La Nación, 20/01/2002
¿Por qué Arlt, todavía?
En octubre de 1931 ponía el punto final a Los lanzallamas que, junto con Los siete locos, es su obra mayor. Había terminado el libro como un alucinado. El personaje, Remo Erdosain, había absorbido su existencia, se había nutrido de la angustia del autor como esas khadomas misteriosas del Tíbet que se posesionan de un ser para seguir viviendo y hasta para ejecutar ciertos designios. Terminado el libro, Arlt, en plena exaltación y con la fresca prepotencia del creador que presiente y siente que tocó esa inefable esencia que llamamos «arte», nos advierte con cierto candor agresivo: «Crearemos nuestra literatura, no conversando de literatura sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. El porvenir es triunfalmente nuestro». «…La Underwood que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora…». En las últimas páginas Arlt nos advierte que esta novela se empezó a escribir en el año 1930 y fue terminada el 22 de octubre de 1931.
Arlt, el solitario, el germano hirsuto del periodismo argentino, de la gran noche de aquel Buenos Aires perdido, había encontrado un hermano, se había fabricado un peligroso hermano que bautizó Remo Erdosain.
Arlt, el violento, el sentimental, el revolucionario peleado con su partido, el insolente con los convencionales, el husmeador del Buenos Aires sumergido. Temido y hasta rechazado por sus pares. Incapaz de ingresar en el orden burgués o en las transacciones. Incapaz de saltar hacia el suicidio o hacia el crimen (sentimientos que endosa catárticamente a su Erdosain). Nunca alcanzó a pensar que el arte puede ser goce, camino de sabiduría. Se aferró al privilegio del dolor, a cierta jactancia del sufrimiento.
¿Por qué Arlt, todavía?
Porque le confirió a la lábil literatura argentina un temblor de verdad existencial. Porque sus imperfectas narraciones no siguen el ritmo de «la realidad» sino el de sus alucinaciones. Creía por momentos que golpeaba por el lado de lo social. En realidad, sin filosofías ni estéticas, por su propia caverna de angustia, desembocó en una auténtica indagación y visión de los confines de esa condición humana condenada a preguntarse por el sentido de la vida. Ese centro de gravedad existencial no existía en nuestra prosa desde la fuerza del Facundo. Se trata de un estremecimiento, un temblor, una tensión dramática que no se sitúa exactamente en la «historia» que se cuenta ni en la convencionalidad de lo literario. El lector trama una complicidad distinta con el autor. Es un sentimiento de existencia, de rebeldía. Por este camino de exclusividad, en Arlt todo se torna universal. No es para nada «sudamericano». Es como de otra raza, de otro equinoccio. Tiene la dureza helada de la mañana de invierno de su infancia, cuando su padre, cumpliendo un atroz mandato de orden, le hacía bajar los pantalones para azotarlo.
Arlt nos dice después del epílogo: «Cuatro mil líneas fueron escritas entre fines de septiembre y el 22 de octubre (y la novela consta de 10.300 líneas)».
Hora tras hora, en la redacción de Crítica o en alguna lechería, toma notas, imagina y escribe. Y al escribir es asistido por su octavo loco: el de su escritura. Logra que su lenguaje sea su carácter. Que lo desmañado de su traje arrugado y de su chambergo aludo sean también su lenguaje. «Escribe mal», se le dijo. Horrorizaba a los del grupo de Sur y horrorizaba a esa izquierda razonable y entendida en letras que entonces, como ahora, está más cerca de la gauche diuine de Buenos Aires que de su imaginaria revolución.
Es un Buenos Aires de docks, grúas de Ansaldo (que hoy decoran Puerto Madero). Murallones con una luz mortecina al final. Potrero con perros perdidos y un caballo mancado pastando entre oxidadas latas de aceite. 1930‑1931. Tiempo importante en la vida argentina. Es la agonía del yrigoyenismo. Es el ascenso de un intento totalitario cuando «la hora de la picana» usurpa aquella «hora de la espada» del sueño fundacional de Lugones.
Sin hablar de estas cosas, Los lanzallamas es también el documento tácito de una angustia pública y política implícita. Usinas, chimeneas, elevadores portuarios y quintas suburbanas donde los rufianes bancan la revolución de un Astrólogo. El barrio íntimo de Erdosain es indudablemente Flores, donde Roberto Arlt padeció su adolescencia.
