La Nación, 15/06/1994
ABC, 15/06/1996
¿Qué defendemos cuando hablamos de integración iberoamericana, de relación histórica y de esos “lazos”, lugar común de tanto discurso diplomático? ¿Por qué hacemos el esfuerzo de estas admirables conferencias en la Cumbre?
El lenguaje establecido más bien nos establece en una aburrida repetición de propósitos abstractos. Nos indina a hacemos olvidar que lo central son ciertos valores que queremos proteger, una calidad de vida, una noción del aristotélico ‑bien común., del que la política y la economía son instrumentos posibilitadores, instrumentos indispensables, pero al servicio de un objetivo o valor superior, aunque no fácilmente definible.
Somos una cultura viva y creadora, no una cultura en crisis o extinción. A lo largo de este estruendoso siglo que ya expira (siglo de geniales mutaciones que nos ponen ante nuevos abismos), los iberoamericanos debemos reconocer que no hemos sido ni los comandantes de las políticas, ni los creadores del modelo industrial‑tecnológico que hoy vence sin convencer.
Pero sabemos que «somos‑ una cultura, que integramos un continente cultural heterogéneo y heteróclito, pero unificado por ciertas constantes flexibles, casi inefables, que pervivieron a lo largo de la historia, o contrahistoria, pese a las diferencias u oposiciones políticas y económicas.
Una cultura viva y funcionante, funciona desde el fondo de sus protagonistas y va más allá de sus decisiones circunstanciales o exteriores, es gesto, actitud, idiosincrasia, estilo, gana y desgana, miedo o iluminación, es una forma de reír, de sonreír, de llorar.
Una cultura funcionante es esa complicidad de ‑casa común y compartida, que‑ puede sentir el escritor porteño que se queda á vivir en Barcelona; o el exiliado de la guerra civil. El revolucionario José Bergamín cuando llega de sus persecuciones a Buenos Aires y, un poco desorientado, se encuentra en la lujosa casa de Victoria Ocampo, hablando de literatura francesa, de la grandeza de Unamuno, y se ve invitado a colaborar en la revista Sur. Más que ningún jefe de Estado de los que ahora se reúnen, podrán comprender eso de la casa común, aquellos niños, hoy hombres, que en momentos de exilio y amenaza, aprendieron que España ‑seguía‑ más allá de la península. en las ciudades hacia las que se embarcaban con sus atribulados padres: San Pablo, México, Buenos Aires. La historia demostró también la experiencia en dirección geográfica inversa.
Y compartimos esa casa cultural después de mucho: del encontronazo doloroso y sintetizador del descubrimiento‑conquista, del mestizaje, de las guerras de independencia, de la revolución mexicana, del franquismo, de la revolución tecnológica.
Hemos cultivado indiferencias, exclusiones, y hasta enemistades, por razones americanistas; indigenistas, europeístas (sea el europeísmo de España los europeísmos de las Naciones americanas). Con mayor o menor virulencia. Desde una perspectiva cultural debemos reconocer que más de una vez hemos confundido lo permanente con lo circunstancial. Hemos propiciado odios y exclusiones en base a ideas de otros, a modelos ajenos, siempre perimibles. En algún momento de estos desvaríos hemos querido ser soviéticos, en otros y en base a criterios permanente economistas, suizos u holandeses.
Nuestra altura vive pese alas imposiciones de sucesivos esquemas parcialmente inadaptables. No hemos sabido darnos un modelo de vida propio, que vincule acertadamente nuestra idiosincrasia y nuestra calidad de vida con el plan de desarrollo que nos proponemos. Como analizaría Spengler somos una cultura, pero viuda ya que no ha sabido maridarse con la forma de vida y civilización que le corresponde.
Tanto en España como en Latinoamérica nos hemos conformado a ser una periferia imitativa. No hemos creído, como Bolívar, Alberdi, Unamuno, o Rodó, que podamos ser centro de algo propio. Nos hemos acostumbrado a ser suburbanos del mundo moderno, complejo que España ‑la fundadora de la Europa renacentista con Carlos V- padeció hasta su actual ingreso en la comunidad.
