Ponencia leída el 9/11/2017 en la Academia Argentina de Letras en el marco de una sesión extraordinaria de homenaje a Lugones
Sus tiempos fueron malos para vivir, como son todos los tiempos para todos los hombres. Nos vamos generalmente con mala opinión de la vida. Lugones, que era orgulloso y más bien pagano, prefirió acortar el camino, en aquél viernes de 1938. El suicidio es una discrepancia con los tiempos de Dios. Es una imperiosa y corajuda impaciencia.
A veces, en el grupo de literatos que se recrea en cada generación, suelen aparecer los raros, los distinguidos. Son aquellos que superan el orden común y previsible de su tiempo. Los que a partir de los caminos mayores del lenguaje, se proyectan hacia una visión de arte y de vida superior. Son seres “fundacionales”, en el orden estético y aún más allá: se arriesgan y aportan lo diferente. Hurgan tras la huella de los dioses que aún no se revelan.
De hombres de esta especie, como Tolstoi y Pushkin, se dice en Rusia que fueron “almas grandes”. Pertenecen a una jerarquía distinta de los escritores comunes, los que hacen su carrera literaria, por caminos generales. Es una estirpe que sostiene y revitaliza todo el edificio cultural de su época, saltando sobre la decadencia o la monotonía espiritual. Podemos ejemplificar con los nombres de Victor Hugo, Rimbaud, Whitman, Hölderlin, Unamuno o Nietzsche. Entre nosotros, desde los comienzos del siglo XX, en nuestra bucólica provincia literaria hispánica, le tocó a Lugones ese duro destino de honor y grandeza. Desde sus primeros poemas le fueron negadas las comodidades de la mediocridad o la complacencia.
Partió de un formidable don de creatividad poética que lo ubicó junto a Darío en la cúspide de recreación idiomática, aquél modernismo finisecular. Luego eleva su voz hasta la dimensión de canto fundacional de la aventura argentina. La coronación de una voluntad de ser que había arrancado un país pujante de aquellos desiertos de los confines de Occidente, como escribiera Canal Feijóo. Parece un milagro (algo así como la iluminación pagana de Rimbaud a los 17 años) que Lugones haya desplegado a sus 23 años, vividos en pueblos donde la Patria se codeaba con el desierto, una literatura con el increíble esplendor y majestad de Las montañas del oro.
El joven maduró en aquellos desiertos norteños palabras de revelación: La visión “del gran Ser cósmico”. “Anegar las tinieblas en un vasto alborozo”. “Dios es un viejo monarca que agoniza en la inmensa desolación de su arca”. ”El poeta es el astro de su propio destierro”. Pero “¡Un poeta! es preciso, Dios no trabaja en vano”. ”El trueno, el mar, el viento. Yo escuché esas tres grandes voces”. “Nadie alzaba los ojos para mirar las convulsiones de las locas estrellas. Nadie les preguntaba su divino secreto. Nadie seguía el curso sangriento de sus rastros… Y decidí ponerme de parte de los astros”. (Lugones, a los 23 años, 1887. La voz contra la roca.) .
Más allá de su poder metafísico y de su inefable don poético, Lugones se sintió convocado a cantar esa Argentina que nacía pujante, heterogénea, cosmopolita y cuyo gran destino debía ser acompañado por cantos como los de Whitman o el de Virgilio en su Eneida y en la Geórgicas, nada menos.
Ni Sarmiento ni José Hernández se habían sentido escritores mayores o, siquiera, profesionales. Se sentían más bien políticos. Lugones se asume plena y totalmente como poeta, e igual que ellos. Y será poeta de acción, sea en el campo de la transformación estética como en el de la filosofía y el comportamiento político, así pasa al siglo XX y quebrará los lenguajes recurridos con su revolución: el Lunario sentimental.
Estamos bajo la eclosión de Lugones en su poiesis literaria y político-nacional. Un viento de amor patrio invade sus obras, las Odas Seculares (1910) y luego en Poemas solariegos y Romances del Río Seco.
Lugones sabe que sin poesía ni fantasía, no hay grandeza. En su fuerza poética recoge el impulso creador de Sarmiento (el Educador) y de Roca (el organizador político).
En los poemas, en sus Odas, Lugones se deja inundar por el espíritu de la tierra patria. Anota lo mínimo, los personajes de aquél país fresco, naciente, confiado en una grandeza fundada en el trabajo. El “ruso” sobreviviente del pogrom que va en su sulky al pueblo seguido de su perro fiel. El “papelito” de las mariposas en el campo de alfalfa y la casita del hornero… El trueno que rueda su peñón en la tormenta de verano. “Y entonces fue una dicha/ Renacida en las eras laboriosas”. Su Argentina será el “Corcel azul de la eterna aventura”.
Lugones nombra a su Argentina y la produce. La palabra poética devela y crea.
