La Nación– 13/04/1975
Heidegger destinó un famoso ensayo a Rainer Maria Rilke titulado ¿Para qué ser poeta?. Allí analiza el tema muy curioso, y poco conocido, de Lo Abierto.
Rilke habría tenido una revelación poética del tema durante su primer viaje por Rusia en compañía de Lou Andreas Salomé. Desde la ventanilla del tren vieron un caballo que en un prado se esforzaba por tomar carrera pese a estar maneado. Esa imagen se transformaría en un leit motiv interior del poeta. Sintetizaba la voluntad del animal de ser en el tiempo y en el espacio, sin barreras, dado, volcado a un mundo abierto. (El término correspondiente en alemán es Das Offene, que tiene tradición literaria pues lo emplea con sentido parecido Hölderlin en la gran elegía Pan y vino).
En aquél animal mortificado Rilke vio el impulso de estar en el mundo. El animal está en la realidad sin la traba de la conciencia separadora. Dice Rilke en la Octava Elegía de Duino que el animal libre tiene atrás su muerte y avanza siempre en la eternidad, como en el fluir de una fuente. Los humanos en cambio, no estamos en, sino que estamos ante. La dimensión conciencial es determinante. Rara vez somos actores plenamente entregados a nuestras vivencias. Nos contemplamos, nos “espectamos”. Somos nuestro ser y nuestra conciencia de ser.
Conciencia del límite espacial y temporal. Nos sabemos en un espacio y en el tiempo. Nos cuesta abandonarnos a un presente que esté proyectado, determinado, por un concepto de pasado o futuro.
Nuestra conciencia es nuestra distinción, nuestra separación del reino animal. Pero también nuestra condena. Rimbaud sabía que no vivimos, sino que nos pensamos. (En su precoz genialidad, a los diecisiete años pudo dictaminar: “La verdadera vida está ausente. No estamos en el mundo”.).
Sólo en pocos momentos de su existencia el hombre es en el mundo, momentáneamente liberado de su conciencia. Eso ocurre en la fantasía de la infancia, en la experiencia del amor erótico, en la alineación del alcohol, de las drogas, en el éxtasis de la mística.
Y son justamente los poetas y los místicos quienes a lo largo de la cultura de Occidente se constituyeron en los nostálgicos de la Unidad, verdaderos buscadores del Paraíso perdido. San Juan de la Cruz, Rimbaud, los poetas chinos, Nietzsche o Hölderlin, forman con muchos otros una secta que se rebela contra la “perversión metafísica de Occidente”, que para Heidegger empieza a partir de Platón y culmina con la dominación del pensamiento judeocristiano y del racionalismo.
Hölderlin llamó a esa raza “los guardianes de la mayor posibilidad”, “los supremos sacerdotes del dios del vino durante la noche sagrada”.
Para los de esta selecta secta (las dos palabras se equivalen), sin una mutación de nuestra cultura y de nuestro estilo de vida profunda, sin un cambio que nos ubique en Lo Abierto, toda modificación, progreso o revolución, por prestigioso que parezca, permanecerá cautivo en ese límite primordial. Los sucesivos cambios históricos no son más que traslaciones de muebles en la misma celda.
Nuestra historia es más bien una huida de ese retorno al estar. No queremos estar y menos aun estar en paz. Aunque declaremos lo contrario. Porque la mutación hacia Lo Abierto requeriría una especie de itinerario místico, pero no hacia un dios huidizo o hacia un más allá inescrutable, sino hacia lo real. El ser en sí de la realidad. (El crítico Angelloz calificó a Rilke como “el heraldo de la realidad”). Franz Josef Brecht, explica por qué “la trascendencia ha sido absorbida en la inmanencia, pero de modo tal que la inmanencia subsiste en toda su dureza aunque conservando la cualidad trascendental”. Hay una religión que busca el mundo, el ser, lo real, el cuerpo.