Las recientes y refundadoras conferencias de Jefes de Estado, son la demostración de un demorado autorreconocimiento de existencia.
¿Pero qué somos los iberoamericanos en y ante el mundo? Pese a nuestros sucesivos fracasos políticos o económicos, pese a las desigualdades sociales, nuestro perfil sano y reconocible es cultural, somos una cultura funcionante, creadora, de primera por su calidad espiritual (valores estos excluidos por ahora de las estadísticas con que se mide el mundo y la vida). Desde los Pirineos hasta Tierra del Fuego, los hombres de nuestro variadísimo continente cultural, tienen vitalidad, individualidad, orgullo y una creatividad que se demuestra en todos los campos desde la capacidad tecnológica de vanguardia, la música popular o esa gran literatura iberoamericana que le hizo reconocer al presidente de Alemania Von Weizadcer en su reciente despedida, que la literatura iberoamericana es el hecho cultural más importante de la segunda mitad de este siglo.
Nos determina un idioma pujante y en expansión, que nos acerca con todo un sistema de valores y disvalores, de emociones, razones y sinrazones. Es ese magnífico castellano que nos “en‑patria” y que hoy es nuestra mejor carta de identidad y de comunión.
Somos, además; un mundo tumultuoso y sanguinario una reserva de costumbre de paz. En particular, las naciones de Latinoamérica, han dado a lo largo de este siglo de incendios un ejemplo de tolerancia y de búsqueda de soluciones pacíficas. Las palabras. Hiroshima, Auschwitz. Dresden, Holocausto, son ajenas a nuestro universo cultural. En otros aspectos de nuestra cultura funcionarte, Brasil es ejemplo de una capacidad de integración interracial exitosa, como no la alcanzaron países pioneros en la teoría de los derechos humanos, como es hoy el caso de Estados Unidos con sus hispanos, negros, amarillos, wasps, etcétera.
Ante otra conferencia cumbre queremos que nuestros Jefes de Estado sepan que representan un mundo de primera de alto desarrollo espiritual, de primer mundo cultural.
Sería más importante esta conciencia de valoración y de autoestima, que transformar la reunión en un improbable locutorio de integraciones económicas remotas o improbables, y de acusaciones políticas desde antiguas ambiguas posiciones de “mayor o menor democracia” o de democracia real o metafísica (de uso tan extendido entre nosotros).
Iberoamérica es una gran reserva mundial en este tiempo desorientado, en que los pueblos tendrán que reacomodar sus ideas de desarrollo a la dimensión superior, cultural. (Este proceso se comprueba en el bloque del Pacífico, comandando por China y Japón; en el mundo islámico que antepone sus valores religiosos y éticos al mero desarrollismo; en el mundo anglosajón y en la Comunidad Europea que todavía no consigue una expresión política que pueda responder a un todavía indefinible común denominador cultural.)
‑ Mucho tiene que dar Iberoamérica en esta gran crisis mundial. Estamos ante una crisis de sistema. Ello se pone en evidencia en el desprestigio de los políticos, en la falta de estadistas y en esa especie de hecatombe de la clase política tradicional, particularmente en Europa, la rectora. Hay tedio, falta de pasión y una masificación peor e igual a la que imaginó Orwell cuando escribió 1984.
El triunfo tecnológico‑industrial no produjo un rédito humano a su altura. A sus pies hay una masa de hombrecitos grises, neuróticos, amenazados de desocupación y consumidores de dosis letales de subcultura dosificada comercialmente. Nadie convoca a esa juventud al espíritu de aventura, de heroísmo o de generosidad. Es una juventud sin dios y sin leyenda.
Estamos ante un tiempo de viraje. Es el sistema y no los políticos quien falla. Se deben hacer reajustes esenciales y ellos pasan invariablemente por lo cultural.
Pese a todos los problemas Iberoamérica es un espacio abierto, es lo abierto en un mundo harto de su propia decadencia.