La Nación– 3/04/2005
Murió un grande. Y parecería que en el mundo crece el desierto. En un tiempo de decadencia y pérdida de valores, el papa Wojtyla significaba la altura de una dimensión espiritual.
En ese Occidente de meros ciudadanos y de consumidores (en el mejor de los casos), la Iglesia de estos últimos 26 años recordó y afirmó esa dimensión imprescindible. El Papa afirmó con su lucha y su conducta teológica la misma preocupación que expresó Malreaux cuando dijo que «el siglo XXI será religioso o no será». O retomamos una idea del hombre como persona y no como mero ente político u homo economicus o, en caso contrario, naufragaremos en una sociedad directamente inhumana.
El Papa que se fue vivió la experiencia de todos errores, horrores y dolores de nuestra época. Vio a su país y a su Iglesia arrasados por el nazismo y luego liberados por el stalinismo. Padeció en el alma de su pueblo estos atroces avatares. Y desde la caída del muro de Berlín (se puede decir que fue el picapedrero mayor de esa ignominia) se encontró no con una apertura espiritual sino con un sonriente Leviatán: el de la sociedad moderna, consumista, tecnolátrica, con un hedonismo fácil y demoníacamente atractivo.
Se lo acusó de reaccionario y de ultraconservador. Pero no era de los flojos que aplauden las novedades o las modas. Su bastión teológico estaba muy consolidado como para ceder a supuestas liberaciones que agudizaban la caída en el nihilismo y en una decadencia que arrastraba las nociones fundadoras del Occidente cristiano.
Otra Iglesia, otro papa podrán interpretar en modo distinto o renovador la palabra evangélica. Pero él fue coherente con su espíritu y con sus más hondas convicciones para afirmar inexorablemente la valencia de la vida, para negarse a la institucionalización del aborto, para rechazar la inclinación a una biotecnología que acercaría nuestro mundo al sueño de Mengele en sus siniestros laboratorios de «mutación biológica».
Wojtyla desaparece como esos papas fundadores que antepusieron la verdad evangélica a toda tentación temporal. Fue un teólogo en acción. Pero también demostró ser de la estirpe de esos papas guerreros del Renacimiento, como Julio II (della Rovere). En el plano de la temporalidad, su acción en Polonia hasta lograr quebrar el poderío soviético fue definitoria de su carácter y de su tenacidad personal.
Murió un grande. Un alma grande, como diría Tolstoi. Murió de pie, casi con la tiara puesta. Se permitió el lujo de que no podamos recordarlo en el entorno típico de eso que Rilke llamaba «la muerte de los médicos». Inmóvil, cerrado sobre su intimidad, se fue entregando a su muerte propia, intransferible, como la etapa tal vez más intensa de una gran vida.
El vicario de Cristo muere y al morir se cumple en él el renovado misterio de la muerte del Mesías. Cristo muere en él, pero es un breve eclipse entre el jueves y el sábado de gloria: el Cónclave nos dirá habemus papam y Cristo renacerá como en la crónica evangélica, otra vez entre todos nosotros.