La Nación, 01/03/1998
«Murió lleno de años», como dice poéticamente de algún patriarca esa Biblia que leía Jünger con precisión escolástica, durante la ocupación de París, vestido con su impecable uniforme de la Reichswehr (una verdadera provocación de las suyas: en la terraza de Lipp o en el Flore con sus botas relucientes, comentando y leyendo las apocalípticas predicciones de Isaías…)
Como en una de sus paradojas, el que buscó la muerte con voluntad de héroe, fue más bien el testigo de todas las muertes del siglo. En él pareció cumplirse cabalmente el dístico atribuido a Heráclito: «Morir de vida. Vivir de muerte.»
Vio desaparecer hombres, titanes de su tiempo, y melancólicos intelectuales cada vez más escépticos. Vivió el siglo como quien lo bebe de un sorbo hasta el final de la copa. Desde el fervor de las ilusiones gestadas por la razón decimonónica, hasta los desengaños de este final de milenio donde «el Hombre» de los positivistas y neohegelianos se presenta más bien como un enfermo terminal, irredento, y tal vez ya sin redención posible. Sin embargo Jünger seguirá en la salud de la rebeldía. Pese a sus catorce heridas cruzará la selva ideológica del siglo criminal que ya agoniza. Fue el Rebelde de su mitología literaria, pero se salvó por haber sido también el Emboscado. El que es consiente de la neurosis ideológica y filosófica y crea desde el silencio y el apartamiento. Así Jünger se deslizó, salvándose del frenesí, creyendo más en la naturaleza que en las ciudades, símbolos de la alienación colectiva y tecnológica. Desde joven elige vivir en aldeas apartadas del interior de Alemania. (Cuando cumple cien años de edad, Mitterrand y el Canciller Kohl deciden hacerle un homenaje público; ambos deben viajar hacia Wiflingen, un pueblito del sur donde se estableció casi desde el fin de la guerra. Es allí donde lo visitará también Jorge Luis Borges).
La vida de Ernst Jünger fueron 102 años de pasión espiritual y de aventuras. No creía en que había diferencias binarias: aventura espiritual y espíritu en aventuras, eran lo mismo.
Puede ser considerado el pensador‑poeta más ambiguo y reservado de este Occidente proclive a definiciones de moda, temporarias y efímeras. Nadie pudo afirmar que lo conocía. Su pensamiento no concluía en definiciones sino en sugerencias o inquietudes.
Era hijo de una familia burguesa de Heidelberg. Nació en 1895. Su padre, químico y farmacéutico, lo preparaba para ingresar en una sólida carrera, pero Ernst desde joven encarnó una de las figuras centrales de su visión del mundo, la del «Rebelde». Primero se agregó a los Wandervógel (pájaros viajeros), un movimiento de adolescentes románticos, dispuestos a viajar en libertad, a gozar de la naturaleza y del tiempo, al margen del orden burgués. Este movimiento engrosaría el llamado Movimiento de Juventudes, con una tendencia populista, naturista y nacional, que prepararía el campo más tarde a los grupos juveniles hitlerianos, una deformación. Pájaros sí, pero no ya poéticamente vagabundos…
Jünger tuvo discusiones feroces, abandonó el hogar y a los dieciocho años se enroló en la Legión Extranjera. Como escribió en su libro dedicado a las drogas, «todo placer viene del espíritu. Y toda aventura de la proximidad de la muerte, alrededor de ésta la aventura va describiendo sus círculos». Siente la vocación del guerrero. Hace su rigurosísimo aprendizaje en Algeria y en Sidibel‑Abbés. Su padre consigue llamarlo a la razón y prosigue sus estudios en Hannover, en una escuela selecta. Pero ya es 1914 y será entonces la guerra quién lo busca. En diciembre es enviado al terrible frente de la Champagne. En el Somme será herido dos veces. Su valentía es insólita. Retorna del hospital a la primera línea. Lo ascienden y condecoran. Cada herida cicatriza detrás de una medalla. ¿Qué quiere demostrar; qué quiere demostrarse? En un ejército de severos junkers prusianos se transforma en un mito insolente, parecido al del famoso Lawrence de Arabia que en esos mismos años, se arriesgaba aristocráticamente en los desiertos de Jordania y Palestina, recitando el Corán y versos de Rumi.
