La Nación, 12/08/2001
ABC, suplemento cultural, 9-15/01/2003
Cuando en 1950 se le otorgó a Faulkner el premio Nóbel, la elección pareció un maravilloso descuido escandinavo. Oficial y mundialmente se lo sacaba de su soledad y se lo proyectaba más allá de sus iniciáticos fieles no sólo de los Estados Unidos, sino de varias provincias literarias del mundo, donde su influencia entre los novelistas llegaba en algunos casos a la franca imitación.
Ante el anuncio de la Academia Sueca, los libreros de Estados Unidos debieron bajar a los depósitos donde amarilleaban los libros de William Faulkner. Había conmovido a la crítica dos décadas antes con Santuario, El sonido y la furia y Luz de agosto. Se sabía que había probado suerte como guionista en Hollywood, con alternativas más bien negativas, y que era un excéntrico, ajeno a las costumbres literarias de la época. Un granjero aristocratizante que vivía en una casona del profundo Sur.
John Dos Passos, Hemingway Erskine Caldwell, Sinclair Lewis y Thomas Wolfe (el único escritor norteamericano contemporáneo admirado por Faulkner) eran las figuras de la vida literaria del momento. La fulgurante frivolidad de Scott Fitzgerald había terminado en tragedia. Predominaban el vedetismo de Hemingway y las preocupaciones sociales, cuyo mejor expositor era Dos Passos con su simultaneísmo narrativo, que pretendía abarcar todos los estratos de la vida social de las grandes urbes. Steinbeck respondía al pensamiento «políticamente correcto» de la época.
Faulkner, el solitario, inicia su vida literaria en 1920 en Nueva Orleáns, la ciudad más francesa y latina de los Estados Unidos. La ciudad de los balcones barrocos, del jazz hondo y de los blues y spirituals salidos del alma y sonando a la vuelta de cada esquina. El cuentista Sherwood Anderson será su maestro y mentor. Faulkner es el marginal que encuentra en la literatura una expresión de resentimiento cultural y una forma de disidencia. Será de la estirpe de Carson McCullers, de Katherine Anne Porter, de Stephen Crane, de Hart Crane, del Allan Tate de la Oda a los Confederados, el último canto de la derrota del Sur ante la eficacia vacía y triunfante del universo yanqui. Es en Nueva Orleáns donde escribe su primera novela, La paga de los soldados. Cuando se la lleva a Sherwood Anderson, éste emplea una fórmula de apoyo que entre nosotros usó Conrado Nalé Roxlo; le dice al joven autor: «Con tal de que no me lo haga leer se la haré editar». Y así fue. Vendió dos mil ejemplares, lo que fue promisorio para una obra escrita y publicada en provincias. Sherwood Anderson lo habría convencido de no cultivar tan sólo, como había hecho en su primer libro, El fauno de mármol, la poesía estetizante de sus primeros años de universitario, influida por los simbolistas franceses.
Luego de un viaje breve a Nueva York, Faulkner decide volver a su Estado de Mississippi, que es uno de los más pobres, atrasados, supersticiosos, racistas y decadentes de los Estados Unidos. Desde los primeros pasos se propone escribir su Comedia humana intuyendo que en la aldea natal encontrará el universo. Al mapa del Estado de Mississippi le agregará el condado de Yoknapatawpha, una región imaginaria que lo salva de malentendidos y suspicacias, pero que además le permite poblarla de seres reales, apenas transformados en la ficción. Se instala en el pueblo de Oxford y compra una casona de aspecto nobiliario, parecida a la de sus antepasados. Faulkner era fiel a la tradición sureña y mantenía un culto por los pioneros fundadores que habían enfrentado en la Guerra de Secesión una forma cultural que nunca terminarían de aceptar. Su bisabuelo William Falkner (así era el apellido originario) fue uno de estos implacables civilizadores, de la estirpe de los Sartoris y De Spain en la novelística de su bisnieto.
En Faulkner el aristocratismo tiene una raíz de fidelidad desesperada a una forma cultural que sería aplastada por el Norte yanqui y eficiente que, por un lado, extirpaba la lacra de la esclavitud del mercantilismo desenfrenado, de la amoralidad eficientista que Faulkner describirá y plasmará magistralmente en su saga de los Snopes: El Villorrio, La ciudad y La mansión. Los Snopes sustituirán a los sureños auténticos imponiendo el separa-la-nada del american way of life en el conquistado pero no vencido Sur.
Como bien supieron verlo Malraux y Camus, sus grandes introductores europeos, Faulkner enalteció el género bastardo de la novela con un hálito de tragedia griega. Sus personajes de Mientras agonizo, El sonido y la furia y ¡Absalór, Absalón! están movidos, más allá de las anécdotas y peripecias, por «la realidad», por una fuerza ineluctable y callada, superior a la voluntad y la razón humanas. Ya no se trata de personajes creados desde las razones psicológicas o sociales del autor. Se trata del espectáculo trágico de la vida, más allá de las categorías racionales con que pretendemos explicarla o medirla.
El drama del incesto en Absalón…, la búsqueda confiada y tenaz en Luz de agosto de Lena Grove, que no encontrará precisamente al padre del hijo que lleva en el vientre, o Christmas, el negro que terminará linchado y castrado y que al expirar comprende que la atroz sentencia estaba dictada desde el día de su nacimiento, sin que mediara necesidad de crimen alguno para justificarla, ilustran esa visión trágica de la vida.
