La Nación, 08/05/1989
Lo que nos pasa es increíble: no tuvimos guerra ni peste, no nos comunicaron el cierre de los mercados de soja o trigo o alguna medida atroz del siempre temible Fondo Monetario Internacional. Y, sin embargo, en pocos dios nos encontramos casi en el pánico, en el último umbral para conjurar una explosión económico inflacionaria de consecuencias sociales imprevisibles.
Pues bien, este sobresalto nacional se lo debemos a la última travesura de los xiristócratas del Banco Central (xiristocracia es el gobierno de los mediocres). Con una simple medida lograron desencadenar una incalculada explosión de desconfianza. En su alegre impunidad no supieron que sería la gota que haría rebalsar la fatigada copa de la paciencia nacional.
La actual crisis no es más que un apagón de la credibilidad pública. La clase desgobernante logró a través de la arrogancia de ciertos funcionarios que estallase algo que madura desde hace tal vez dos decenios: la convicción nacional de que los problemas superan ya a quienes se presentan como pilotos profesionales. Los argentinos hemos terminado por sentir como algo definitivo que el tigre se nos viene encima y los domadores no eran más que aficionados.
Lo cierto es que estamos a punto de cumplir lo que aseveró J. W. Kilkenny, el politicólogo asesor, especialista de la OCDE, cuando dijo que »en la Argentina se cumple ya el sueño de Bakunin: alcanzar la anarquía sin derramamientos de sangre.
El Estado puede cesar por abolición violenta, por infuncionalidad económica o por progresiva necrosis de sus órganos. Entonces se produce la anarquía: los ciudadanos se salvan o pretenden salvarse en forma disparatada, diversa, individual. Buscan la protección desorganizada: el comerciante remarca a la bartola; el productor esconde su bien, la mercadería; el consumidor esquiva las sucesivas estafas de cada día y, si puede, compra dólares o algún objeto de valor perenne (el argentino, admirable ahorrista, en medio de la debacle, busca escamotear el saqueo siempre con sentido constructivo. Es patético; pero creo que corresponde señalar esta heroicidad de nuestro pueblo: en una villa miseria del Gran Buenos Aires la gente salió a comprar ladrillos y sanitarios de demolición, por si alguna vez llega el agua corriente, y «por si se acaba el austral»).
Luz guiadora
En medio de la amenaza se produce una luz guiadora: la xiristocracia, incapaz de controlar el comienzo del caos, parece reaccionar por un instinto y aceptar ser guiada por los factores de poder (o las víctimas de la inoperancia, si se prefiere: los productores industriales y agrarios, los técnicos, los obreros que padecen el centro de la crisis, la prensa reflexiva, etcétera). Esto es saludable y se produce mientras la gran mayoría de los políticos están empeñados en la costosa fiesta de la sonrisa audiovisual, como una bardada de gorriones traviesos que llenan con sus trinos disonantes los histéricos desayunos radiales de los argentinos‑objeto.
La idea de la unión para la crisis, movida por las corporaciones conscientes del peligro, es un episodio importante y orientador de lo que tendrá que ser la política inmediata de nuestro país: la creación decisiones surgidas del diálogo y del consenso sectorial. Por ahora, el político tendrá que bajarse, del caballo y transformarse en humilde gestor de una democracia participativa. Lo ocurrido en estos días es muy significativo: en la anarquía, el poder de algún modo fue tomado (en lo que hace a las decisiones económicas por quienes no están dispuestos a confundir la agonía de un gobierno con la de un país pujante, intacto en lo que hace a la esencia de su poderío: voluntad creativa y productiva. capacidad agraria e industrial; un pueblo inteligente con la salud de pretender una vida digna (hecho poco frecuente en otras partes del mundo).
Dilema
Vivimos días críticos, probablemente una hora cero. De este punto, o pasamos a una organización funcionarte o nos precipitamos en un caos de desilusión de consecuencias incalculables.
Estamos cerca del punto de no retorno: los sindicatos no pueden administrar más una presión social justa ante la inexistencia de salario. El Ejército está dividido (hecho éste que se oculta en el país que es la capital mundial del eufemismo, donde al hospital le dicen nosocomio, al ciego no vidente y al ladrón «autor de ilícitos»). Bastaría un desorden mayor de cualquier origen para que se ponga en evidencia una tragedia que hasta ahora se oculta con retórica de silencio.
Escribí mis libros muy en torno de la historia de España y puedo recordar que en agosto de 1932 se levantó contra la República el general San Jurjo, el oficial de mayor prestigio militar y capacidad técnica demostrada en la Guerra de Cuba, en el Rif, en Melilla. Fue vencido con sus oficiales adictos. Primero lo condenaron a muerte, después se conmutó la medida y se dispuso prisión perpetua hasta que, en 1934, fue beneficiado por la amnistía. Desde aquel levantamiento en España hubo un ejército real con los oficiales técnicos dirigidos por dos generales rellegados, no asimilados por el sistema, que sin embargo eran los verdaderos jefes, con prestigio de combatientes: eran Sanjurjo y Franco.
Los cabecillas del alzamiento de 1936 que conllevaría un millón de muertos y cuarenta años de fascismo. (Algunos militares argentinos fermentados en un microclima de problemas castrenses pueden sentirse tentados por el «demonio del orden». Sería trágico porque esta vez el consenso absoluto de la Argentina está por la democracia aunque tantas veces haya estado por los alzamientos ‑incluso en el insólito caso del derrocamiento de Illia‑. Si un error de ese tipo se produjese, llegaríamos a una confrontación sangrienta.)
Alguien llamó a la «democracia boba», porque entregaba todas las banderas de orden, eficiencia y autoridad disciplinaria como si fuese un patrimonio exclusivo de los gobiernos de fuerza o de los militares y no una obligación también de la democracia. En tiempos estables se impone la democracia como administración, pero en tiempos de crisis nacional ‑y de toda América latina, como es nuestro caso‑ se exige una democracia de conducción, capaz de saber maniobrar, hasta poner en buena marcha la realidad económica y social distorsionada. La confusión de democracia con debilidad suele tener resultados letales.
Un teatro vacío
Despierten los políticos de sus labores de seducción televisiva. La Argentina ya no puede pagar más la eterna adolescencia en el poder. Los dirigentes son los únicos que han quedado fuera de ese «nivel mundial de calidad» que han logrado los argentinos. Este es el país de Borges, de Favaloro, de Bunge, de Fangio. Es el país de los científicos de la Comisión Nacional de Energía Atómica que, aunque, no son estrellas televisivas, son quienes lograron en tres lustros la mayor aventura científico-tecnológica de toda Hispanoamérica.
Por suerte nuestra hora cero coincide con las elecciones. Es el momento de consolidar la comentada participación en la decisión como un compromiso nacional de resurgimiento. Los políticos deben saber que se han quedado solos en un teatro vacío y que la angustia nacional ya no puede pagarles la diversión.’
Sólo con la participación activa pasaremos del resentimiento (pro golpista) al orden democrático funcionante que merecemos.
La Argentina moderna se organizó desde el Acuerdo de San Nicolás (1852), donde todos los sectores que contaban (en ese entonces era un problema principalmente político) negociaron equitativamente sus derechos y deberes para alcanzar la pacificación básica desde la cual se construyó la Argentina grande.
Hoy tenemos una última o penúltima oportunidad. Es casi una apuesta del todo por el todo y de cara o cruz.