Diario 16, 13/10/1990
Este 1992, como toda fecha, tiene algo de amenazador. Si había lanzado a comienzo, y sin tacto una idea de festeje ibérico, una parranda administrativo‑diplomática. De algún modo se produjo un debate beneficioso en torno a este descabellado arranque y hoy podemos acercarnos al tema, tanto americanos como españoles, con una visión más constructiva, por suerte saludablemente alejada de ese inicial «fascismo gestual» que tuvo el proyecto celebratorio.
En realidad, 1992 será la conmemoración del episodio más importante de la historia de Occidente desde el nacimiento de Cristo. En aquel 12 de octubre Europa dejó de ser eurocéntrica, un islote de civilización y cultura rodeado de mares y tierras ignotos o remotos hasta el mito. Fue la obra de dos adolescente geniales y terribles, Isabel y Fernando y de un italiano donde el místico se codeaba con el trepador. Lo cierto es que a partir de ellos, y con las posteriores aventuras españolas y portuguesas, el mundo cambió. Del 10 por 100 del mapamundi se pasó a una historia que contemplaría el ciento por ciento de su realidad.
Este episodio fue esencialmente apertura, generosidad, extensión, grandeza, Sería paradójico que hoy se pretenda celebrarlo desde una postura excluyente, provinciana, limitadamente eurocéntrica (o, por el contrario, negarlo desde una postura resentidamente antieuropea).
La enseñanza y el valor profundo del descubrimiento no reside solamente en el hecho histórico de unas proas que se topan ‑sin comprenderlo‑ con un continente casi desconocido, sino en su dimensión espiritual y humana, come ejemplo de un sentido heroico de la vida, de disponibilidad y coraje creador. La conmemoración tendría que ver con estos valores. Más que festejar un descubrimiento hay que rescatar y poner en valor el espíritu de descubrir. Hay que seguir descubriendo los caminos secretos de América y España.
Sin este contenido, la conmemoración se transformaría en una fiesta sólo española, en un episodio más de ese largo cubrimiento colonial al que contribuyeron tanto los españoles como los americanos. Mil novecientos noventa y dos podría transformarse en un gran punto de partida, de renovación, de reconquista del tiempo perdido.
El entusiasta y necesario ‑históricamente obvio‑ ingreso de España en la Comunidad Europea tuvo una contrapartida desagradable en un paralelo desentendimiento de su tradicional proyección iberoamericana. Europa está en el pasado existencial de España tanto como nuestra América, o mejor dicho, tanto ‑como la aventura de la hispanidad en América.
Este desentendimiento ‑más de los políticos triunfalistas que de la Corona llevó a decir a Sánchez Farlosio, en una memorable discusión televisiva de la cual participamos, que «la fiesta de mil novecientos noventa y dos es el beso de Judas que España da a América Latina».
La noción de pasado simple o de «pretérito perfecto» que usaron algunos políticos debe ser sustituida por el tiempo verbal justo que debemos aplicar en este caso: el pasado existencial. En él el destino de España y de nuestra América están ligados inexorablemente. Desde ese tiempo verbal profundo, la batalla de los visados y la arrogancia mercado‑comunera se tornan frivolidades.
Es en su proyección americana, en su universalización, que España adquiere toda su importancia histórica. E inversamente, es con España que nuestra América crece y se universaliza.
TIEMPO DE CULTURAS. ‑Conformamos un continente cultural, una idiosincrasia, un sistema de valores profundos y de estilo. El idioma (el maravilloso castellano que con justicia debería llamarse «idioma hispanoamericano») es la savia que recorre esa gran unidad cultural. No es un sistema de signos para una comprensión de superficie (como sería el inglés que habla un hindú con un británico de las islas. El hindú sigue pensando en hindi o en sánscrito traducido al inglés. El mexicano o el argentino conviven el idioma como un andaluz o un madrileño). El hispanoamericano es un lenguaje que conlleva valores, un sentimiento de humanismo, formas de una común mitología y de una concepción de la vida que se expresan indirectamente, pero que son el contenido inmanente de un habla de la que nos hemos apropiado, en un sentido orteguiano, desde el Finisterre hasta el cabo de Hornos. Es un idioma interior, que nos expresa desde adentro y no sólo para comunicar necesidades externas.
