ABC, 12/10/1990
La Nación, 15/10/90
Avanzaban por territorios imposibles. Todavía no se sabe cómo pudieron ni qué fuerza los recorría. Soportaron lo imposible. Ganaron mucho menos que lo que dejaron, la salud, generalmente la vida. Transformaban la fe en su Dios católico en voluntad, sus oscuras culpas en demonios que había que atravesar a lanzazos como hizo San Jorge con el mítico dragón.
Iban acosados por caries, reumas marítimos, melancolías de amor lejano, hongos, mosquitos, flechazos mal cicatrizados, rencores de sentina. Pasaban de las delicias de los mariscos, papayas y langostas caribeñas (el mejor maná que ofrece la no siempre generosa despensa del Señor) a la dieta desesperada del aventurero: gramíneas, gusanos, pájaros crudos, pedazos de cuero hervidos, a veces hasta de botas de muertos. La crónica registra estos atroces banquetes.
Seres estrictamente nietzscheanos, todo lo que no los mataba los hacía más fuertes. No se detenían a pensar que cada día era una hazaña y casi seguramente el último.
La nueva belleza
Más paganos que cristianos, sabían extasiarse con la belleza de esa tierra nueva. En estos paisajes encontraban la confirmación de Dios: Alvar Nuñez se arrodilla y ordena misa ante la belleza sin par de las caídas del lguazú.
Cultivaban el ya casi perdido lujo del puro coraje. Cruzaban paisajes lunares como el del Altiplano, o atravesaban las cordilleras más altas por el paso imposible; entre dos puntos no conocían más que la línea recta. Se esperaban años en acimutes imposibles. No se abandonaba al amigo.
La mayoría de estos héroes inconscientes de ser hazañosos cayó en el olvido. Sus nombres están en folios olvidados entre los millones de documentos del Archivo de Indias. A veces ni eso, porque el rol de tropa cayó por el abismo o se lo llevó un golpe de ola. Otros figuran para siempre en la eternidad de la aventura: Cortés, los Pizarro, Ayolas, Irala, Ponce de León, Valdivia, Cabrera, Garay, Lerma.
Eran recóndita y metafísicamente fieles a Penélopes que los esperarían quince o veinte años sin dudas matrimoniales. Previudas que iban de negro a la misa cotidiana en Trujillo, Ubeda, Vitoria, Lugo, Albacete o Sevilla. Algunos regresarían y les parecería más normal volver a ocupar su lugar en la cabecera de la mesa como si nada.
Eran primarios en las cosas del querer. Sentían que más allá de la violación todo se volvía infidelidad para con la amada lejana o mariconería de francés.
Los iberos funcionaron como un verdadero banco reproductor. Entre tantas violencias y efusiones hay que incluir la de haber creado toda una etnia mestiza. Alberto Salas describió como nadie este proceso sin amor en «Crónica florida del mestizaje de Indias».
A diferencia de otros imperialismos europeos, los españoles despreciaron las almas de los aborígenes por razones teológicas, pero no los cuerpos (con sensatez se adelantaron a los concilios y declararon de facto que las indias eran humanísimas). España fue el único imperio moderno que no se avergonzó ni condenó el mestizaje. El conquistador se casó a veces con indias nobles. El inglés o el holandés, en comparación, se avergonzaba de manifestar amor o deseo por las aborígenes. Eran racistas. Llegaron a matar, desconocer u ocultar su descendencia mestiza.
Hoy hay más gallegos en la Argentina que en toda Galicia y más canarios en Venezuela que en las mismas Canarias.
Aventura trascendente
El llamado Descubrimiento (más bien un descomunal «encontrazo») fue el episodio mayor de este Occidente desde el nacimiento de Cristo. Hasta entonces había sido una civilización eurocérica, un islote cultural rodeado de tierras u océanos ignotos o míticos. Fue una grandiosa aventura humana que lanzó a Europa al Renacimiento y que hizo pasar al mundo de la parcela regional a la universalidad.
Una España medieval y triste fue sacudida por dos adolescentes terrible y geniales, Isabel y Fernando (18 y 17 años, respectivamente), yo por un genovés en el que el místico se codeaba con el arribista desclasado. Desde España, lanzaron el mundo a su Renacimiento.
El Descubrimiento fue apenas un momento de esplendor. El cubrimiento de América, en cambio, ocupo los siglos coloniales. España/Europa no pudo reconocer que se había topado con civilizaciones, con formas de vida complejas y avanzadas, que hacía que el Cuzco y México fueran metrópolis incomparables con aquella Sevilla barrosa, con 150.000 habitantes. Civilizaciones que conocían las matemáticas, el cero, la astronomía, la previsión social (como en el caso de los incas). Los europeos descalificaron desde su visión monoteísta lo que no comprendían. A la hecatombe de dioses ‑el teocidio‑ siguió la desaparición de las etnias locales. Como todo imperio, trató de imponer sus propias formas como las únicas válidas. Hecho que también habían cometido los aztecas con los tlaxcaltecas y los incas con los chancas.
Generosos a su modo, los iberos extendieron una prodigiosa administración con democráticos cabildos; viajaron a través de las selvas misioneras para llevar una imprenta o en el páramo inauguraron universidades antes que existieran en ciudades europeas que eran tenidas por importantes.
Nadie puede vengarse del pasado, afirmaba Heidegger. Debemos comprender que la historia en la dialéctica de los horrores y las nobles hazañas. Sólo nos cabe partir con realismo, contabilizando lo positivo y abandonando los resentimientos.
Cada 12 de octubre nos invita a redescubrir América y la hispanidad. Somos el campo de una gran posibilidad. Somos una cultura, un estilo, una idiosincrasia. Esperamos los estadistas que sepan poner en valor estos dones.
Ante la crisis de la sociedad tecnológica‑industrial, ante el desamparo de macrosociedades cuyo poderío es material y su vacío humano, lberoamérica se yergue como una posibilidad de humanismo todavía vigente, como la alternativa de un aporte de calidad de vida que nos puede reconducir de los desiertos que está creando el mal llamado progreso.
Nuestra dificultad mayor no es el mal llamado subdesarrollo grave es ‑y en esto incluyo a la misma España‑ que todavía no creemos en nosotros mismos y en nuestra extraordinaria riqueza humana.