Para ser poeta hay que afrontar la desvergüenza de lo grande. Sus versos irán desde lo mínimo hasta el canto fundador. Como Neruda, Lugones será excesivo. A ambos les sobran versos, pero también una convicción de totalidad de lo poético. Ambos viven para nombrar el mundo desde lo mínimo a lo cósmico. Ambos son paganos. Neruda se ata esforzándose en la ortodoxia de una ideología. Lugones es un heterodoxo terminal: sucumbirá episódicamente al anarquismo, al socialismo, al democratismo wilsoniano, al irigoyenismo, en el fascismo mussoliniano ve un rescate de la raíz grecolatina sepultada en nuestro Occidente por el judeocristianismo y la tecnocracia capitalista.
Canta la grandeza de la Patria, pero se va quedando solo.
Borges, su incondicional admirador, lo despedirá en su muerte con su mayor elogio: Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es la verdad y es decir muy poco. Muerto, debe ser sólo juzgado por su obra más alta. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.
Hay en Borges un dejo de culpa porque alguna vez se adhirió al alegre coro de escritores porteños, que aislaron y hasta se burlaron de Lugones por sus incorrecciones políticas y por una personalidad poética, hosca, orgullosa, hidalga.
Lugones frecuenta los avances de Einstein y de Heisenberg. Traduce como puede griegos y latinos, lee a Nietzsche. Cultiva con permanencia el pensamiento de la Tradición. Desde la Doctrina Secreta de la señora Blavatsky hasta proclamar en aquellos tiempos de laicismo superficial: ¡Queremos religión, queremos que se nos ofrezca el Absoluto! Canal Feijóo comprende que Lugones es hombre de abismos, escribe sobre su “Erotismo-Teosofismo-Telurismo”.
¿Quién podría comprender su tormenta espiritual en ese país que desde Alvear se transformaba en una republiqueta con hedonismo de tenderos y de ganaderos aristocratizantes?
Lugones intuyó la enfermedad de los argentinos y su intento de democracia para perpetuar la hipócrita venalidad y esa mediocridad que llega hasta nuestros días. Aquellos inmigrantes laboriosos y los criollos dignos de las Odas Seculares le parecían ya lejanos.
Acusaron a Lugones descalificándolo políticamente (y por arrastre, en su grandeza poética). Aquellos que en los 30 adoraban a Stalin, se esforzaban en no creer en el totalitarismo del Gulag y en las torturas de la Lubianka durante los procesos de 1937. Hoy, los mismos asesinos, o cómplices que apoyaron la lucha armada terrorista, se erigen en maestros de democracia y de derechos humanos, y siguen excomulgando a Lugones que creyó en la ética y en la grandeza del soldado. La hipocresía se repite desde ayer a nuestros días.
Lugones, como Mishima décadas después, creyó en una heroica rebelión contra la sociedad de los mercaderes adueñados del poder tecnológico. Frente a esta realidad ambos soñaron en el retorno del espíritu guerrero. En 1924, en el festejo del centenario de la batalla de Ayacucho, Lugones como describiendo el futuro inmediato, proclamó: Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada.
Sentía en la formación y en la disciplina militar la sistematización del espíritu de sacrificio, la “religión de la Patria”.
En un pueblo que se aplastaba en la seudodemocracia de los privilegiados de turno, creía poder reinstalar el sentido del heroísmo y la ética del dios de la Patria. Precisamente ponía a la Nación por encima de las democracias del puesto público o de las ideologías. Para Lugones la democracia era anestesia, como una eterna vuelta del perro por el pueblo de la vida.
Su exaltación patriótica llega al extremo de exclamar ante los estudiantes de Córdoba ¡Áma! ¡Arriésgate, pelígra! Como Hölderlin, el mayor poeta alemán, no vacila en un llamado homérico ante los estudiantes de la casta Córdoba de la larga siesta: “¡Los dioses no han muerto y van a volver! El renacimiento pagano de las últimas décadas constituye una indicación trascendental. ¡Sentimiento y razón! Todo me indica que aquella cosa pagana puede ser también la cosa argentina.”
Ante el estupor y la ironía de mercaderes y mediocres, tanto Mishima como Lugones, se suicidaron.
Lugones nunca se tuvo que preguntar ¿Para qué ser poeta en tiempos de penuria? como escribió Hölderlin en su gran elegía Pan y Vino, cuando ya se precipitaba en cuatro décadas de locura.
Lugones supo desde su comienzo que la vida no da lugar a beneficio de inventario y es abismo y también armonía y goce.
Hölderlin responde así a la pregunta sobre el ser poeta: “Poetas son los mortales que merodean la huella de los dioses que han huido para poder refundar el tiempo y el hábitat de otra amenazada época de felicidad. O al menos de armonía, como la de aquellos días solariegos…”