En soledad, con absoluta autenticidad sin cálculos ante los convencionalismos literarios de su tiempo, Faulkner fue plasmando su visión del profundo Sur con un estilo en el que la fantasía y lo real, lo real y lo mágico prenunciaban la posterior eclosión de la narrativa latinoamericana, el movimiento novelístico más importante del siglo XX, cuyos protagonistas vieron y sintieron en Faulkner a un hermano mayor.
Verdadera decepción para los cuestionarios de los críticos, Faulkner no supo definir sus admiraciones ni sus deudas literarias. No tenía testigos: todo lo había pergeñado en su granja, en una casi absoluta soledad, sin frecuentar ningún ámbito de la llamada vida literaria. Sartre, en ¿Qué es la literatura? lo presenta como ejemplo del escritor norteamericano (de entonces) que siempre es un hombre que nada tiene que ver con lo que se reconoce en Europa como un intelectual. Sus amigos en la aldea de Oxford, que nada tiene que ver con la Universidad, hablan de caballos, de unturas cicatrizantes, del precio del algodón, de aventuras de caza cuando llega el otoño. Son grandes bebedores de bourbon que con inmensa sorpresa abrirán una mañana el diario y se enterarán de que el vecino de Rowan Oak, que tiene la manía de escribir, se ha ganado el premio Nóbel.
Reconcentrado, un tanto hosco, irónico, a Faulkner le gustaba permanecer en su silencio. No se le conocían otros amigos que los de su provincia. En la casa de Rowan Oak, que pagó a costa de sus sufrimientos como guionista en Hollywood, invitaba a sus amigos de siempre. Criaba algunos caballos que hacía competir en las reuniones de gentlemen y riders. Se casó con Estelle Odham, que era mayor que él y que tenía dos hijos de su primer esposo fallecido. Era una sureña puritana que ‑se dice‑ frustraba algunos intentos de Faulkner de dar más espacio en sus obras a la vida erótica de sus personajes. Todo indica que Faulkner fue más bien un hombre para cualquier escritor de aquellos años. Cuando abandonó Hollywood con el consenso de la Warner Brothers, que lo liberó de los contratos, ganaba entre doscientos y trescientos dólares por semana. Se sabe que escribía guiones con gran facilidad, pero que generalmente no se filmaban. Los biógrafos destacan como de su total autoría la adaptación de El gran sueño y Tener y no tener.
Faulkner nunca aceptó que debía escribir «pensando en un público de doce años de edad mental». Intentó un film biográfico sobre Charles de Gaulle, The De Gaulle Story, pero la Warner no se decidió por un héroe refinado y tan poco pro norteamericano. Según el crítico Herbert Mitgang, que se ocupó del Faulkner guionista, la pericia creativa del escritor en este campo alcanzó su mejor expresión en Ahogado rural, que no se filmó.
Fue un tiempo, el de Hollywood, de frustraciones y de alcoholismo. Por suerte para él y para la literatura, en octubre de 1945, negoció la liberación de ese mundo donde fabricar sueños en serie puede ser la peor pesadilla de un escritor sensible. Tenía bastante dinero para comprarse sus caballos y terminar la casona de Rowan Oak. Había consolidado su refugio de creación con el dinero del universo yanqui, con el dinero de los patanes de la subcultura, los Snopes.
Es posible que el alcohol haya sido un elemento muy importante en su «desarreglo de todos los sentidos» y en la creación de su originalísimo lenguaje, donde el poeta frustrado que había en él y que un día decidió no intentar más expresarse en poesía se rescató en una prosa inundada de libertades poéticas.
Ese lenguaje con alternancias de barroquismo y precisiones de cruel realismo, con vuelos románticos como en Absalón… o en «Una rosa para Emily», o capaz de la seca descripción de la agonía y el entierro de la señora Bundren en Mientras agonizo estuvo cargado siempre de efectos múltiples. Nadie supo aprovechar, mejor que William Faulkner la quiebra que infligió Joyce a la pesadez de la narrativa tradicional.
El encanto de sus giros, adjetivos, observaciones, detalles, perífrasis y retóricas controladas le ocasionó una cantidad de imitadores. El Macondo de García Márquez es un Yoknapatawpha tropical. Onetti, en Para esta noche y Los adioses (y en la fundación de la metafísica Santa María), será su seguidor rioplatense más destacado y evidente. En los años cincuenta y sesenta Faulkner invadió las cuartillas de muchos sudamericanos, españoles e italianos.
Hace ya cincuenta años (y apenas a cinco años del bombardeo de Hiroshima, de Dresde y la evidencia de Auschwitz, y después de la violación de Temple Drake y de la infamia de los Snopes), al recibir su premio Nóbel en Estocolmo, William Faulkner, increíblemente tenaz y optimista después de su largo viaje por el universo de desesperación y de dostoievskiana caída de la condición humana, lanzará este mensaje de obstinada insistencia: «Creo que el hombre no sólo resistirá, también prevalecerá. Es inmortal no sólo porque entre todas las criaturas sea el único que tiene una voz inagotable, sino porque posee un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y entereza».