La Nación, 11/02/1998
HAY poetas de la vida y de la celebración del existir. Hay poetas del abismo, del ser para la muerte. Casi no quieren ser poetas en el sentido literario del término. Nos dejan algunos pocos versos o jirones de su poética como las hojas esparcidas del libro de bitácora del náufrago. El gran Hölderlin escribió que el poeta es aquel que corre hacia su catástrofe. «El verano pasó. Bailo en esta luz congeleda/ la muda música de los espejos.»
Se podía imaginar que la bellísima Delfina Tiscornia, nacida en una familia volcada tradicionalmente a la cultura, biznieta de Manuel Gálvez, estaba más bien invitada a la discreta felicidad de una vida normal. Un episodio decisivo de su adolescencia la expulsa malamente del palacio de la infancia. Será asediada por un mal metafísico muy diferente del que su abuelo novelista imaginó, románticamente, con sus buscadores del Absoluto de la literatura finisecular. En Delfina no había espacio alguno en estos territorios de superficie. «Mi voz me busca por pasillos sin final». La poesía será un urgente testimonio, palabras mordidas, de una visión de la vida como expresión del mal. «Este tiempo es un agujero verde/ donde me estoy fugando/ desnuda y cargada de valijas/… Domingo largo y blanco/ una tumba en un banco de plaza».
Son versos de la misma intensidad y verdad como los que podemos hallar en el Réquiem de Anna Ajmátova o en las pocas páginas de Alejandra Pizarnik. Delfina fue avanzando por los años sin poder entrar ya en esa vida que todos le deseaban como la residencia natural del bien. Seguramente no sabía cómo decirles que no. Su «no» fue quedando en los versos. Es una etapa de estudios frustrados, de indecisión, de una deuda o sospecha capaz de enturbiar hasta los asomos del amor. Después serán las drogas, sus internaciones, y esas ráfagas de esperanza, que dedica a los que la quieren, como quien se esfuerza en sonreír en medio de su tragedia. «Estoy triste/ no tiene remedio: sus caras me interrogan en materias desconocidas».
No es que se anime a vivir. Más bien empieza la pendiente del desvivirse. Asoma en ella esa terrible sugerencia: el alivio de no ser. El retorno voluntario a la noche primordial. «Mi amor se va todas las noches en el tren de las ocho… Soy una triste gaviota que se afea./ Puesta en tierra, me muevo torpemente… El azul se quiebra insostenible/insoportable y los dioses están muertos… Quisiera irme despacio/ sin despertar a nadie».
Ya no hay calma. La tentación de existir, como escribió Cioran, ya no puede aferrarla. Quisiera estar sola y sin tanto amor, para sólo eso: para no seguir cayendo en el mero tiempo. Pero se suceden los médicos y sus clínicas. Busca en la cocaína las puertas ilusorias en el largo corredor insoportablemente iluminado. En su desesperanza le transfiere a Dios lo que siente: «A Dios le molesta sentirse tan observado./ Cierra de un portazo el Universo y se va a jugar a su cuarto solo».
Al principio sería para Delfina la tentación discreta de la muerte. Después, saber y sentir que los otros, los del partido ineluctable de la vida, son los equivocados. Delfina siente la imposibilidad del amor como la imposibilidad de poder vivir, de poder soportar la vida. Los expulsados del palacio de la infancia no tienen redención.
Perderá todo, menos las hojas de sus ráfagas de poesía. ¿Cómo es posible que lo más frágil, lo aparentemente más prescindible, sea lo que más resista?
Mientras tanto, avanza hacia ese «paroxismo de salvación», ese instante de suprema lucidez. Será el 11 de junio de 1996, después de los últimos esfuerzos para caer en la vida, para quedarse de este lado. Se subirá a la alta azotea de su propia casa. Verá la inocua vanidad del día: el pasea-perros en la plaza Vicente López, la paloma posada en la cruz de cemento de la iglesia, la caravana de autos que doblan hacia Santa Fe en el ritual insoportable de un mar que repite la monotonía de sus olas.
«Me quedé sin nube / fuera de todo, hasta de la lluvia. / Así que de esto se trataba: / tanto misterio / y luego del zarpazo final / la calma chicha / (y unos cuantos descontentos, /como en todos lados).» (90 páginas).