El Mundo, 11/04/2002
Corría el otoño de 1950 y por entonces, las cosas andaban al revés que hoy: España estaba cansada y mal, y Buenos Aires en su apogeo. Perón y Evita en la plenitud de su poder y en guerra con una deliciosa y terminal oligarquía, perfumada de cultura francesa, con sus maravillosas mujeres internacionales y sus ganaderos ilustrados. Por Callao, bajando hacia Figueroa Alcorta, los enormes estuches negros de los autos Studebaker, Packard, Nash, Buick, De Soto levantando una estela de diamantitos de llovizna iluminada. Garúa de tango. Dos o tres de esos autos son los de Evita y su custodia, otro el de José María de Areilza, conde de Motrico (llamado por Eva el embajador gitano). Los autos de Eva ponen indecorosa sirena y aceleran hacia el Palacio Unzué, residencia oficial, apenas a tres cuadras de la mansión del embajador Areilza, sobre la misma avenida Evita lo vigilaba en broma y un poco en serio. Tenían una relación agridulce que terminó amarga. (Alguien hasta imaginó que habían tenido un lirt). Por ejemplo, cuando Eva al parar veía en la vereda de la Embajada varios de aquellos autos solemnes, telefoneaba a Areilza: «Gitano, ¿quiénes son? ¿No me vas a decir que te llenaste la casa de oligarcas…?». «No, son diplomáticos…». «Entonces nada». Pero muchas veces no podía mentir y ella insistía: «Decidme los nombres de esos crápulas que tenés a comer». «No puedo, señora, son mis invitados». «Haceles tener una experiencia nueva a esos oligarcas: haceles servir un plato grande de miseria. Un plato de miseria con el escudo real de España». «Eso es lo que más querrían porque son todos ricos y todos hacen régimen, señora, es una buena idea».
Franco supo, como Borges, que el esnobismo es la pasión nacional argentina. Por eso les mandó al conde de Motrico que se metió a Buenos Aires en el bolsillo. El interlocutor, diplomático privilegiado de los Perón, era también el centro de la noche de gala de los viernes en el restaurante del Jockey Club, entonces en la calle Florida, en su sede mítica hasta que Perón ordenó incendiarla en los días de su caída.
Cuando yo escribía mi novela sobre Eva Perón, nos encontramos con Areilza en el Paso de Mariñán y recordaba estas anécdotas con una sonrisa nostálgica. «Fueron los mejores años de mi vida, incluido mi apogeo durante la Transición. Tuve la Embajada más intensa y divertida que se pudo imaginar. Desde la genial Eva hasta mis connacionales de entonces…».
Más allá de derechas y de izquierdas, con el Gobierno conservador de Ortiz, con los militares profascistas o con los Perón, en Argentina sólo había españoles, más allá de los bandos que se desangraban en la Península. España, la de siempre, la profunda, se reencontraba en Buenos Aires. Tal vez Cuba heredó el gracejo de Andalucía, pero Bilbao, La Coruña, Madrid o Barcelona se reencuentran en las calles de Buenos Aires. El epicentro era la Avenida de Mayo. De una vereda los republicanos; de la otra, los nacionales. De vez en cuando, alguna trifulca a sillazos. Pero una callada connivencia para ver a Margarita Xirgu en el Teatro Cervantes y un disimulo de los políticos ante el famoso cocido ‑puchero‑ del Hotel Español. Argentina sabía que se enriquecía cuando nombraba profesor titular, sin reválida alguna ni burocratismos gremiales, a Jiménez de Asúa o a Díaz de Guijarro.
La particularidad de la embajada de Areilza era que el domingo no era ni nacional ni rojo: era de España. Se descansaba de las imposturas. El servicio estaba libre y la casona aromaba el jardín con efluvios de fabada, de paella o de merluzas al pil‑pil a cargo de la mucama regional de turno. Fiambres, quesos. Vinos de Ribeiro, Rioja o Chacolí que Areilza recibiría de algún amigo de sus tierras de Motrico.
Domingos sin autos negros. Domingos para peatones ilustrados. Descanso laico para la gente comprometida de ambos bandos. Las investiduras públicas y las posiciones políticas estridentes quedaban a un lado. Por el portón lateral podita deslizarse Gómez de la Serna con su pipa y su barriga, el actor López lagar, alguna vez, si bajaba de Córdoba, Manuel de Falla o Juan Larrea, o Bergamín, que lo pasaba mal en Montevideo. Era como si España se adelantara a la reconciliación que sólo ocurriría 30 años después.