Arlt no cita tangos. Casi no usa esa palabra. Todo él y toda su obra eran tango. Y Los lanzallamas es el mayor tango de la Argentina. Tango hard. Sin teóricos radiales ni deslices sentimentales.
Hay en él un resto de pulsión pagana, de idea de otra vida, de la otra posibilidad, de esos dioses huidos de la nostalgia de Hólderlin. No puede ser complaciente con ninguno de los dos comisariados que en 1930 ya luchan por arruinar el resto del siglo: el capitalista, tecnológico‑industrial, y el comunista. Sin embargo, inscripto en este sector, su obra escapa, como su espíritu, al mandato de servilidad ideológica de estilo.
Es un aristócrata. La vida cotidiana, el aburrimiento pacífico de la normalidad y de la clase media le causan horror. Aunque peatón de amaneceres, con zapatos extenuados, es el único caballero andante de la literatura de su tiempo. El otro, de la generación anterior, es Leopoldo Lugones. Todos los demás son más o menos previsibles: escritores no amenazados de alucinación o genialidad. (Borges todavía no había llegado a El Aleph).
Elías Castelnuovo y Conrado Nalé Roxlo ‑que fue quien más lo conoció‑ me contaron las anécdotas de este cronista que dormía vestido como un eterno guerrillero urbano, siempre perseguido por el demonio de su propia ansiedad. Fabricándose utopías, queriendo descubrir valores y dolores en gente de la calle que, finalmente, lo desilusionaba. Creyendo con ingenuidad que en los caídos (ladrones, prostitutas, marginales) hay vetas de nobleza oculta.
Sin sabiduría, sin serenidad, sin redención, terminadas las «últimas cuatro mil líneas», se convertiría, sin saberlo él mismo, en un maestro de la intensidad, de la rebeldía sin respuestas fáciles. Fue como Céline y como Genet para la chatura de la previsible prosa francesa. Un creador libre, iracundo, a contracultura.
La editorial Claridad le publicó los libros para venderlos en los quioscos, «a un precio accesible al trabajador». Pronto cayó en las librerías de viejo y en la venta a granel. Tuvo un largo limbo de anaqueles polvorientos donde su rabia y su magistral y sublimada violencia esperaban. (Yo mismo lo compré en los 50, en la calle Corrientes, en un mostrador, de a peso. En el ángulo izquierdo de la tapa aparecía su foto, su rostro poderoso de Nibelungo urbano y emigrante, con su famoso mechón de pelo caído sobre los ojos). La novela argentina de su tiempo parecía una academia suburbana de artes y oficios: unos pintan, otros pulen, cincelan, edifican, testimonian, registran. Nadie da, salvo Arlt, con la voz profunda y auténtica sin la cual todo escritor fracasa. Es el tiempo de Mallea con sus caídas en lo cursi, es Marechal que dará el engolado, empalagoso Adán Buenos Aires. O Güiraldes, con ese gaucho sin fuego, apeonada imagen nostálgica, vista desde el dueño de la estancia.
Arlt nunca imaginó que sería uno de los pilares de esa novelística latinoamericana, la más importante del siglo. No tuvo trato ni con Lugones ni con Borges. (Probablemente negó a ambos desde su aristocratismo al revés y con el resentimiento de su poca formación. Con Borges compartieron el auge de crítica, pero seguramente en las esquinas opuestas de la redacción). En el panteón de esa gran novelística continental hay nichos exclusivos donde las grandes vedettes difuntas van a dejar de vez en cuando su flor de admiración. Es el rincón que Gide llamaría de «los graves». Allí están Arlt, José María Arguedas, Juan Rulfo, Graciliano Ramos y otros pocos. Deben de ser intratables entre ellos, como los Espila de Los lanzallamas, que están dos años sin dirigirse la palabra en el mismo cuarto.
Arlt no se pudo sacar de encima a Erdosain, esa khadoma se apropió de todo su ser. Tenido por raro, temido por agresivo, inhábil para que se le pueda adivinar su infinita ternura, dejó de escribir novela en los últimos diez años de su vida, cuando su rebeldía se hizo amarga y ya desilusionada, y se refugió en el periodismo y en su obra teatral.
Erdosain lo mató, finalmente, en 1942, de un ataque al corazón, a los cuarenta y dos años de su angustia. Erdosain ya tiene setenta años y está lozano y tan permanente como en 1931.