La Nación, 13/11/1989
El sello distintivo de nuestro país ante el mundo fue su capacidad para absorber y generar cultura en circunstancias geográficas y políticas periféricas. Los gigantes organizadores del siglo pasado supieron que en aquellos desiertos donde se edificaría la Nación no bastaban sólo los ganados y las mieses. Comprendieron que la cultura sería la llave para acortar los tiempos del progreso. Alberdi; Mitre; Avellaneda; Sarmiento, el genio; al igual que sus sucesores de la Generación del 80, no dudaron que economía y cultura y cultura y sociedad son términos indivisibles. Fue tan claro y generoso ese impulso que ya en 1920 la Capital, Córdoba, Tucumán y hasta Rosario eran epicentros de una fiesta creadora.
Buenos Aires fue conformando su alma y ese estilo que hoy la ubica (todavía) entre las diez o doce metrópolis culturalmente más importantes del mundo. Era la Universidad diurna y estatal la que fue concentrando nuestro gran salto hacia adelante. Korn, los Romero, Mieli, Mondolfo, Fatone, Battistessa, Alberini, Papp, Daus son nombres vinculados para siempre con la aventura de unir nuestro pensar con el del mundo creador externo. Nuestros ingenieros, investigadores y médicos (con la famosa escuela de cirugía) fueron los mejor preparados de toda Iberoamérica. Desde el Billiken hasta los tomos de Lafaille y los textos de ingeniería fueron el alimento de todo nuestro vasto continente verbal, desde Ushuaia hasta México y Madrid.
La otra universidad, la de la noche, quedaba para el talentoso desvelo de los Tuñón, Xul Solar, Arlt, Nalé Roxlo, Molinari, Víctorica, Mastronardi. Era la fiesta de un señorío de bohemia, donde no era imprescindible pagar con tiempo o dinero su lugar social. Era el Buenos Aires con el Colón para Caruso, Toscanini, Gigli o Galli Curei. Y a tres cuadras, los salones del Marzotto o de El Nacional, como un infatigable y melancólico taller de creación tanguera en torno de los bandoneones de Maffia o Laurenz y con el perfil de Discépolo en la última mesa.
El Buenos Aires elegante, de una burguesía que era capaz de preferir la clase y el estilo a la optimización de su cuenta bancaria: edificaba increíbles palacios, importaba el mejor arte, viajaba sin pecado de turismo. Hasta supo sublimar sus picos de snobismo impulsando lo nuevo.
Era un tiempo de periodistas como Botana, Gerchunoff o Muzio Sáenz Peña, capaces de disputarse escritores desconocidos (un tal Borges publicaría por entregas, en Crítica, la hoy mundialmente famosa Historia Universal de la Infamia). Curiosos tiempos verdaderamente liberales cuando Victoria Ocampo editaba en Sur al místico Tagore, al comunista José Bergamín o al brillante fascista Drieu la Rochelle.
Desde nuestro actual y sombrío maniqueísmo provinciano esto nos resulta incomprensible: vivimos un tiempo cavernario con cuevas a la izquierda o cuevas a la derecha.
Todo esto, apenas señalado, es nuestra cultura. Esto es, nuestra alma.
El presidente Alvear aparecía por el Tortoni para discutir con Oliverio Girondo o con Pettoruti. El general Justo formaba la mayor biblioteca privada del país.
La peligrosa caída
Hoy, y desde hace ya décadas, comprendemos que la cultura es la gran olvidada de la clase dirigente y de los medios de promoción comunitarios. Se permiten creer que la cultura es más bien un adorno que siempre es posible postergar al residuo presupuestario.
Incultos ellos mismos y mal informados acerca del mundo, nuestros xiristócratas desconocen el monto de las partidas destinadas a educación, investigación y promoción de las artes en los países que suelen elogiar en sus discursos como modelo del eficientismo que prometen. Los creadores desde el poeta hasta el biólogo investigador‑ les parecen a nuestros políticos excéntricos defensores de una causa perdida. Crean más bien una terrible y nunca confesada opinión anticultural. ¿Qué impulso puede tener un joven con vocación para esas tareas de investigación o creación? Están trastrocados los valores: sería como si en la admirada Alemania se antepusiese el popular Beckenhauer a la valía de Heidegger o Max Planck.
