Blanca Rébori, La Prensa, 16/01/2004
El escritor, abogado y actual embajador argentino en Checoslovaquia, premio Rómulo Gallegos de Literatura, acaba de publicar «La pasión según Eva», biografía de la líder del peronismo. Está basada en testimonios y documentos de políticos, amigos y parientes.
Puede decirse que la sexualidad de Eva Perón estaba en segundo término para ella?
Quienes han estado muy cerca de Evita la señalan como una mujer sin sex appeal. Muy bonita, delicada, encantadora en el sentido de que cuando quería manejar a alguien usaba especialmente la mirada. En ella había un rechazo a lo sexual, contrariamente a lo que se piensa, a lo que se escribió y lo que se dijo. Evita no vivió lo sexual como una fiesta.
¿Se vincula con esa historia del «café con leche», cuando llegó a Buenos Aires y «no tenía para comer»?
Es falsa. Evita no tuvo relaciones por el café con leche. Cuando llegó era una chiquilina flaca. La primera vez que notó que la miraban en el teatro, donde tenía una participación mínima, se puso dos medias de muselina en el pecho para impresionar un poco más. No tuvo un metejón.
¿Cómo pudo comprobar que fue así?
Testimonios de la gente. Cuando fue poderosa, antes de llegar a la política, y ya amiga de gente del poder, ella usó a los hombres y ellos la usaron. Los hombres que se acercaban a Eva no se daban cuenta que eran usados por ella. Evita vivió a ese Buenos Aires machista como una tremenda guerra de sexos. Era la ciudad de los burdeles, de la trata de blancas, del tango negro, del segundo piso ascensor, del no hay portero ni vecinos. Manejó a los hombres como a títeres, con un gran desprecio. Porque eran títeres los que se le acercaban. No se le conoció a Eva ningún metejón. Dos amigas íntimas del cine y del teatro me lo dijeron: jamás estuvo comprometida amorosamente. De Perón se enamora. Va a encontrar en él al hombre que piensa políticamente las cosas que ella, en su ignorancia, en su formación elemental, le parece que va a ser la cuerda de un cambio inimaginable.
¿No es una visión exageradamente fantasiosa?
No, no. Es lo que recojo de versiones reales. Marcos Zucker, que la conoce desde que Evita comienza en la radio, me dijo claramente que “iba a lo suyo». Es decir, a su pelea por el trabajo. Ella sabia que estaba en una guerra, que la mujer era un objeto. También los hombres, entonces, tenían que ser un objeto. Devolvía el cachetazo. Y cuando subió no tenía mucho respeto por los hombres del poder, los señorones del Ejército, los senadores, ciertos políticos. Solamente respetaba aquellos que tenían valores morales. El caso de Ramón Carrillo o el general Sosa Molina. A otros los trataba de che. O decía «tenéme un rato la estola», como hizo con un almirante famoso.
Con los hombres tenía una posición totalmente escéptica. Solamente creyó en Perón, que le revelaba el sentido del mundo. Se enamora y por el amor entra lo físico, pero sobre todo la pasión metafísica. Perón le hablaba durante horas de la política mundial en la Munich de la Costanera, por ejemplo.
¿Cómo sabe que Perón realmente la informaba tanto?
Fui amigo de Muñoz Azpiri. El escribía los libretos radiales para obras donde actuaba Evita. El fue el testigo del primer encuentro de Perón con ella. Cuando empiezan a vivir juntos en el departamento de la calle Posadas, Azpiri sale con los dos. Sabía observar. Además, vecina de ellos era una tía mía, Esmeralda Leiva, de sobrenombre jardín. Ella hizo el viaje con Eva en la campaña electoral de Perón.
Se tiraban de la escalera
Pero en definitiva, además de su ‘enamoramiento’, ¿dónde se ubica para describir al personaje?
Traté de buscar la versión distinta y humana de un ser que ha sido deformado y ha sido víctima del endiosamiento estúpido de la política, o de la vituperación imbécil de clases. Que sigue todavía. Mi libro trata de ser provocador en las dos corrientes. Primero en la línea estúpida de la santidad, que pretende hacer de Evita una santa. Y la otra es la corriente siniestra de los que odian por una cuestión de clase.
Entrevistó al confesor de Evita, Hernán Benítez. ¿Dijo algo diferente?