Encontrar el inigualable sabor de vida detrás de cada riesgo de muerte. Cuando el miedo paraliza, dar un paso pánico, dionisíaco, y encabezar el ataque. A los veinte años, pese a su militarismo transacadémico, será Stosstruppenführer, jefe de comandos de asalto. En el fondo de las atroces trincheras que huelen a sangre y orín de ratas, lee ‑con cuidadosas anotaciones‑ a Nietzsche, a Schopenhauer, a Baudelaire. Lo respetan curtidos oficiales y suboficiales. Planifica golpes inesperados. Aplica la agilidad de la guerrilla, a la estática guerra de posiciones. Hay un secreto humorismo. Afirma que quiere a esos franceses y enseña que la batalla es más importante que las vulgares dimensiones de triunfo o derrota. Su proclama, inusual en esa feroz guerra cuerpo a cuerpo, será: ‘Ardor, nunca odio’.
Su desempeño es tal que recibe catorce heridas que merecieron internación. Tiene veintitrés años cuando le conceden la más alta condecoración alemana: la medalla Pour le Ménite que sólo obtendrá doce contemporáneos, uno de ellos, Rommel. Dentro del formidable ejército forjado en el prusianismo, se sentirá un marginal, respetado como un excéntrico samurai. Esta posición de aristócrata de la guerra como deporte extremo lo preservará de ciertas iras de Goebbels cuando Jünger se negó en 1933 a formar parte de la Academia Alemana de Poesía. El mismo Hitler, tuvo que respetarlo por causa del prestigio militar que para Jünger fue una escuela extrema de sabiduría de la vida y experiencia límite de la condición humana. «Los hombres quedan desnudos de cuerpo y alma ante la metralla».
Sin pretenderse novelista recogerá su experiencia en varios libros. El principal es Tempestades de acero, que tendrá su lector en el Río de la Plata, obviamente será Jorge Luis Borges que escribe una muy elogiosa crónica en «El Hogar». Jünger reflexiona sobre esa revelación del guerrero casi en su adolescencia: «Crecidos en una era de seguridad, todos sentíamos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. La guerra nos arrebató como una borrachera, una embriagada atmósfera de rosas y sangre».
El ganó su guerra, pero Alemania la perdió. Dirá: «Era preciso perder la guerra para ganar la Nación. Alemania ha sido vencida, pero esta derrota ha sido saludable porque ha contribuido a la desaparición de la vieja Alemania…».
Se instala en Leipzig para estudiar biología, zoología y filosofía. Escribe en los diarios de ex‑combatientes. Se casa con Gretha von Jeinsen y tiene con ella dos hijos. Uno de ellos morirá en 1944, en el frente de Italia horas antes del alto definitivo del fuego.
Es una Alemania increíble: se siente como si se debiera definir un camino de vida después del caos moral y económico de la derrota. Jünger milita en las fuerzas nacionales que enfrentan a la corriente bolchevique. Son días de artículos frenéticos, noches de café en ese Berlín donde se gozan y padecen todas las heces de la decadencia burguesa. Grosz dibujará esos personajes de sopa a la madrugada y de cerveza con costillas de cerdo; rodeados de prostitutas brevemente espléndidas con trajes de lakmé y largas boquillas a lo Pola Negri. Ollas populares en los barrios obreros. Los primeros tangos, en cilindros de cera grabados en Düsseldorf por Villaldo, Arolas y Gobbi. Es el Berlin‑Kriminal de Kurt Weil y la Opera de tres centavos. «Sólo se vivía para la idea» escribirá Jünger de esos tiempos de república amenazada.