Somos una cultura y esto es un hecho determinante. Esa cultura está a la espera de una política de estadistas. Todavía no hemos sabido, ni en España ni en América, poner en valor semejante potencial. Estamos viviendo un tiempo de culturas que sorprenden y transforman los envejecidos esquemas políticos. Esto se vio claramente en la reciente reunificación alemana, en la «revolución de terciopelo», tanto como en el resurgimiento y consolidación de los milenarios bastiones asiáticos: China, Japón e India.
La realidad de Alemania reunificada sacude el sueño igualitario de la Comunidad. Alemania asume su cultura en toda su proyección centroeuropea (Rilke, Kafka, Musil o Broch no eran alemanes, según ley de estricta nacionalidad, pero Alemania los integra como propios desde el punto de vista de su germanidad, de la lengua).
Ante este ejemplo reciente y espectacular es posible que España, aunque un poco tardíamente pero todavía antes del 92, escuche a quienes hemos venido exaltando su destino tan europeo como trasatlántico. (Carlos V, Felipe II, Cortez o Moctezuma no son episodios que uno pueda esconder con disimulo en el portafolios entre educados diplomáticos reunidos en Bruselas para establecer el precio de los rábanos.)
1992.‑Este número, como muchas cifras de la Cábala, nos resulta lleno de nombres, actos, dioses y demonios que no es fácil conjugar. Pero si nos deja alguna resultante, esa resultante es cultural.
Una fecha prestigiosa es una buena oportunidad no sólo para conmemorar, sino para proponerse nuevas fundaciones.
Nuestro estilo, nuestra cultura, están a la espera de una jerarquización que todavía nosotros mismos le negamos por causa de una descalificación de viejo origen, que persiste en nosotros mismos pero que ha nacido impulsada desde muchas partes, pero invariablemente en contra de España desde el siglo XVI.
Estoy convencido de que Iberoamérica protagoniza la cultura más viva y creativa de nuestro tiempo (la «centralidad» de la cultura española actual en el ámbito comunitario es prueba de esa pujanza). Podemos enriquecer al mundo con nuestro aporte cultural y nuestro estilo en este callejón sin salida y de entusiasta decadentismo producido por sociedades que se alienaron en el paroxismo economicista, en la tecnolatría y, sobre todo, en la comercialización a escala global de una subcultura de signo anglosajón que intoxica urbi et orbe desde el rock histérico hasta el kitch de los clips, pasando por la imposición global del betsellerismo y la audiovisualidad boba. (Es hora de enfrentar la imbecilización subcultural como un problema de polución y medio ambiente.)
Los españoles y los latinoamericanos no debemos seguir en el camino dé la autodescalificación. Conformamos un mundo vital y notablemente creativo. Brasil, España, Argentina, México, Venezuela son potencias económicas. Nuestras crisis son efímeras ante tanto potencial con voluntad de plena existencia.
Asistimos al colapso de las superpotencias que desde 1945 impusieron su voluntad político‑militar más allá de la realidad de las culturas. Tal vez con el tiempo 1989 quedará como un año tan significativo como 1789. Es tiempo de que decididamente sepamos legitimar nuestras cualidades, pensar en grande y saber que nuestra reserva cultural es precisamente el elemento que puede proporcionarnos una calidad de vida superior a la de sociedades que confundieron la palabra progreso con datos de marketing, mera productividad material o con megatones.
Convencido de la profundidad, vitalidad y fuerza humanística de nuestra cultura, veo hacia 1992 como la oportunidad de un gran renacimiento y de la plena legitimación de nuestro estilo de vida, superando modelos perimidos. Sólo debemos creer en nosotros mismos y en nuestra historia