Más que entrevistarlo, me hice amigo. Es uno de los hombres más inteligentes del clero argentino. El conoce a Eva antes del 44. Ella lo busca a Benítez por una cuestión muy privada. Me contó cosas curiosas. En el Palacio Unzué, que era la residencia presidencial, había una gran escalera, de esas de películas, y cuando recién habían llegado, Perón y Evita corrían carreras. Se tiraban desde arriba por los dos pasamanos, a ver quién llegaba primero. Y a Benítez lo llamaban de referí. Cosas insólitas. O el embajador de España, que me contó que comían de a tres en una mesita redonda temblequeante, lugar que llamaban el comedorcito, porque odiaban el comedor grande de la residencia. Perón ponía un vino medio dulzón, tipo Nebbiolo.
¿Trastocó una imagen?
Benítez me ayudó a formar una idea de quién era Eva. ¿Quién me iba a dar una idea? ¿Chaz de Cruz, Homero Manzi, Francisco Petrone? ¿O amigos de ella, que daban opiniones interesadas? Hay mucha ramplonería en todo eso. Las inteligentes son las de Muñoz Azpiri o Benítez. Las versiones son todas anécdotas. Argentina es un país que vive en la anécdota. Estamos cada vez más en lo ramplón, chato, sensacionalista.
Era omnipotente
Después de esa documentación realista, de charla, ¿piensa que hubo una elección de su muerte?
No. Hubo un descuido. Se creía omnipotente. Cuando Ivanissevich le dice que detrás del apéndice hay algo raro, y la quiere forzar a que se revise y tienen el incidente conocido, ella cree que se va a curar sola. Tiene una concepción, de india, de curandera de Los Toldos. No cree en los medios, era inconsciente en ese sentido. Ella, en todo caso, quiere vivir. ¿Qué expiaba Eva? ¿Qué razones había para inmolarse así? Puede haber habido un terrible dolor, una gran desgarradura.
¿Tan grande el dolor como para eso?
Un ser querido perdido, un acto del que uno se arrepiente y ya no hay reparo en la vida. No lo puedo afirmar. El secreto lo pueden conocer las dos hermanas de Eva y el padre Benítez. Ni Perón lo conoció. Tiene que ver con su vida más íntima.
¿Algo que ocurrió donde nació?
Podría ser que tuviera que ver con el lugar donde nació. No hay documentos para probarlo, salvo el no tan claro viaje a Buenos Aires.
¿Usted sabe algo más de lo que cuenta en su libro?
No, puse todo con la discreción que me pidieron. Muestro los árboles y los posibles senderos. Hasta ahí mi honestidad como escritor.
¿Hay cosas suyas, particulares de Abel Posse?
No. Intenté acercarme al personaje sin la estupidez argentina de la política. Traté de estar lo más cerca posible de esta aventurera increíble. La historia de una muchachita que llega de Junín y se instala en lo más alto del mundo y se transforma en un mito mundial. Por algo. Por esa pasión que puso en una sola cosa verdadera: haber creído visceralmente lo que para Perón era la política.
¿Como legítima obsesión?
Existencialmente pienso que ella sostenía la justicia social como una religión. Hay una declaración de un suboficial, un hombre muy simple, que la asistió hasta la muerte: «Yo, la verdad, la señora murió comunista». En el fondo, ella hubiera sido una líder comunista. Por eso en la ópera rock, tan estúpida, en la que hacen surgir esteniporáncamente y sin ninguna conexión histórica, a la figura del Che Guevara junto a ella, hay algo de verdad. La verdad de la poesía, que no pasa por la verdad de la historia. Ella hubiera sido la gran amiga de Guevara, y hubiera muerto como él. Evita hubiera ido hasta el extremo. Todos sus amigos peronistas me dijeron que si en el 55 estaba Evita, se habría dado combate.
¿Más allá de Perón?
Ella hizo su camino paralelo. Perón respetaba todo lo que ella decidía en política. Intervenía, y Perón se la aguantaba. Los dos tenía una infancia muy similar. Una infancia criolla, vinculada a estancias pobres, los dos triunfaron pronto. La única casa importante que tuvieron la compró ella en el 44, antes de conocer a Perón. Ella se dio el lujo, y lo dice, de no tener necesidad de ser mantenida por un hombre.
No es casual la pareja.
No.