Son años de increíble creatividad: La Montaña Mágica, el apogeo de Hesse con su Juego de Abalorios, Hermann Broch con Los Sonámbulos y ya en el mayor intento de la novelística germana: La Muerte de Virgilio, la aventura poética de Trakl, Rilke concluyendo en Muzot las Elegías de Duino, Lou Andreas Salomé pasando de Nietzsche al freudismo, Benn y Celan en un nuevo lenguaje poético, Bertold Brecht y Tucholvski. El grupo poético‑¡ ni ci ático de Stephan George.
Conoce personajes de notable carisma, como Alfred Schuler, que organiza fiestas vestido de romano y se considera la reencarnación de un legionario recordando ‘perfectamente’ la destrucción de Jerusalem con las legiones de Tito. También a un personaje que será importante en las corrientes esotéricas del nazismo, Friedrich Hielscher, que vivió en el Tibet y meditó en torno del reencuentro con la tradición pagana de Europa. No fue nunca nazi y estuvo a punto de ser ejecutado en 1944. Amigo de Martín Buber y de Sven Hedin, fascinaba a Jünger como uno de los seres más extraños que había conocido. Está en la base de la apertura de Jünger hacia el ocultismo y el «retorno pagano». Se refiere a él sobrenombrándolo como Bogo. Hielscher había fundado una iglesia neopagana, con ritos, cánticos, y celebraciones tomadas de los Nibelungos.
Jünger y su hermano Friedrich Georg trabajan en el campo filosófico político, muy cerca de los movimientos tradicionalistas movilizados por las insensateces del Tratado de Versailles. Están cerca de las corrientes que desembocarán en el hitlerismo, pero se desvían hacía la izquierda, influidos por la figura todavía poco conocida pero determinante de Ernst Niekisch, jefe de la corriente nacional‑bolchevique, que conciliaba lo que parecían ‑entonces, ya no‑ extremismos opuestos.
A diferencia de la corriente hitleriana, los Jünger viven el nacionalismo como se podría hacerlo. Hoy ante los desastres ecológicos y la sórdida hegemonía financiera y subculturizadora que se esconde detrás del mito de la globalización: «Nacida de la racionalidad burguesa, la todopoderosa técnica se resuelve contra quien la ha engendrado. El mundo avanza hacia la técnica y el individuo desaparece, el neonacionalismo debe ser la primera tendencia en extraer estas lecciones». (En Arminius, 1926!)
A diferencia del nacionalismo conservador y represivo, fundan una corriente de «nacionalismo revolucionario» que es capaz de convocar esas fuerzas de izquierda, pero a partir de la muerte de Rosa Luxemburgo, serán devorados por la castradora «globalización» del internacionalismo socialista que entonces, mucho antes que los mercaderes de hoy, propugnaban una cultura igual, un hombre igual, un mundo uniforme.
Ven en el liberalismo la culminación del pasatismo burgués, la ideología del mercachifle y no la del poeta, del santo o del guerrero. Acusan al intelectual humanista, al «Literat» como la lacra ya condenada por Spengler, capaces de corroer la sociedad, abusando, disimulando y calumniando a través del mito de la libertad de prensa, que en realidad encubre un empresariado económico y político.
Este pensamiento culminará en la obra todavía poco conocida, pero esencial, de Friedrich Georg Jünger y en el libro más ambiguo y sugestivo de Ernst Jünger: El Trabajador, de 1932.
