La Nación, 29/04/1992
El Presidente acaba de inaugurar la Biblioteca Nacional, por fin. Tardamos más tiempo que el empleado por los egipcios en la pirámide de Keops (según Herodoto), y más de los veinticuatro años del canal de Panamá. Una vez más hemos demostrado nuestra peligrosa tentación por los récords al revés. Hubo también inauguración presidencial de otra edición de la Feria del Libro, que es ya un ejercicio catártico anual, de gobernantes y gobernados, en torno de la yacente y cataléptica cultura argentina, casi un homenaje a lo que fue con la esperanza de que vuelva a ser.
Lo de la Biblioteca puede ser un hito de partida. El símbolo del fin de tres décadas de autodestrucción cultural, de desmantelamiento, de descompromiso y postergación económica, ejecutado por una clase política practicona, carente de sensibilidad y de proyección filosófica. Y si, pese a todo, el talento argentino no se dio por perdido fue por el esfuerzo autónomo y apasionado de los creadores de las ciencias y de las artes. Gente que cree y no espera, desde Leloir con silla atada con alambre al Borges inspector de ferias. Fue pasión antónoma de nuestros físicos y técnicos la que cuajó en la Comisión Nacional de Energía Atómica de Castro Madero (la más brillante aventura de la tecnología argentina). Pasión creadora, desde ese alto plano al de los estudiantes que después de duras jornadas de trabajo luchan en cursos, carreras e iniciaciones artísticas.
Presupuestos universitarios
Los dirigentes de nuestra política anduvieron desentendidos de esta pasión creadora. Curiosamente admiten la urgentísima necesidad de la ciencia y de la tecnología como condición básica del futuro argentino, pero en una sola compra de aviones se gastaron tres presupuestos anuales negados a la UBA. En algunos años la Facultad de Ciencias Exactas ‑eterna agonizante pese a nuestros excelentes matemáticos‑ tuvo un presupuesto mucho más bajo que el asignado a la remonta militar, esto es, a la cría de caballos (de guerra, se entiende).
En tiempos desdichadamente largos de insensatez política y de caos económico la cultura fue el valor que hizo tolerable internamente la vida en nuestro país, y hasta permitió que fuera externamente admirado en muchos casos. Nos reconocían negativamente por tristes vocablos como «desaparecidos» o «hiperinflación», sin comprender cómo compatibilizarlos con los nombres prestigiosos de Cortázar, Yupanqui, Leloir, Fangio, Pettoruti, Sábato, etc. ¿Se trata del mismo país? Para los extranjeros somos una nación que se distingue por su creatividad, aunque nos resistamos a creerlo. Reconocen en nuestras ciudades una calidad de vida y una atracción indiscutibles. Buenos Aires es una de las diez o doce ciudades del mundo de nuestro tiempo capaz de haber segregado internacionalmente su mitología propia. El tango, las perplejidades borgeanas, el refinamiento un poco snob que la transforma para muchos europeos en espejo del «buen pasado», son todos ellos fenómenos de cultura.
Hoy estamos comprometidos en el imprescindible esfuerzo de la reorganización económica. Es el principal y es la clave para nuestro futuro inmediato en un mundo donde no somos nosotros quienes repartimos las cartas del juego. Pero este loable esfuerzo resultaría inorgánico y finalmente inútil si seguimos condenando a nuestra cultura a vivir en alpargatas.
Este es un problema de decisión profunda, un verdadero problema de Estado, de filosofía política; la Argentina se fue transformando en un país obsesivamente bidimensional. El círculo vicioso política‑economía nos fue dejando sin relieve. Nos fuimos achatando, aplanando, en esa bidimensionalidad.
Hemos perdido la tercera dimensión, la cultural, la del ser, nada menos.
Elemento regulador
Esa dimensión imprescindible no será producida mágicamente por el mercado. Ya es sabido que éste produce más bien subcultura comercializada en el nivel mundial, hecho ya de primera preocupación en los países guías de la nueva economía. Tiene que ser el Estado el elemento regulador de esa actividad primordial. Es su esfera de acción irrenunciable. Y así lo entendieron nuestros organizadores como Nación. Así lo entendieron Mitre, Avellaneda, Roca y sobre todo Sarmiento, para quien el solo éxito económico nos transformaría en próspera factoría, pero no en nación. «Una nación es bienestar económico al servicio de la cultura y la educación.»
La obsesiva insistencia en la bidimensionalidad del esquema política‑economía puede traernos serios trastornos justamente políticos en el futuro cercano. Así como el gobierno de Alfonsín se durmió en los laureles de la restauración democrática, el actual podría estar cayendo en el sopor de su éxito económico como supuesta garantía de éxito electoral. Estas reorganizaciones, aunque imprescindibles, transforman a sus protagonistas en héroes ante sectores muy limitados. En realidad los ministros de Economía de esos procesos son funcionarios parciales, por así definirlos, porque una mayoría de ciudadanos permanece a la espera de una respuesta para sus propias angustias. Se sienten más bien sin ministro de sus economías. Este desajuste social y cultural explica los peligrosos remezones de Venezuela y del Perú. En el primer caso la política económica reorganizadora estaba alcanzando cifras óptimas. (El presidente Pérez fue atacado en la noche de su regreso del foro de Davos, donde había recibido admiradas felicitaciones.)
Nuestro país está a la espera de su tercera dimensión, de una respuesta de relieve. Hoy la cultura es el único espacio de soberanía que le queda a los pueblos. Detrás de la convulsión de los nacionalismos e integrismos hay una fibra central de reclamo cultural ante un internacionalismo economicista y tecnificador que avasalla valores que no se quieren alienar o perder.
Entramos en un siglo donde el papel de la cultura será primordial: servirá para armonizar las exageraciones de la tecnolatría y del consumismo, librando una batalla frontal contra la excreción subcultural invadente. La cultura será el campo del mayor tema de nuestro tiempo, que es la reconciliación del ser espiritual de cada hombre con el medio ambiente, revisando toda nuestra forma de producción.
Ojalá que la biblioteca de Keops que acaba de inaugurar el presidente Menem signifique una nueva conciencia de una clase política hasta ahora muy por debajo de estos problemas mayores.