La Nación, 07/02/1992
América latina, la Argentina, toda Iberoamérica, seríamos los protagonistas de una revolución callada. Estamos tan mal acostumbrados a opinar mal de nosotros ‑a ningunearnos‑ que ya nos cuesta creer en la posibilidad de ser protagonistas de un proceso importante para el mundo.
Como pasó con el desmoronamiento comunista; nadie nos hubiese vaticinado hace dos lustros que en pocos años pasaríamos del irracionalismo militar‑caudillista a democracias consolidadas (incluso en el caso «desesperado» de Bolivia casi con tantos tiranos como años de vida independiente; incluso los argentinos, que ya empezábamos a creer que el famoso «equilibrio de los tres poderes» seria entre nosotros el de las tres Fuerzas Armadas con sus adustos comandantes). En otro aspecto, en cinco años, casi unánimemente, desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego, luchamos por librarnos Pe la metafísica y acomodarnos a la realidad económica del mundo tal cual es.
Estos temas se comentaron en un reciente simposio en la Universidad Complutense de Madrid bajo la presidencia de Julio María Sanguinetti, que convocó a políticos y escritores (Oscar Arias, Belisario Betancour, Javier del Rey, José Sarney, Helio Jaguaribe, Juan Guillermo Cano, Pérez de Tudela, Marta Canessa. Por la Argentina, el presidente Alfonsín ‑que no pudo asistir por problemas partidarios‑, Natalio Botana y quien suscribe). El presidente Felipe González quiso cerrar el encuentro como demostrando la importancia que ahora concede España a una América latina que en Madrid muchos dieron por muerta o «africanizada» antes de tiempo.
Ahora que los alemanes, con su espectacular reunificación y su expansión cultural y económica en el centro de Europa, desequilibraron el pacífico pelotón de la comunidad los españoles se sienten impulsados en este evocativo 1992 a descubrir otra vez América (confiemos en que lo hagan con menos violencia y confiada torpeza).
España comprende que el mundo vive hoy una realidad político‑económica determinada por grandes espacios culturales: la germanidad, los anglosajones, la comunidad (cultural) europea, China, el mundo árabe. Iberoamérica es uno de esos grandes espacios, consustanciado con el pasado existencial de España.
Y también los capitales empiezan a seguir la ruta de Colón. Ante el caos ruso y las incapacidades organizativas y gerenciales de la Europa del Este fluyen ahora hacia México, Colombia, Chile, y ya también hacia la Argentina. Es buen índice. Sabemos que el capital carece, como los escorpiones, de toda sentimentalidad; para él la palabra «caridad» es un invento de la teología‑ficción medieval.
Si invierten es porque andamos. Iberoamérica anda, después de siglo y medio de atomización (en provecho de otros). Nuestros presidentes se reúnen, se consultan. Guadalajara es una realidad.
¿Y qué es esa Iberoamérica?, se preguntó en el simposio. No es el éxito de una fórmula política; no es una realización económica (más bien, salvo momentos excepcionales, fuimos un fracaso en ambos sentidos). Vistos de lejos, desde otros continentes, los latinoamericanos aparecemos como una particularidad cultural, una Europa periférica (como decía Borges), salvada por cierto subdesarrollo ilustrado. Tierra de posibilidad ecológica (Amazonia, Antártida, Los Andes). Posibilidad de construir sin repetir caminos equivocados, tanto en lo humano como en la aplicación de una tecnología que amenaza la vida misma del planeta.
Si América latina no desapareció ha sido porque la sostuvo el armazón cultural. Todavía somos, pese a nuestra autodestructividad. Cultura quiere decir estilo humano, carácter, ritmo. Somos la tradición europea, pero puesta a prueba y mestizada. Somos un idioma. Un vitalismo sin decadencia que alza nuestra calidad de vida, incluso de los bajones de la miseria y de la represión política. Somos proclives a la metafísica, al mito y al quijotismo; y aunque estos lujos cuestan caro en la sociedad alienante que nos toca nos otorgan cierta «ventaja comparativa» de orden espiritual, que se ha perdido en los países que jugaron imprudentemente la carta de las meras cosas.
Somos herederos y parte de la mediterraneidad, de la latinidad.
Ese legado incluye heterogéneas aptitudes: la espiritualidad católica con todos sus límites y dones, el idioma unificador, el alivio civilizador de la racional cultura francesa, una itálica inclinación por el buen gusto creativo. Somos un baluarte en la ancestral lucha de la mediterraneidad contra la arrogancia de «los bárbaros del Norte», como se dice en Sevilla.
El caso argentino
Siempre somos un caso. Siempre hay en nosotros una particularidad destacable. Sin bien participamos totalmente de las condicionantes de la iberoamericanidad, la Argentina tiene algunos matices, que el agudo sociólogo brasileño Helio Jaguaribe destacó. Calificó a la Argentina como el «país indudablemente condenado al éxito», de modo que los buenos datos de nuestro arranque económico no le parecían más que lo lógico. Para Jaguaribe la Argentina tiene un gran vitalismo, una voluntad de ser proveniente de un mestizaje inmigracional felizmente integrado. Hay una armonización entre el mundo europeo y nuestras características folklóricas. Y esto pudo ser porque no hay en la Argentina una cultura campesina como centro de reacción. En nuestro país el hombre del campo vive expectativas «modernas», se siente integrado. Probablemente; vive en un pueblo y va a trabajar; al campo. No hay sectores de retardo como el nordeste de Brasil o el campesinado andino. Jaguaribe afirmó que en esto la Argentina se salva de problemas que todavía padecen Italia y España, con grandes zonas de atraso debido a la reactiva cultura campesina.
La rapidez, la inteligencia popular, nuestra a veces peligrosa viveza, tal vez provengan de esta particularidad analizada por Jaguaribe. Lo criollo, el culto del gaucho, el mito gaucho, son en la Argentina no una realidad de atraso, sino una dimensión aristocratizante. Un impulso, como lo es, todo mito. Y un impulso de valores nobles es mucho más enriquecedor, por cierto, que el egoísmo pequeño burgués, retardatario, de los «campesinados» con su terror por lo nuevo.
En suma, la Argentina sería una particularidad cultural feliz, tiene un pie en la barbarie (nórdica, modernista) y el otro en la civilización (el subdesarrollo contemplativo). No debería romper ese delicioso equilibrio.