No es este el espacio para analizar un breve ensayo que tiene la intensidad y la perplejidad de lo realmente nuevo. Diría que El Trabajador señala la Figura de nuestro tiempo. Es la realidad que se nos impone, como el tipo de esta época. Crea y transforma la historia. Poco tiene que ver con la moral o la política. Es una superación del burgués y del obrero (socialista o capitalista). El Trabajador absorbe a todas las clases. Es el espíritu dominante. Dejará atrás todas las políticas forjadas en el siglo XIX. A esta «figura» corresponde la movilización total de la sociedad a través de la producción y la tecnología. Sólo se puede ser libre si se acepta esa figura de nuestro tiempo. Para Jünger ya no hay posibilidad de retornar a «valores» sentimentales. Hay que encaballarse a la gran imagen actual y cabalgar el tigre. Unido El Trabajador a la tecnología en su desarrollo paroxístico, se crea una dominación perversa, es una sociedad de titanes pero sin dioses. Jünger entrevió que el supremo destino del Trabajador era dominar la tecnología y adecuarla a lo humano y a una relación no destructiva con la naturaleza. Esto significaba superar la era de demiurgos y titanes para consolidar el retorno de los dioses. La epifanía que necesita esta sociedad triunfante en las cosas y enana y desabrida en todo lo humano.
El símbolo del hacer actual es el titán Prometeo. Es admirablemente fuerte, pero desemboca en la Nada, en el nihilismo.
El ascenso del nazismo al poder significó para Jünger la continuación de su eterno exilio. Tal vez creyó en algún momento, como Heidegger, Benn, Lorenz, Heinrich Mann, que el nazismo significaría una refundación pagana del mundo, una apertura revolucionaria hacia los valores profundos de naturaleza, tierra, sangre y germanidad. Pero en su caso no hubo compromiso alguno. Desde 1933 se indispuso con el régimen. Se emboscó. Se fue a vivir a una pequeña aldea. Se dedicó con ahínco a la entomología, coleccionó libros, insectos, vinos finos. Sin esperanza en triunfos exteriores fue publicando sus libros. Tormentas de acero. La Colina 125. Heliópolis. Acantilados de mármol. Heidegger lo incita a reeditar El Trabajador.
Jünger publica sus libros en Klett‑Cotta, una editorial poco comercial del sur de Alemania.
Es el tiempo de sus reflexiones exóticas. De sus investigaciones con drogas (era amigo hasta su muerte de Hoffmann, el sintetizador del lisérgico).
Comprende cabalmente el aforismo de Nietzsche: «todo lo que no mata nos hace más fuertes», porque sus heridas y sus condecoraciones lo preservarán de las iras del poder.
Es movilizado como capitán de reservas en 1939 y enviado otra vez al frente de Francia. Esta vez ya no hay por la guerra el élan de 1914 y el espíritu aventurero. Su Diario es desconcertante. Cuenta el avance alemán hablando de flores, de colores, de paisajes y campesinos franceses. Se burla. Nos enseña a no ceder, a anteponer lo mejor de la vida en toda circunstancia. Llamará al primer tomo de sus memorias, Radiaciones: jardines y caminos.
Su diario parisién está determinado por el mismo esfuerzo: hacer prevalecer lo humano sobre el horror y la humillación de la ocupación. Sólo una civilización como la de los franceses puede comprender el juego: le permiten asistir de uniforme a reuniones con Picasso, Colette, Montherlant, Céline, Cocteau, Gide y el grupo de críticos de la Nouvelle Revue.
Cenas en los grandes restaurantes. Caminatas por librerías de viejo y rincones de coleccionistas. Vive probablemente amores con esos personajes que nunca describe y encubre con seudónimos, Charmille, Doctoresse… (Hitler se llamará «Kniébolo», y critica su modo de usar el mecanismo racional tradicional para explicar sinrazones).
Así como no exagera de ese París que ama entrañablemente (su «segunda patria») cuando repentinamente lo envían al infierno del frente ruso, en 1942, tampoco pierde el aristocratismo salvador de ponerse por encima de las penurias.
Vivirá la derrota de los ejércitos en el frente oriental. De las cenas del Ritz pasará a la sopa de coles, sin variación posible. Debe luchar con las ratas para conseguir un espacio para dormir.
Para colmo sus libros son prohibidos con la excusa «de que sólo hay papel para cosas importantes» (Goebbels).
Los desastres bélicos se suceden. Los triunfadores son también despreciables. Jünger se embosca otra vez en su aldea ya que la vida pública es atroz e incontrolable, edificar mi casa y mi aldea como si fuera el Mundo…