Intramuros, Buenos Aires- Invierno 1996
Hay pocas ciudades que supieron crear un mito de su propia vida, de su múltiple peripecia, de sus personajes, de su estilo. Una de esas pocas urbes es Buenos Aires. En cada generación descubre o crea los héroes de su aventura, los guardianes del mito.
La peripecia de Buenos Aires se inicia a partir de 1880, cuando era apenas un aldeón ibérico y agrario, con gallinas picoteando en los alrededores del Cabildo (lo recuerda Enrique Larreta). En 1920, sólo cuatro décadas después, era ya la Reina del Plata: afrancesada, chic, con avenidas de Madrid y rincones de Nápoles y Génova. En esas cuatro décadas había vivido mutaciones que en otras partes se asientan en siglos: masivas migraciones humanas, yuxtaposición de culturas y lenguas, transformaciones políticas aceleradas por la ansiedad de ser, de querer ser. Las guitarras, criollas y peninsulares, le cedieron la voz al bronco bandoneón inmigracional, germánicamente proclive a la nostalgia y a una metafísica protestona, sobre dioses fracasados u olvidadizos.
Y este es el Buenos Aires donde nace el Tuco Paz. Es la ciudad del apogeo creador, de la breve llamarada antes de la actual ‑tal vez necesaria‑ decadencia. Pertenece a la elite de quienes vivieron la noche porteña como una insomne universidad abierta a todas las materias de la existencia. La ciudad del conspirador anarquista, .del intelectual marxista o freudiano, de los alegres trapisondistas de café, de las melancólicas malenas picassianas, de los solemnes hombres del tango, pálidos y empolvados como máscaras del teatro Kabuki. Esta universidad marca a Paz definitivamente.
Es diplomático, abogado y escritor; pero habita su tiempo en porteño, en poeta de su ciudad y de su estilo.
Poeta, antes que nada, porque vive en la tensión emocional de quien privilegió la sensibilidad por sobre cualquier otra cualidad o conocimiento. Poeta de vida y de palabras. Y más ocioso con la poética de las palabras escritas que con la poetización indeclinable de su propia vida.
Después de cada encuentro con Paz, en Venecia, en Atenas o en Buenos Aires, me quedo con la protesta de reclamarle una suma porteña que muchos creemos que está escribiendo y que nos debe. Nadie tendría más condiciones que él para transformarse en el Proust de esa ciudad que angustiosamente se aferra a su pasado fugazmente victorioso. Deseamos que no incurra en el ocio o el escepticismo de Macedonio Fernández, otro gran porteño, de quien Borges dijera que había que haberle oído contar sus cosas más que leerlo, pues como creador oral era muy superior al escritor que quedó editado.
El poeta Hipólito J. Paz desdeña tal vez como Macedonio los trabajos y cuidados de la fama literaria. Se prefiere poeta de todas sus horas, en su casa en el corazón de Buenos Aires y en el corazón de María, perdido y reencontrado entre ráfagas de tango, de versos volados del corpus existencial tanguero. Son esos versos que inesperadamente, en su sobremesa de embajador o en la caminata por una demorada vereda, sabe decir con un estilo propio, inigualable, de cantor intimísimo, necesario. Retazos de tango que Tuco canta con la voz de quien mora definitivamente en el amor de Buenos Aires.