Del lado de la embajada, la estrella era el mítico Agustín de Foxá, agregado de prensa que, contaba sus aventuras en la Europa en guerra. Más talentoso como charlista que romo escritor. No encontraba el camino para el enorme caudal de talento que se agotaba en las sobremesas en deslumbrantes anécdotas. Pedro Ara, excelente médico, poeta que contribuía a la acción cultural de la embajada; se había especializado en el arte secreto del embalsamamiento. En esas noches, nadie podía imaginar que su tarea sublime sería eternizar el cuerpo de la vecina genial e insolente, la primera dama, cuyo cadáver sería un exiliado en todos los cementerios y lóbregos depósitos, a partir de 1955, desde que cayó Perón por la dictadura militar y hasta el consabido reencuentro de ambos, Perón y la bellísima momia, en 1974, en la Puerta de Hierro.
Había una sola condición: no nombrar a Franco ni a los Perón. Falla tal vez tocó allí algunos acordes de El amor brujo; Bergamín habrá hablado de esa música callada del toreo que él sabía ver detrás de los oropeles de la Fiesta; Ramón habrá dicho aquella greguería que citó Francisco Umbral (El murciélago es el Espíritu Santo del demonio). Las escribía cotidianamente en La Razón, el diario de los Peralta Ramos que los tenía a él y a Pittigrilli como estrellas de la ocurrencia cotidiana.
Borges, que se daba cuenta del enorme talento infértil de Ramón Gómez de la Serna, decía acertadamente que Buenos Aires le hacía mal. Lo transformaba en escritor clown, en chistoso profesional. «De tanto pensar atomizadamente para la greguería terminó con el espíritu atomizado». Se había casado con Luisa Sofovich, mucho más joven que él. Decían que la celaba tanto que a veces la encerraba con llave desde afuera cuando tenía que dar alguna conferencia y le gritaba pretextos: «¡Estuvieron robando en la casa de al lado…!» o «Mejor cierro, podría haber algún atentado antisemita».
Lo cierto es que en torno a la mesa de Areilza renacieron, más allá de las imposturas políticas que se endurecen en nosotros, los viejos prestigios del arte, del talento, del humor, del trabajo creador. Otra vez, como en el Pombo, Ramón ocupaba el centro y Bergamín lanzaba sus punzadas de sabiduría, como reviviendo la noche deI cuadro de Solana.
En esos domingos subrepticios de mucho salchichón, manchego y la generosa fuente de coñac ducal, tanto nacionales como rojos habrán sentido de llena que el otro, el del bando opuesto, es también un nosotros. Que sólo se puede odiar a muerte lo que no se conoce. Que el partidismo embrutece, desafina, nos enrola en furias falsas. Al amanecer, Rafael Alberti tal vez se iría caminando hacia su departamento en la calle Las Heras pensando (aunque ya no pudiese decirlo en ese lunes que entraba lluvioso) que sus checas asesinas o los anarquistas brutos de la CNT fueron tan asesinos como los guardias civiles asustados que fusilaron a su amigo Federico García Lorca, más por maricón que por poeta rebelde.
Después de aquella mesa sahumada de fabada, todos debieron haber sentido que la historia y sus partidismos, lealtades y moralina judeocristiana nos embrutece por igual. Que, como escribió Elsa Morante, la Historia es la suprema asesina que nos esclaviza y somete con razones que mueren con la brevedad de todo pret‑á‑porter. Es un siniestro juego de temporada (la democracia vulgar, municipal, ideológicamente retacona, tiene la verdad irrefutable que a veces dicen los enanos de Corte…).
Los ilustres fantasmones se esfumaron por la puerta lateral y cayeron en un lunes donde deberían retomar sus roles y sus investiduras de costumbre. Tardarían todavía un cuarto de siglo para aceptarse mutuamente en público.
Aquella noche de 1950 es un momento de una larga amistad. La errática y cruel Historia ahora quiere que sea Argentina la que produce exiliados y perplejos. La guerra económica globalizante nos devastó como una bomba neutrónica. España tiene una gran misión que cumplir. Más allá de las salvajes ganancias y las salvajes pérdidas, Argentina tiene que encarrilarse con Brasil y el Mercosur porque es una Europa exterior y constituyen uno de los tres polos de inversión y desarrollo del siglo que empezó.
Fanny Rubio decía recientemente en televisión que todas las teorías y conjeturas sociológicas son insuficientes entre España y Argentina. Que hay algo que se sitúa más allá del odio o del amor o que los engloba. Hay ‑afirma enigmáticamente‑ deseo. Un deseo mutuo con altibajos de peligro y delicia.
Yo no entiendo bien su intuición, pero algo de eso habrá…