Por Abel Posse y Horacio Salas
Clarín, 20/07/1972
LA SOMBRA DEL HACEDOR
Con Borges nunca se sabe. De pronto uno se obstina en elaborar una terca suma de símbolos y no advierte que está frente a tuna guiñada traviesa, ante una caricatura deliberada.
Cuando apareció El Congreso (1971), breve relato tipográficamente dilatado, que algunos calificaron de novela no faltó quien se refiriera a una vasta metáfora sobre la vida y la muerte, a un compendio metafísico, a un laberinto cuyas claves solo podían entender los iniciados. Sin embargo, Borges no hizo otra cosa que exagerar las aristas de su estilo, como si hubiera mezclado todos sus temas predilectos, sus muchas obsesiones, para hacerlos desfilar luego por una galería de espejos deformantes. Con sonrisa de Luzbelito, cuando un crítico le comentó que hasta los personajes del libro llevaban nombres ya utilizados en otros cuentos, y que reiteraba metáforas y definiciones desparramadas a lo largo de toda su obra, respondió evasivo: «Caramba, vio qué pobre soy de temas, yo no me había dado cuenta».
Esos disfraces de Borges convierten todo juicio en una temeridad. Pero corriendo el riesgo, se puede asegurar que El oro de los tigres es su libro más flojo, tal vez el único prescindible. Y sin intentar caer en interpretaciones psicologistas, es posible suponer que todo el volumen no es más que una despiadada autoagresión, cuya síntesis es un poema feroz donde delata su odio por el que alguna vez denominó «el otro Borges»: «Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío… Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies. Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas. Una u otra mujer lo han rechazado y debo compartir su congoja… Minuciosamente lo odio». (El Centinela).
En Elogio de la sombra, aparecido hace tres años, se resignaba «a los pocos días que me quedan» y en el verso final del volumen profetizaba: «pronto sabré quién soy». Todo el libro era una suerte de testamento, el trabajo que él suponía último. Hace días ‑casi con rabia‑ declaró: «David fijó en 70 años la edad ideal del hombre y yo ya estoy haciendo trampa, tengo 72». En el prólogo de El oro… agrega: «De un hombre que ha cumplido 70 años poco podemos esperar, salvo el manejo consabido de unas destrezas, una que otra ligera variación y hartas repeticiones». Para demostrar su teoría, Borges, acude a cualquier recurso, aun a costa de su propio deterioro: distraídamente reitera un poema de su libro anterior (Milonga de Manuel Flores); vuelve, como en el impecable Poema de los dones, al tema de la ceguera («mis ojos de sombra», «donde está el azar de no quedarme ciego», «abismo ciego y blando» «ahora solo me quedan la vaga luz, la inextricable sombra»); da a conocer borradores (o desarrollos enclenques) de antiguos trabajos como Las cosas y Los gauchos, que ahora en su nueva versión denomina Cosas y El gaucho, o como La busca, donde anota: «Al término de tres generaciones / vuelvo a los campos de Acevedo, / que fueron mis mayores. Vagamente / los he buscado en esta vieja casa», idéntico a su poema Acevedo, donde había escrito: «Campos de mis abuelos y que guardan / todavía su nombre de Acevedo, / indefinidos campos que no puedo / del todo imaginar».
Incluso, para burlarse de uno de sus mejores poemas (El General Quiroga va en coche al muere, del que abominó hace una década al calificarlo despectivamente de mero «ejercicio de apócrifo color local») pergeña una caricatura cuyo verso inicial anuncia: «El General Quiroga va a su entierro». En el resto del poema, Borges narra otra vez los mismos argumentos de aquel trabajo, con los tics propios de los muchos plagiarios que le brotan desde hace medio siglo. Sin embargo, como sabe ‑o intuye‑ que hay muchos lectores cómplices de su juego, al terminar el relato, en lugar de repetir aquel supuesto arribo de Facundo al infierno «llevando seis o siete degollados de escolta», escribe, ya aburrido del éxito de su viejo poema de 1925 (¿o se trata de una afirmación vanidosa?): «¿A qué concluir la historia que ya ha sido contada para siempre?».
«La vida es pudorosa como un delito», había sentenciado Borges en su biografía de Carriego; fiel a la frase, no se permitió a lo largo de su vasta obra más que una sola concesión al amor humano (Despedida, que cerraba su primer libro Fervor de Buenos Aires), un amor al que tenazmente sepultó bajo un devoto, fervoroso amor por la literatura. Y aunque en Elogio de la sombra había vulnerado la norma con efusión sentimental dedicada a quien era entonces su esposa, recién ahora admite sin pudores y casi como un adolescente: «Es el amor. Tendré que ocultarme o huir… Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo… Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo… El nombre de una mujer me delata. Me duele una mujer en todo el cuerpo».
Como se sabe, cada libro de Borges encierra a todo Borges, y los límites de una nota periodística resultan un magro terreno para indagar los alcances y las posibles claves de una obra espléndida que era de hacer olvidar (cuando el tiempo mezcle las cronologías y él sea aunque no quiera contemporáneo de José Hernández) sus frecuentes extravíos ideológicos, sus declaraciones más reaccionarias y destempladas. Pero de todas maneras, puede arriesgarse que ninguno de los poemas de El oro de los tigres (salvo El centinela) se justifica por, sí mismo, y solo han de servir para que en el futuro, los estudiantes de literatura y los eruditos se asombren de los ripios que salpican el libro, divaguen sobre un cierto cansancio en el autor de Ficciones o sostengan que Borges, el increíble, con un libro de 1972 solo quiso burlarse de sí mismo, desconcertar a sus fanáticos lectores.
