La Gaceta, 04/12/1988
La aportación de ciertos libros conlleva el desconcierto entre los comentaristas de novedades literarias. Cuando esto ocurre, no es raro que prefieran el prudente silencio.
No siempre las obras, que por su estructura o lenguaje provocan esa reacción, son necesariamente extraordinarias.
Recuerdo en Italia la expectativa con que se esperó Oréynus Orca, de Stefano D’Arrigo. El autor había trabajado casi cuarenta años en ella. Pretendía ser una suma de los sucesivos lenguajes de toda Sicilia, en sus diferentes ratos sociales e históricos. Mondadora la preparó con cuatro traducciones simultáneas. Es quizás el libro más extraño escrito en Italia, desde las novelas de Gadda; pero algo faltaba. Ese algo inefable, ese «ángel» que separa a la obra lograda del intento arduo o valiente.
Cuando el Ulises de Joyce, editado en París casi clandestinamente, llegó a Londres, nadie sabía cómo reaccionar. Eliot, Virginia Woolf, Middleton Murry, todos estuvieron desconcertados. Su genialidad ‑a diferencia de Oreynus Orca- se impuso mundialmente por propia fuerza de gravedad.
En nuestro medio (Latinoamérica y Argentina), los grandes libros dejaron perplejos a los comentaristas de carriles previsibles. Fue el caso de la mayor obra del barroco americano, Paradiso, de Lezama Lima. Borges mismo fue minoritario y discutido hasta más allá de sus 55 años de edad. Sin Roger Callois, que lo impuso en Francia y de allí en todo el mundo, todavía sería un autor discutible. Hacia 1956 aproximadamente, la revista Contorno le dedica un número para negar la importancia de Borges.
César Fernández Moreno dedicó dos páginas de la revista más leída en algún tiempo de Buenos Aires para denostar la novela de Sábato Sobre Héroes y Tumbas.
La mediocridad de esos autores de “ensayitos periodísticos» (como los llamaba Vladimir Nabokov) debería ser conocida por los autores jóvenes para darse coraje. Les bastaría leer el comentario del que fuera el más importante matutino de Argentina, dedicado a la primera edición en español de La Metamorfosis de Kafka, o a Paradiso de Lezama. Son piezas increíbles de arrogante ignorancia literaria.
Adolfo Colombres, autor de muchas obras literarias y de sociología, antropología e historia, con el acento puesto en el pasado americano y la pervivencia aborigen, nos presenta una de esas obras desconcertantes, que aparecen muy de vez en cuando en la literatura de un país, desbordando los carriles de lenguaje y de concepción literaria a que se va acostumbrando la pereza de lectores y de críticos. Esta obra es Karaí.
Una extensa novela que, naciendo con los mitos tupí‑guaraníes, se transforma en el descomunal viaje de un héroe itinerante que en su quijotesco periplo pone en evidencia la realidad social, política y cultural de un continente, y en particular de nuestro país.
Karaí, el nombre del héroe (el subtitulo del libro de casi quinientas páginas), es «Mito epopeya de un zafio que fue en busca de la Tierra sin Mal». Es en realidad un libro de aventuras. Un inmenso canto al alma americana, abriéndose paso a través de sucesivas deformaciones político‑culturales.
La mitología tupí‑guaraní creía en un paraíso terrestre. Los guaraníes, pueblos itinerantes, lo buscaron danzando y en sucesivos desplazamientos. En la cosmogonía guaraní, Karaí era uno de los cuatro dioses suplementarios. Era el «dios del fuego y del Fervor». Y, en efecto, el personaje viaja llevado por un entusiasmo (palabra que uso etimológicamente) indeclinable, es un verdadero Quijote indígena.
Si hubiera que buscar los parámetros literarios y referenciales de este libro, habría que citar en primer término Macunaima, la obra clásica de Muto de Andrade. Creo que ésta es la base y la guía de la inspiración de Colombres. Luego el Quijote, por la «divina sinrazón» del héroe, y Rabelais, Gargantúa y Pantagruel, como impulso hacia lo pánico, lo descomunal y goliardesco de un lenguaje y de una mitología que se vive más a través de la particularidad verbal que por las situaciones mismas.
Hay una minuciosa reconstitución de las epopeyas indígenas y sus mitos, sin trenzados al servicio de una confrontación entre el país real, profundo, y el país aparencial, cuya exponente más pecaminosa es la capital Trapalandia.
Karaí viaja, siempre buscando el paraíso final, pero su viaje es en realidad un crucero a través de todos los infiernos. Lo llevan el «fervor de su esencia semidivina y el erotismo solar: La tragedia se torna alegría, episodio superable de algo mayor que será la verdadera vida, el alcance de ese Yvy‑Mara‑Ey, la Tierra sin Mal.
No es el objeto de estas líneas otro que el de señalar la obra absolutamente distinta, poderosa, ambiciosa, en un horizonte literario donde lo ramplón (desde el psicologismo social de los temas, hasta ese balbuceo canchero, porteño, de mil doscientas palabras) prevalece en nuestra «desmantelada república de letras».
El léxico que usa Colombres, con una creación paciente, es quizás el más extenso utilizado hasta ahora en las letras argentinas. Esto por sí mismo no bastaría para que la obra alcance plena verdad y vida, pero es digno de ser destacado. Utiliza arcaísmos, indigenismos, lunfardo, palabras guaraníes, ritmos poéticos y una acción abrumadora.
No adelanto el final del libro. La aventura se repite como en un eterno retomo. Como en Macunaima, tal vez la voluntad mítica del autor, pese a las tantas riquezas literarias, sofoca un poco la vida misma del personaje. (No son pocas las obras en las que el protagonista se ahoga en su propio lenguaje).
Es un libro distinto. Está en el lector juzgar. Trasciende de lejos las pobres intenciones literarias de nuestros connacionales. Su apuesta es tan grande y alta como el esfuerzo de crear este verdadero océano verbal.
El tiempo dirá si es un Oreynus Orca o un verdadero Ulises tupí‑guaraní.