Uno Más Uno, 29/04/1989
EI bar de Hemingway en el puerto, la Marina Hemingway, el famoso Floridita, el Museo Hemingway, la Bodeguita del Medio. Parecería que en Cuba hay un culto reiterado del escritor estadounidense. Hay toda una topografía. Lo pude comprobar hace pocas semanas cuando visité Cuba invitado por el Congreso de escritores y artistas.
Predominan los lugares de pesca, tan queridos por el escritor. Es evidente el interés de explotación turística de los lugares y la solaridad que conlleva lo más exterior de la figura de Hemingway. Cuba necesita divisas y organiza con éxito y eficacia un intenso turismo desde Europa y la América. Por un precio muy inferior al internacionalmente vigente se puede gozar del Caribe, de las aventuras piscatorias y de las extraordinarias playas de Varadero y de La Habana.
El «universo Hemingway» aparece por todos lados.
Se conserva intacta la casa que el escritor compró en San Francisco, a unos kilómetros de La Habana, entre palmeras, ceibas y bananeros. Los cubanos la cuidan como un verdadero santuario turístico. Es una pena que no hayan hecho el mismo esfuerzo para conservar los muebles y los libros de ese escritor cien veces superior que fue José Lezama Lima, aunque se conserva su casa en la calle Trocadero 180 de La Habana Vieja, donde funciona una biblioteca. En cambio la rasa donde Carpentier situó ciertos deliciosos pasajes de El siglo de las luces, ha sido reconstituida con notable buen gusto‑y funciona allí la Fundación Alejo Carpentier.
Estando en Cuba pensé que había pasado algo muy extraño en la personalidad y el espíritu de Ernest Hemingway. Siempre me había parecido un personaje ambiguo con su exterioridad de cazador africano, sus publicitadas pescas, sus sucesivos divorcios, su participación como guerrero improvisado en acciones de retaguardia que terminaron en novelas olvidables. Hasta dudé que entendiera algo de toros luna vez lo indagué a Antonio Ordóñez y me contestó con una simpática evasiva).
Hemingway siempre me resultó como un falso machote, de esos que lucen pistolones de hojalata.
Lo bueno de su obra está sepultado por novelones envejecidos y pobres como Adiós a las armas o el atroz: Del otro lado del río y entre los árboles. Sí, son tan malas que el cine las mejoró y hasta le confieren una memoria que no merecen por sí mismas. Pero este es otro Hemingway. Es el escritor que surge, el periodista energético y poco refinado, nacido en el inculto Illinois. El otro Hemingway nace en España. Sufre una evolución fascinante y poco estudiada hasta ahora. Ese hombre ajeno a la sensibilidad ibérica, surge en España como si hubiese sido un pagano exiliado. Aprende los códigos españoles, ama esos comportamientos, hace propia la pasión por los toros. Es como un pase a otra cultura, se transculturaliza, como suelen decir los sociólogos. En Cuba, donde se decide a vivir, eso se perfecciona y se transforma en arte. El escritor de raza que era encuentra allí, en la hispanidad, su verdadera voz y alcanza su obra cumbre El viejo y el mar, que por sí sola justifica que le hayan dado el premio Nóbel en 1954. El de Illinois, el yankee, se identificará con el pobre pescador del muelle de La Habana, el viejo salan, que movido por su orgullo final y por un instinto cósmico se lanzará al mar para una batalla final con esa fuerza todopoderosa que bien podría ser calificada como el mítico Mal, ese oscuro protagonista del Moby Dick de Melville.
Ese gran libro nació en España y en Cuba. Pertenece a nuestra cultura aunque haya sido escrito en inglés.
Se justifica entonces eso de la Marina Hemingway y el entusiasta y feliz turismo organizado en su nombre.