Las consecuencias no pueden ser otras que las que conocemos: un presente de universidades paquidérmicas y heridas de muerte por la demagógica superpoblación estudiantil; la sustitución del formidable esquema sarmientino por el negocio educativo en todos los niveles; la penuria de los docentes y el ominoso exilio de científicos que son contratados y considerados seres dignos ni bien pasan la frontera de nuestro adorado país.
Nos gusta jactarnos de nuestros premios Nobel, pero nadie fue con la televisión a valorarlos en su laboratorio antes que fuesen laureados: ni Mildstein ni Leloir fueron entrevistados antes de que sus nombres aparecieran en todos los titulares del mundo por causa del Nobel. No son gente que pueda levantar el rating cómo algún concejal díscolo informando sobre pollos podridos o robos de vueltos en la Cancillería.
(Después los llevarán todos los días, para ya en calidad de vedettes, como Borges que alguna vez se quejó ante mí de que lo llevaban a la televisión y sus interlocutores «disimulaban el horror de tener que hablar de mis libros, que no habían leído»).
¿Se preguntan nuestros políticos si podríamos ingresar en ese mundo de primera que ambicionan pagando a nuestros investigadores y maestros sueldos de quinta?
Padecemos la peor enfermedad política: la ambición del poder con ausencia de imaginación y fantasía.
Reorganizar el desmantelado universo cultural argentino costaría muy poco dinero comparativamente con el rédito que esa inversión da. (Recientemente el gran empresario japonés Aldo Morita destacó que la actual crisis económica y creativa de los Estados Unidos se basa sobre la falta de inversión en investigación y en privilegiar gerentes que sólo pretenden ganar dinero.)
No necesitamos mucho (sólo apenas una parte de los pollos de Mazzorín o de los fondos del Banco Hipotecario) para redimensionar la Universidad, proveerla de material y de imprentas, asegurar la carrera de investigadores y dotarlos de altos sueldos y reconducir el estrépito audiovisual hacia niveles que no sean tan indignos como los de Miami.
Tenemos lo más importante: el interés por la cultura, por la creación, por el mundo y la vida, de una juventud magnífica que todavía no cree que la droga sea la única vía para la fantasía (letal). Estamos enfermos culturalmente por autodestrucción de la dirigencia, pero lejos del punto de necrosis.
Impulso
Estamos viviendo un saludable clima nacional de reconquista de valores y de voluntad de salida de nuestra precoz decadencia. El jefe de Estado en cierto modo personifica y sabe recibir esta voluntad general de una nación vital cansada de falsas derrotas. Nos tiene acostumbrados a novedades y sorpresas que salen de lo rutinario. Su impulso a la cultura, si se decide a hacerlo, sería acompañado por una respuesta solidaria empresarial y de los hombres de los medios de comunicación.
Una revolución productiva sólo del comercio y de la economía sería efímera: sin inversión en ciencia, tecnología, arte y educación no hay futuro. Y menos, futuro en el siglo XXI.
Toda noción de productividad debe ser entendida en su realidad orgánica. La comunidad es un todo. Los empresarios, los funcionarios y los políticos deben saberse intrínsecamente unidos al profesor, al científico y a esos disciplinantes de la imaginación que son los artistas. La productividad es la resultante de la tensión espiritual, creadora e interdisciplinaria, de todo un pueblo.
No es posible que los máximos protagonistas del conocimiento sigan sumergidos en esa Argentina oculta que Massuh nos describió.
Tenemos una asignatura pendiente y es tal vez la más importante. De todos los Lázaros de la actual Argentina, es la cultura la que reclama el más urgente y enérgico ¡levántate y anda!