La Nación, 03/12/1992
En muchos momentos decisivos de la historia de nuestro tiempo, los argentinos nos hemos puesto de espaldas a la realidad. Hemos seguido tomando los deseos por realidad. (Caso ejemplar de lo dicho fue aquel general de apellido alemán ‑ que tres días antes de la rendición de Alemania explicó, puntero en mano, por qué no podría ser vencida por los aliados).
Creemos, que nuestra distancia de los grandes centros nos paga el lujo de la irrealidad. Esperemos que esta vez no ocurra.
Asistimos a un importante cambio. Su espectacular momento inicial fue la sorpresa universal de la caída del sistema comunista ruso‑soviético, cariada por una crisis cultural que se tornó paralizante. Sin hambrunas, guerras o catástrofes que pudieran anunciarla.
Ese gigante murió de infarto. El otro está gravísimamente enfermo. (Y también su enfermedad es cultural. Aparentemente no pasa anda especialmente grave, pero pasa). El triunfo de Clinton y su voluntad de un New Deal son la prueba.
El modelo anglosajón de liberalismo (stalinista por su desprecio del costo humano), encarnado por la dupla Reagan‑Bush y Thatcher, dejó a ambos países en una crisis moral, de gran desasosiego social. Nadie duda en los Estados Unidos de que Bush cayó la noche de levantamiento negro‑latino en los Angeles. El eficientismo materialista de Reagan había transformado al país en una sociedad profundamente enferma, con un déficit educacional asombroso, sin capacidad creativa, con la lamentable violencia en las calles de sus ciudades (la violencia privatizada, digamos). Con el Estado ausente en la educación, de la lucha contra la nada y la imbecilización masiva (alcoholismo, droga, subcultura audiovisual).
Clinton piensa dedicar la inversión pública para mejorar la infraestructura bombardeada por el descuido: rutas, puentes, puertos. Y sobre todo, invertir en la educación, la cultura y la investigación, donde el panorama es atroz. Aunque nuestra entusiasta «patria locutora» lo haya ocultado, en Nueva York, Washington o Los Angeles, usted encontrará bandadas de negros y marginados, hambrientos o drogadictos, en lugar equivalente a Corrientes y Esmeralda. No sólo individuos, sino hasta familias sin hogar durmiendo en los umbrales de edificios públicos. El cuarenta por ciento de la población es «oficialmente» pobre.
Clinton propone el rearme moral, la defensa interior, la reconstitución de la fuerza creativa. Es de esperar que no sea demasiado tarde.
Lo cierto es que el neoliberalismo salvaje se acaba de romper históricamente los dientes. Chocó contra el muro de la ecología y la subculturización. La contaminación externa e interna. Su crisis es cultural, no económica.
Liberalismo Social
La crisis lleva a una convergencia curiosa: la social democracia absorbe la eficacia del liberalismo, el liberalismo económico busca en su dimensión humanista, demócrata‑social, una respuesta al mero eficientismo difundido por los anglosajones. El Estado pasa a jugar un papel importante y creativo.
El desarrollo liberal vencedor fue el de Japón y el de la Europa comunitaria, ambos, como en el caso particular de Francia, conservan la noción del Estado como organizador de un juego muy grande que no puede quedar exclusivamente en manos del mercado.
Lo cierto es que el neoliberalismo salvaje se acaba de romper históricamente los dientes.
El conservador Raymond Barre, en dos recientes entrevistas de gran importancia fijó el sentido del nuevo liberalismo:
‑ Las fuerzas del futuro tienen que recrear una «democracia responsable», comprendiendo que el mercado no puede ser una fuerza tiránica sino interdependiente.
‑ El Estado tiene que entrar con plena firmeza en su «esfera legítima de acción”: educación, salud, sistema social, defensa, justicia, vida cultural y particularmente en el campo de la información. Barre propone la urgencia de un Comité Nacional de la Ética de la Información para anonadar los intereses y las conductas que crean delitos de desinformación o de deformación por los medios.
Ya se sabe dónde está la enfermedad social que creó el actual permisivismo privatista. Se trata de apuntalar el liberalismo quitándole la rémora.
Barre acusa a la clase política mundial. Sintetiza los defectos generales de los políticos demócratas.
‑ Desbordados por lo inmediato, la mucha tarea, la externidad del poder y la eterna falta de tiempo, no pueden verla realidad ni reflexionar. Se frivolizan en el actualismo o huyen de su obligación o viven en el permanente malhumor de los que no hacen lo que deben o soñaron.
