ABC Cultural, 26/10/2002
En nuestra Iberoamérica la muerte de los grandes escritores suele ser seguida por una escandalosa, impúdica, guerra de viudas. Fue el caso de Vallejo o, más recientemente, el de Cortázar, cuyas sucesivas viudas se superpusieron peligrosamente en el cementerio de Montparnasse, creando cortejos paralelos. El caso se agrava con las figuras de fuerte vida erótica o sentimental.
El caso de Borges es original como su estilo. Fue todo lo contrario de un homme á femmes. Era tan ciego en amor como en política (sólo con María Kodama fue tardía y plenamente feliz). Sin embargo, a diez años de su muerte las viudas se revuelven en un verdadero noeud de vipères.
Es una lucha que suele oponer los sutiles criterios de legalidad y legitimidad. (¿La libreta de casamiento? ¿La legalidad del corazón, de la secretaría literaria, del entrepiernas?) No hay tribunal que deslinde semejante matete de valores contrapuestos. Al final, en el punto legal‑económico de derechos, suele ser Carmen Balcells, la gran agente literaria internacional, quien con su inmensa autoridad dictaminará cuál es la viuda número uno: La viuda ungida se verá asesiada por las otras doblemente enardecidas y vengativas.
En el caso de Borges se produce el efecto típicamente borgiano de hacer surgir viudas que su tímida carne no vivió. Se comprende que un genio tan literario hasta haya engendrado una viuda de papel, una viuda in octavo. Esta señora sugiere camas imaginarias y sábanas metafísicas. Camas que sólo existirían en Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, el mundo transrreal que Borges inventara con su amigo Mastronardi.
Estela Canto, verdadera escritora y autora del libro que mejor expone los límites del gran Borges, confiesa que después de años el acto más íntimo que logró con él fue afeitarlo en la estancia de Bioy Casares. Esto enfureció a las viudas restantes: tenía el sabor de verdad absoluta, de meta‑coito borgeano.