El Mundo, 24/02/2004
Cortázar, pasados los años, es uno de los escritores más queridos por los jóvenes. Incluso fue un ídolo de aquellos adolescentes que a partir del mayo del 68 encontraron en sus libros un tono de alegre bohemia de sudamericanos en Paris. Buenmuchachismo y festiva bohemia que incluía la revolución armada casi como una travesura de fiesta a fin de año.
Literariamente, Cortázar asume el perfil de un libertador de las formas narrativas rioplatenses, todavía demasiado ligadas a la lógica narrativa de la novela francesa. Impone el juego, el humor, la irreverencia y la gracia. Continuamente invita a la sonrisa y al guiño. Las historias de sus Cronopios y Famas le acercan a la estéril fascinación de lo absurdo. De París tomó las gracias de Jean Cocteau, de Argentina las aperturas de Macedonio Fernández.
Se había ido de la Argentina con mal humor antiperonista en 1952. Compartió el desprecio ante el peronismo de toda una clase media porteña. El, que moriría creyéndose socialista y prerrevolucionario, no comprendió (el desprecio se lo impidió) que ese peronismo de Perón y Eva Perón conllevaban una transformación nacionalista y social que determinarían durante más de medio siglo la vida argentina y sudamericana.
Vivió el París confortable, espiritual, de premios literarios ensalzados como genios anuales. Completó esa formación extraordinaria, cosmopolita, que tenían los escritores argentinos. Absorbió ávidamente el universo de Proust y de Artaud, la música de Xenakis, el jazz, la novelística inglesa, las geometrías geniales de Mondrian.
Dejó atrás sus poemas de provinciano (de Chivilcoy) llegado a un Buenos Aires de profesores.
Se propuso la libertad y la búsqueda. Su poema Los Reyes nos parece ya una melopea solemne, impostada. París le alcanza el conocimiento más importante para un escritor y para todo artista: escribir desde su ser, ubicarse en su propia –intransferible- voz.
Después del intento mediocre de Los Premios llega a la liberación de su estilo, Rayuela. Este era el libro para el cual estaba destinado.
El libro nacido de su voz, de esa eterna adolescencia que le hizo pasar los setenta años con un rostro púber, fresco. Rayuela es movimiento, ritmos, sabor de vida intensa, voluntad de otra vida no burguesa. Es la crónica de Olivera, de Traveler, de la Maga (mi amiga Edith Arón), de la desafortunada e insistente pianista Berthe Trepat.
Tal vez era otra crónica de otra generación perdida. De una generación que tuvo su llamarada de dos semanas de 1968 y que luego no sería más que una generación vencida. En todo caso es una legitimación de lo juvenil de la época, una especie de Joyce para teenagers.
Yo llegué a París siete años después de Cortázar para doctorarme en Ciencias Políticas. Cortázar trabajaba como traductor en la UNESCO y vivía con su compañera, esposa y cómplice literaria, Aurora Bernardez. El cosmos laberíntico de la UNESCO le permitiría conocer estrafalarios personajes nórdicos o del centro de Europa, que se agregarían a Oliveira, Tabita o Traveler.
Viví aquel París desde el ángulo estudiantil y no conocía a Cortazar que publicaría Rayuela creo que en 1962. Pero vivimos aquel ambiente: Sartre y Simone de Beauvoir contando su visita a Cuba y los diálogos con Fidel. Mario Trejo en el Tabú de la rue Dauphine, Martha Argerich ensayando en el piano del Pabellón Argentino de la Ciudad Universitaria. Alicia Peñalba, la sombra de Pettorutti. Daniel Devoto casado con la arrogante hija de Valle Inclán, muy amigos de Cortázar. La orquesta de tango en el sótano de La Coupole con los bandoneonístas vestidos de gauchos con bombachas de seda. El cantor nacional Enrique Rondó. El viejo café Old Navy en Saint Germain y aquellas mañanas grises y frías en las que entraba en mi primer novela, Los Bogavantes. Era el París con aire de renacimiento, que crecía hasta el estallido vital y estéril de 1968.
Sólo cerca de 1980 hablé con Cortázar, compartiendo el estrado de un congreso sobre el cuento latinoamericano, en la Sorbona. Nos presentó Manuel Scorza y ya en él todo era predominantemente político.
