ABC, 12/02/1995
Alberto Buela es un pensador de rara cualidad en estos tiempos de silencio sustancial: se expresa con libertad y a través de caminos auténticos, que nacen a la vera de su personalidad y de su experiencia de hombre de Argentina y de Iberoamérica. Es una voz firme y decidida que resuena con originalidad y determinación en el horizonte de timidez académica que todavía frustra el pensar de Latinoamérica.
Los latinoamericanos son revolucionariamente autónomos en el campo de la poética y de la novela pero, salvo pocas excepciones, el lenguaje del pensar quedó sometido, colonializado, castrado por esa enfermedad solemne de la filosofía que es el academicismo. En el campo del ensayo y de la expresión del pensamiento abstracto no hay ningún Borges, Neruda, Guimaraes Rosa o Lezama Lima. Y por no haber sabido imponer ese lenguaje profundo, personal, que debió haber nacido pegado a nuestro ser y a nuestro destino, a nuestra idiosincrasia, se puede afirmar que la filosofía latinoamericana no existe. Ni siquiera la difundida presencia de pensadores como Xubiri, con su extraordinaria solidez constructiva, o la de Ortega, con su abundosa expresividad de sutil y profundo charlista filosófico, han servido para ablandar el acartonamiento pensante de los latinoamericanos. De aquí que la más válida reflexión sobre América provenga todavía del ensayista‑literato y de los novelistas.
Por cierto que esta anonadadora timidez no deja de afectar al pensamiento moderno de España. Ni siquiera Ortega, cuando se zambulle, deja de avanzar entre firmes andariveles «europeos»: Heidegger, Bergson, Dilthey, Simmel o Max Scheler. Unamuno es un gigante aislado. Un supremo protestante cuyo estilo de feroz independencia y la voluntad de lenguaje propio, no parece haber hecho escuela. Su mayor enseñanza (no seguida) fue su estilo propio, que era su carácter, como él mismo afirmaba. En suma: los Iberoamericanos nada hemos aprendido de nuestro admirado y tan traducido Nietzsche, cuya máxima y primera lección de filosofía fue la opción de una salvaje libertad posibilitadora, hecho que significaba la negación de su posiblemente brillante destino profesoral, el aislamiento de cartujo sin convento y la independe editorial más absoluta.
Alberto Buela es un pensador alternativo, como hoy se suele decir. Para buscar los nuevos caminos de su reflexión, arranca desde un novedoso análisis de la hispanidad. Tan novedoso que pese al fárrago acumulado en ocasión del quinto aniversario, sus consideraciones sacudirán a más de un pensador español.
En El sentido de América nos dice que Hispanoamérica en realidad esta «en contra de Occidente». Nos recuerda que la esencia de lo hispano, nuestra iberoamericanidad, es una particularidad cultural de un Occidente profundo, que por causa de la acción de los valores iluministas empezó a quedar desplazada en el panorama del Occidente posterior, el actual, el anglosajón. De modo que Hispanoamérica seria algo así como una reserva de valores larvados.
También sorprende, incluso a los hispanistas más «reaccionarios», cuando analizando nuestra historia de la Conquista y de la Colonia, nos advierte que España estaba empeñada en crear un reino y no un imperio colonial como las otras superpotencias de entonces. Desde los tiempos de los reyes católicos, el más remoto indio de las pampas era considerado súbdito de la Corona. Nunca esclavo o ente infrahumano. Pese a todos los horrores de toda historia, esta decisión humanista ‑burlada por corregidores y encomenderos está en la base del mestizaje iberoamericano.
Explica también la creación de formas democráticas anteriores y diferentes a las pensadas por la modernidad y luego sobre impuestas por los libertadores y revolucionarios antiespañoles.
En cierto modo la quiebra y la anormal adolescencia política de los latinoamericanos se explica en relación de choque entre el Occidente ibérico, por así llamarlo, y el anglosajón.