Horacio Salas
IL MIGLIOR FABBRO
Rilke afirmaba en sus inolvidables «Cuadernos de Malte» que los versos deben nacer de experiencias. «El Oro de los Tigres», el reciente poemario de Borges, es otra muestra de una actitud contraria a la sostenida por el maestro de Praga: su trabajo nace íntimamente relacionado con la múltiple y variada versión de la realidad recogida por autores de todas las épocas: se apoya en experiencias de otros que él valida o reprueba desde su propio punto de vista. De modo que sus gauchos y cuchilleros son resultado de anécdotas o de relatos; vive Islandia no bajo su paso de viajero, sino como el territorio de antiguas sagas nórdicas; el idioma alemán a través del recuerdo de Hólderlin o Angelus Silesius; encuentra el otoño de todos los años entre las hojas de algún poeta exhumado en la Biblioteca Nacional. Su amor por los libros es su forma de amor a la vida. Si bien esta actitud prevalece en la mayor parte de sus últimos poemas, hay también nostálgicos y directos recuerdos de amor y momentos de fresca y viva meditación sobre su vida profunda.
La alta poesía, desde Homero hasta Goethe y Neruda, nace de la experiencia vital, se hunde en el caos en busca de un orden, de una fundamentación válida de la existencia. Borges, sabedor de sus límites o de su «abuso literario» (según sus palabras), se considera a sí mismo como un poeta menor. Es probablemente incapaz de una amplia visión del mundo, pero se logra en sus temas favoritos y sobre todo en el esfuerzo de toda una vida de artista por construir un lenguaje sin par en nuestro idioma, desde los tiempos de oro de la literatura española.
«El Oro de los Tigres» es otra prueba de esta capacidad asombrosa. Prefiere la belleza de la exactitud (y su música flaubertiana) al simple ornamento metafórico. La adjetivación sorprendente de sus cuentos y poemas anteriores (hoy imitada hasta por los periodistas de semanario) va desapareciendo en favor de un idioma depurado, llano y poderoso. Sin lunfardías forzadas ni localismos babélicos y separatistas, su voz resume el mejor estilo del habla argentina, hecho que consigue sin afectar el universalismo del castellano. Así, cuando se refiere al gaucho en uno de los mejores poemas de la colección, rescata su figura en su esencia, sin folklorismos, disfraces ni guitarras.
Parafraseando a Borges, se podría afirmar que su voz es como su hombre. Es la voz sosegada y cristalina de un maestro que ha pasado los 70 años y nos da una nueva ‑a veces mejor lograda‑ versión de sus temas de siempre, agregando algunas meditaciones nacidas de su yo profundo y de su laboreo metafísico, que son de lo mejor de su producción y que tornan necesario este libro para la comprensión general de su obra. Piezas como «El Pasado» «Cosas», «Lo Perdido», y «El Centinela», enriquecen todo el panorama de su poética. Hay dos poemas de amor inmejorables: «Tú» y «H.O.». Entre los temas históricos retoma a Facundo en la «Tentación», y su porteño pasado de cuchilleros reaparece en “1891”, “1929″‘ y la «Milonga de Manuel Flores».
La fama, «el peor de los malentendidos», afecta a veces la valoración de Borges. Sus declaraciones relacionadas con nuestra política o costumbres (muchos argentinos todavía prefieren la versión escolar de sí mismos) llevó a algunos desprevenidos a criticar injustamente su obra; con igual criterio no deberían leer a Flaubert, ni a Dostoievsky ni a Baudelaire, que fueron reaccionarios frente a algunas ideas revolucionarias o seudorrevolucionarias de su tiempo. En general se trata de la misma gente que porque se cree embanderada en la justa causa comete la peor literatura con santo fervor. En todo caso hay que reconocerle coraje para afirmar lo que piensa, tan contra corriente, sin caer en los cálculos de conveniencias, que enmudecen nuestro país. Le corresponden los versos que él aplica a Facundo: «No hay entre los hombres uno solo / más vulnerable y frágil que el valiente». Es el escritor argentino más valorado y leído en el mundo. Hace poco un crítico del «New York Times» afirmaba que solo él y Vladimir Nabokov (por la novela «Ada») estaban empeñados en crear verdadera obra literaria en un mundo distraído por la sociología, la política, el ensayo y otros géneros de actualidad, aunque se encubran de apariencia literaria. Esta exageración nace de un punto de vista extremadamente esteticista. Borges es más allá de los detractores locales o de los elogios que lo desmejoran, El, como otros de su generación, no alcanza a ser ese poeta mayor que la Argentina espera, pero en su campo de «homine de lettres», se logra con plenitud y obtiene el reconocimiento universal.
Dante encuentra ‑o ubica‑ en el Purgatorio al poeta provenzal Annault Daniel y lo señala como el «miglior fabbro», el mejor artesano de la lengua. «El Oro de los Tigres», este nuevo éxito borgiano, y sobre todo el recuerdo de su prosa, nos inclina a afirmar que él es, en nuestro medio, «IL miglior fabbro».