‑ Se van aislado de lo popular por causa de los lobbies e intereses de los poderes ocultos. Sustituyen entonces el diálogo con el pueblo por maniobras de las «internas partidarias».
‑ El carrerismo político hace que nunca tomen medidas con libertad y coraje. Son insinceros, oportunistas, ambiguos. Son la clase menos querida y más desprestigiada en la mayoría de los grandes países.
Barre cita una frase del gran poeta Paul Valéry: los partidos para poder «subsistir» en la guerra del poder niegan aquello que les hizo «existir». ¿De que democracia podría hablarse, aunque se vote periódicamente, si los partidos traicionan el contrato primigenio con sus electores, el «programa»?.
Humanismo Social
No fracasó la tecnología ni el poder económico, pero se siente que entramos en el siglo XXI con un déficit humano atroz. La actual democracia crea un submundo de enanos dóciles, consumistas, sin relieve. Una juventud sin ilusiones, sin generosidad ni aventura.
No fracasó la tecnología ni el poder económico, pero se siente que entramos en el siglo XXI con un déficit humano atroz.
Ni su tecnología, su economía o su democracia hacen del hombre de las sociedades avanzadas de hoy un triunfador o, al menos, un ser equilibrado. La sociedad se volvió antihumana.
Aunque todavía se oculte, en el auge de los nacionalismos hay que ver una búsqueda de valores ante la aplastante igualación de la sociedad consumista, ante su desvalorización de la vida profunda, desde lo religioso‑poético, hasta lo sexual‑familiar.
Por eso el nuevo liberalismo, sin renunciar a su perfección macroeconómica, tiende a rescatar el humanismo liberal olvidado por el desvío anglosajón que predominó. La economía liberal nació junto con el respeto del hombre. Los Estados Unidos, Canadá o la Argentina llegaron al primer plano de bienestar en el orden mundial (en las primeras décadas del siglo) al promover al individuo y su cultura como protagonista inmediato de ese bienestar (el inmigrante que compraba su casa, el millonario o presidente en la primera generación. «Mi hijo el dolor»).
Este nuevo liberalismo absorberá muchos valores de la social democracia, a la vez que obligará a esta a aceptar como base indiscutible el saneamiento económico más absoluto.
A su vez desde el este europeo, donde fracasan las fáciles ideas de «mercado salvacionista», se engendra una nueva izquierda, un nuevo pensamiento social-humanista. Su centro no es ya la revuelta obrera o la justicia social, sino la ecología, la relación hombre‑naturaleza, la calidad de vida, la nueva forma de producción, nuevos criterios de necesidad, la dimensión religioso‑poética y la cultura. En suma, un nuevo humanismo para corregir el desvío actual de «estas grandes sociedades» que nadie ama.
¿Y la Argentina?
Precisamente fue en tiempos de convulsión cuando nuestros políticos lograron los grandes saltos; los conservadores e Yrigoyen, antes, durante y después de la guerra del 14, con su avance económico. Perón, al surgir la guerra fría con su reajuste social. Se dijo alguna vez que la Argentina se reubicaba y andaba mejor cuando al mundo de los poderosos le iba mal.
En comparación con los grandes problemas de los grandes, los nuestros son modestos incidentes: la radicación de Al Kassar, lo de la mala leche importada, la valija de dólares. ¿Qué sería si votasen impunemente nuestros jueces por el aire, si el IRA pusiere bombas en Olivos o matase dos personas por semana?
Gritamos nuestra gripe entre quienes tienen el SIDA o son leprosos terminales. Nos hacemos dramas de patio, nos descalificamos con fervor, nos anotamos con entusiasmo en lo peor.
Y tenemos todo para tomar la actual oportunidad histórica: consolidar el saneamiento que no discuten los economistas lúcidos de ambas mayorías nacionales radicalismo y peronismo tradicionales, evitar el retorno de los resentidos a frentes populares tipo 1937, o a un 17 de Octubre sin¡ destino, que obligara al peronismo a ser peronista en un sentido ya superado. En suma: afirmar los logros económicos con una gran convocatoria social y cultural.
Todos podríamos tener un papel constructivo. Hasta esa izquierda que todavía no se enteró de que ya no dan «El acorazado Potemkin» en el Lorraine y que le está esperando una gran tarea de humanismo y solidaridad.