Buela no deja de señalar las contradicciones de la España actual. Piensa que tanto Latinoamérica como España conservan valores de esa occidentalidad anterior a la Revolución Mundial liberal‑democrática que los anglosajones imponen como descarado método de dominación mundial. Las Españas (incluidas las de América) se siente mal en esta hipócrita moralina sin proyección metafísica que no vacila en mandar la violencia de los marines para imponer el sistema bicameral inglés en la mágica Haití u obligar a que le presidente de Panamá jure en la base militar norteamericana.
Sin jactancia, muela afirma que «Hispanoamérica es el más occidental de los continentes». De esto se puede deducir que en la última década el pragmatismo de los políticos irrelevantes y la presión del discurso dominante, hayan desnaturalizado nuestras decisiones. España paga con una seria ruptura cultural (de calidad de vida y en cuanto al problema grave de las nacionalidades) su adhesión necesaria y entusiasta, pero que no debía haber sido excluyente, a una Unión Europea más dominada por la tiranía de los bancos centrales que por el espíritu de Carlos V. En cuanto a América Latina podemos comprobar que su actualmente tan elogiado esfuerzo de reorganización económica y de democratización formal, se ejecuta al precio de una nueva dependencia. La dependencia al «nuevo orden».
Sin negar la realidad, discretamente pero con decisión, Iberoamérica toda debe comprender que estamos en un tiempo de culturas y que nuestro Continente cultural e idiomático es nuestra riqueza y nuestro objetivo prioritario en estos años de colapso de los valores de la modernidad. Estamos ante un fin de sistema que requiere un viraje que supera el horizonte micrópolítico que tenemos a la vista.
Buela, pensador alternativo y solitario, realiza una obra insolente en el sentido estricto de este término. E invita a la insolencia en este tiempo de silencio o resignado consenso con las fuerzas que nos llevan a un entusiasta desbarrancamiento. Pronto aparecerán en España alguno de sus textos ya publicados en Buenos Aires: El sentido de América y Ensayos Iberoamericanos.
Con él y con Horacio Cagni, especialista en la obra del olvidado Spengler, animamos la revista Disenso, que mantenemos fuera de comercio y de toda publicidad; de modo que avanza raudamente por las catacumbas donde se refugia el pensar en estos tiempos de indigencia. Obviamente agota sus números editados con la mayor modestia y donde los colaboradores tienen la obligación de no escribir en jerga filosófica.
Entre los temas de nuestro tiempo la preocupación primordial va hacia España e Iberoamérica como un espacio cultura al que la política ‑y los micropoliticos‑ le vuelven la espalda, incluso en esta hora en que subrepticiamente y sin el estruendo de las guerras se crean, negocian o suprimen, reinos e imperios económicos.
Tenemos un idioma común que nos en‑patria. Nos ubica en un Continente cultural trasatlántico que seria el sueño de los franceses o alemanes o japoneses. Pero no sabemos poner en valor esta realidad. Los iberoamericanos vemos con horror esa ficción de pluriidiomaticidad de las sesiones de las Cortes de España o esa voluntad neocatalaña de considerar al Quijote como un libro extranjero ‑cuando esa industria catalana del libro vive del quijote, de su diccionario y de su pueblo de escritores consecuentes‑. Nos parece una torpeza que la defensa de un idioma o de una cultura regional tenga que enfrentarse tenga que enfrentarse o tratar de postergar la gran lengua universal ya adquirida. La coexistencia de culturas y de matices es necesaria, pero no debe subalternizarse por causa de intereses o rencores políticos menores y circunstanciales.
Por inexplicable miopía muchos españoles de diferentes regiones trabajan para echar por la borda la mayor riqueza que puede tener una comunidad de naciones: el idioma común que en nuestro caso es idioma materno y no mera lingua franca. En esto del idioma estamos ante un segundo “derroche de imperio» de esta España que supo dilapidar el imperio de Carlos V en pocas décadas.
En nuestro Disenso la reflexión de España y de América ocupa un lugar central. Parte del idioma, que es la casa común, la casa de nuestro ser iberoamericano.