Cortázar ocupaba el merecido centro del simposio, porque sus cuentos-relatos, fueron el mayor logro de su prosa final. Sus exaltaciones eran políticas y ligadas al horror de la dictadura argentina y a esperanzas de utópicas guerras de liberación.
62 Modelo para armar y El libro de Manuel están inficionados por una presión ideológica que aquel adolescente eterno había adoptado con ortodoxia y obstinación de militante advenedizo.
La política, como a casi todos los artistas, le hizo mal. Y él, que había huido en 1952 de lo que suponía el horror de las masas peronistas y de sus dirigentes, pretendía conocer y enjuiciar la realidad feroz de los intereses y violencias del mundo, desde su ética de artista feliz y ya famoso en París: Fidel ya estaba mal, mal lo soviético, bien Guevara y la guerrilla artesanal latinoamericana, mal el capitalismo, mal Mao, etc . De modo que su idea del socialismo (sin Mao, Stalin o Rusia) era como un guiso de liebre, sin la liebre.
Un año antes de su muerte, en 1984, no encontramos con Severo Sarduy y él. Fue una larga comida en el restaurante tailandés que frecuentaba el gran Severo. Cortázar nos llevaba veinte años. Sarduy era un exiliado del castrismo, sin embargo Cortázar, que ya había manifestado sus rupturas con Cuba, no se inmutaba en su discurso son concesiones, más bien ideológico-estético. Vivía lo de Nicaragua como la iluminación, un satori político folcklórico.
Sólo se interesó por la política y por su reciente viaje a Nicaragua. Su política no era de razón o de pura emoción, era más bien una almibarada adhesión a un socialismo naciente en el que el mediocre Ortega y el coronel Borge, le merecían admiración y esperanzas incompartibles que llevaban a Cortázar a una visión ingenua del futuro de América. Para su suerte no le tocó ver que aquella Nicaragua “la más dulce” terminaría en el apoyo popular a una ama de casa, la señora Violeta Chamorro.
Era innegable su disponibilidad, sorpresa, buen corazón. Pero si lo entendí bien en aquella sobremesa, manifestaba una pasión socialista abstracta, porque ya sin Castro, sin los soviéticos, sin China, sólo se salvaba esa Nicaragua y la boina de Ernesto Cardenal. El socialismo del último intento.
Su socialismo era espiritual, si puede decirse esta paradoja. Sentía un rechazo total por la organización burguesa y mercantilista que se imponía arrasadoramente como una subcultura, y a la vez mantenía una reserva de origen liberal ante los totalitarismos.
Cuando murió en París en 1984, el mundo cultural demostró su aprecio por este escritor de aperturas, de humor y de generosidad. El cementerio de Montparnasse tuvo en esa tarde más vivos que muertos. Una larga hilera de amigos llenaba los corredores entre sus tumbas prestigiosas
Aparte de su esposa estaban otras “viudas” importantes en la vida de Cortázar, como Ugné Karvelis, la poderosa intelectual que lo promocionó en París cuando era un desconocido. Quiso ser enterrado en la tumba de su última compañera, Carol Dunlop, muerta un año antes. Nunca se supo exactamente el origen de esas muertes. En el caso de Cortázar, dictaminaron leucemia.
Las enconadas viudas principales eran saludadas en dos posiciones a veinte metros de distancia. Ugné Karvelis había sido su introductora en el mundo de la gloria parisina. A las dos viudas de cuerpo y alma se agregaba un cardumen de viudas (de ambos sexos) que pretendían un lugar privilegiado en la estela de fama que dejaba el escritor. Su velorio estaba recorrido por el secreto humor que habita toda su obra. Parecía que él mismo hubiese escrito el libreto de su entierro.
Cortázar escribió el libro al que estaba destinado, Rayuela, esa especie de reivindicación de la vida sin protecciones y de las aventuras personales y posibles. Eligió más el brillo que la profundidad, y abusó del juego alegre de las palabras, pero en todo caso Cortázar, el más querido, quedará como un afirmador de la vida en libertad y con disposición hacia lo noble. Literariamente será uno de los más notables destructores de la “razón narrativa” y del pesado esquema de la novela tradicional. Rayuela es la mayor irreverencia en nuestras letras contra la tiranía del “tiempo y del espacio narrativo”.