La Nación, 24/07/1992
SEVILLA. ‑ El bandoneonísta es melancólico, como se debe, pero desgraciadamente esa melancolía no se encuentra con el tango que ejecuta. Carece de atril: instala sus partituras en el piso del rincón que ocupa.
La gente, con indumentaria veraniega y solar, ingresa en una penumbra de pornoshop guiada por unas simpáticas gauchas, con bombachas salteñas de las que se venden en Punta del Este, y es acomodada en el suelo, haciendo ruedo, para su iniciación en el rito porteño.
Entra la pareja de danzantes; son jóvenes, pero se los ve devorados por una sombría angustia dostoievskiana, se vistean a distancia con algo de gallos de riña (el viejo rencor de la ancestral guerra de sexos). El es tan melancólico como el bandoneonista: blusa de mangas largas, pantalón negro con costuras distendidas, brillos, rodilleras y hasta una rotura de suela, que testimonian las fatigas de una ardua coreografía autodidáctica. Lo contrario del sosegado canyengue del tango que, como bien se dijo, es una forma de caminar.
Ella es bonita y está sobria y completamente vestida de negro. Lo mira con seriedad y un desafío que contradice el dócil sometimiento a los pases machistas, a la violencia coreográfica a que la somete su partner, una especie de amalevado Nijinski de arrabal. La levanta y se la pone de bufanda, luego de mochila, la desliza, ella dura como tabla, entre sus piernas. La revolea buscando un estilo que no aparece. (La familia canadiense que está a mi lado me mira de reojo. Se ve que cree que bailamos así y que hacemos esas cosas que en Montreal más bien exigen el hotel alojamiento.) En un momento culminante, él le sacude un bofetón de utilería. El ruido lo pone ella más o menos disimuladamente con sus manos, como los falsos luchadores de «vale todo». Por fin, el bandoneonista logra la postrera expiración de su fuelle sin ángel. Pesca la partitura con el talón y los turistas aplauden con gentileza matinal. Los argentinos salen frustrados, con nostalgia de tango y nostalgia de Virulazo‑ En el corredor del Pabellón Argentino hay un papel pegado con scotch que explica un poco las cosas: tango cada media hora.
También se ve un documental sobre la Argentina: vacas, pampa, el glaciar, Iguazú, curiosos obreros sonrientes, rápido perfil de Borges, un breve maradonazo, la 9 de Julio desde un helicóptero, el alivio de cuatro compases de Troilo, la Florida de los perversos quioscos de revistas… Como se ve, fue concebido con originalidad y hay que reconocer que ni un solo pantallazo nos expone al sobresalto de la presencia de talento.
Luego el pelotón de visitantes no se sentirá tentado por las carteras, camperas y chucherías afolklóricas, de esas que se venden por la zona de Leandro Alem. Las gauchas, una verdadera montonera de recomendadas, despide al dócil pelotón turístico.
En los altos, con buena vista sobre el lago central, hay nuestros buenos y reconocidos vinos y carnes a 80 dólares por persona (pero esto es por causa de los increíbles royalties que exige España para compensar su colosal dispendio). Es el restaurante más exitoso y concurrido.
La intervención
Fue fulmínea y necesaria como pampero en bochorno de enero. Oportuna, porque estamos en los comienzos, a más de tres meses del final de la exposición. Los causantes están destituidos y se dice que algunos ya con problemas con organismos internacionales especializados. El Presidente y la Cancillería enviaron con carta blanca al embajador (de carrera) Gustavo Figueroa. Inmediatamente, dispuso traer la colección de platería colonial argentina desde París, donde se exhibía, y se término su decoración dos horas antes de la visita del rey, que había elegido al pabellón de la Argentina entre los cinco que visitaría. Se nombró director a uno de los funcionarios más competentes de la Cancillería que se abocó a preparar un nuevo documental y a diezmar y disciplinar a la dulce montonera. Se restablecerá una verdadera presencia del tango, tan de moda internacionalmente, tan adulterado.
La Expo‑nada universal
Comparativamente con el resto de América latina y del mundo, lo de nuestro pabellón es un episodio generalizado: haber hecho las cosas sin objetivos. Sólo cuatro países latinoamericanos construyeron un pabellón propio y sólo en el caso de México se justifica. Los chilenos, que siempre luchan para tratar de superar a los argentinos en algún campo, esta vez lo lograron: pusieron pabellón propio (nada de Mercosur), tal vez un poco infatuados por sus admirables exportaciones de hortalizas y frutas. Trajeron un enorme pedazo de hielo y construyeron a su alrededor una colosal heladera. Se derrite, pero muy lentamente, y los altos funcionarios confían en que pase su agosto (¡sevillano!). Algunos nacionalistas chilenos sugieren que ese miniglaciar no es representativo: por razones de costos y distancias habrían comprado el hielo en Groenlandia.
México montó justificadamente un gran pabellón con un sistema de audiovisuales y reconstrucciones que son una respuesta inteligente y medida de la interpretación autocomplaciente que sigue haciendo España de la Conquista y el Descubrimiento. Los mexicanos salvan la plata de toda América latina, sabían lo que querían y lo lograron.
España hizo un colosal gesto de potlach, esto es una gran ofrenda o fiesta para recuperar prestigios, y lo logró. Es el país de moda, la locomotora cultural de una Europa decadente. Y en el conjunto mundial aparece con América latina, predominando, ocupando el espacio de un verdadero imperio cultural que los iberoamericanos tenemos y no sabemos todavía poner en valor.
Salvó Francia, cuya exposición es un cuidado homenaje a la cultura frente a la impostura de la subcultura comercializada a escala mundial, las «potencias de punta» no tienen nada que decir. Es como la exposición del ante‑fin del mundo. No muestra lo que hay, sino más bien la nada que nos amenaza. La Expo es una orgía de materiales innobles, un millonario y efímero universo de plástico, lonas, tubos pintados, máquinas de utilería y mamparas rebatibles y descartables. Es como el remate o el velorio de esa «modernidad» que nació justamente en 1492, con la aventura de España. Es simplemente la Expo‑nada. Un fracaso de luz y plástico promovido universalmente por la publicidad, un gigantesco decorado tipo Disneylandia, pero sin Pato Donald, una gran kermés de parroquia andaluza programada a escala mundial por donde flota una masa de turistas de pies calientes, comiendo bocadillos y helados para salvarse del castigo de los precios.
Es la exposición del vacío espiritual de nuestro tiempo. El producto de una sociedad que no cree en lo que impuso. Es el producto de quienes no ven en el universo más que un descomunal bostezo de un Dios ausente.