo, una fuga continua de los pasos que exigirían una voluntad racional definida. Elegí ser diplomático y aunque los destinos que fui teniendo (París, Venecia, Moscú, etc.) fueron dictados por el azar, todos me fueron dando algo importante. Creo que cuando existe la voluntad el mundo nos dará siempre algo en cualquier lugar porque si no hubiera ido a Moscú, como ocurrió, y hubiera ido a Pekín, por ejemplo, tal vez habría escrito algo sobre Pekín.
No soy un analista de mí mismo, me dejo vivir y vivo mi vida de una forma artística, es decir, dando preeminencia al elemento estético, no muy racional, y he conservado una línea de vida dentro de la divergencia que me proponía el azar. Amo a mi ciudad, Buenos Aires, y me gustaría vivir allí aunque me cuesta mucho trabajo porque mis compromisos con la ciudad me duelen más que en otra parte. No obstante, me he sometido al azar con alegría porque creo que lo importante de viajar es que nos permite manejar la distancia frente a la realidad sin tener que embebernos en sus hechos inmediatos.
¿No cree usted que los temas históricos colocan una suerte de camisa de fuerza para el autor al circunscribirlo a un tiempo y un espacio determinados?
En novelas en que el protagonista es el personaje, como las de Evita o El Che, puede sin duda ocurrir lo que ustedes señalan porque el personaje tiene que vivir su vida ante el lector y hay que restringir las libertades filosóficas o afectivas del escritor para acercarse a su mundo tal como es y no como el escritor hubiera querido que fuera. Me parece un grave error proceder como Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, que le impuso a Eva Perón una serie de opiniones postizas que desvirtuaban su carácter real.
No obstante, existe otro tipo de novelas en las que el protagonista es el lenguaje y ahí sí que podemos manejar la palabra para dar espacio al personaje y permitirle cobrar más fuerza. La novela exige disciplina para poder conducirnos y no ir al caos total como ocurre en Terra Nostra o Cambio de piel de Carlos Fuentes, que hubieran podido ser grandes novelas y, no obstante, se encuentran arruinadas por la excesiva permisibilidad del autor que termina por convertirlas en un magma vago de diálogos e inclusiones infinitas. Los latinoamericanos somos gente de una vocación extraordinaria para la libertad y ese excesivo entusiasmo puede en la narrativa llegar a ser peligroso si no se le controla pues, como decía Valéry, «un escritor clásico no es más que un romántico que aprendió a controlarse».
¿Obedece la atención que usted presta en Los perros del paraíso a la conquista de Canarias al propósito de dar la voz al silenciado?
En efecto, Canarias fue la primera huella imperial terrible de España en el Nuevo Mundo y lo que trato de mostrar en Los perros del Paraíso, más allá de los episodios de amor que narro entre Colón y la Bobadilla, es que Canarias no es simplemente un lugar de paso entre los dos mundos sino el puente que une los dos mundos, el lugar en que se cumple la primera experiencia imperial que más tarde se reproducirá en América.
¿Podría comentarnos un poco sobre sus dos más recientes novelas?
La primera de estas novelas, Los cuadernos de Praga, trata sobre un momento poco conocido en la vida de Ernesto Guevara, como es su estadía secreta en Praga donde vivía disfrazado de un apacible señor burgués y, al mismo tiempo, tejía de manera patética y solitaria su rebeldía personal contra los poderes tanto socialistas como occidentales, estadía que, en cierto modo, viene a ser el prolegómeno de su muerte grande. Ernesto Guevara fue un hombre que, como diría Rilke, se dio una muerte grande para transformarse más en símbolo que en realidad histórica.
La segunda novela, que se titula Los heraldos negros, se refiere a la aventura de los jesuitas en el Paraguay, que es una gran aventura americana. Ya he escrito sobre el peor conquistador que es Lope de Aguirre, sobre el mejor que puede ser Álvar Núñez, sobre el descubrimiento que es el hecho central de nuestra historia, y me faltaba un poco el Espíritu Santo de esa tetralogía que sería la aventura de los jesuitas en suelo americano, los jesuitas que tratan de llevar su concepto religioso a gentes situadas en un mundo cósmico de unidad con la naturaleza y del cual los jesuitas se encontraban alejados. He tratado de escribir esta novela de la forma más sarcástica y blasfematoria posible para que la santidad de esos jesuitas emerja en toda su potencia.
¿Qué piensa usted del futuro del hombre en un mundo en el que desde ya se vaticina la muerte de la poesía?
No creo para nada en la muerte de la poesía, al menos mientras no muera el hombre. Porque mientras el hombre con su dolor, con su fantasía, con su cotidianidad, sus alegrías, sus frustraciones y esperanzas, su carga de vida y muerte, se sostenga sobre la tierra, podemos estar seguros de que se mantendrá la poesía. La poesía, y quiero aludir con ella a todos los géneros literarios y por supuesto al género bastardo de la novela, es la respuesta existencial del hombre, es su conciencia de existir. Claro que puede existir también la posibilidad de que el hombre termine por crear otro hombre, un hombre que esté a la medida de la máquina y no sea más el hombre sino probablemente una mutación, una suerte de dinosaurio que desapareció. Pero este hombre tal como está, que todavía tiene ojos, tiene piel, tiene amor, seguirá siendo el hombre poético, el que busca en la poesía la redención, la explicación de Dios y de la vida. Creo que el hombre va a prevalecer, pero su principal batalla tendrá que librarla contra sus propias maquinarias.