La Nación, 17/03/1993
Maquiavelo afirmaba que el buen conductor usa la segunda etapa del combate para afirmar el territorio ya ganado o para revertir las derrotas en victorias (éste fue el caso de Napoleón en Marengo, que transformó el desastre de la mañana en victoria del atardecer, mientras sus enemigos se pavoneaban. Y aquél fue el caso de Roosevelt en su segunda presidencia después de los primeros rigores del New Deal). En ambos casos el único enemigo sería la inmovilidad, la confiada complacencia.
En estos tres años se ha cumplido con rapidez, eficacia y admirado reconocimiento internacional la etapa de reorganización y saneamiento económico que el país se debía después de décadas de decadencia y amoralidad económica, hecho que se tradujo públicamente en la enorme deuda externa y, en lo privado, en la realidad cotidiana de una especie de ciudadanía de tahúres y especuladores forzados (incluido el Estado). Esta era una urgencia nacional, esto es, de todos. Había que desregular para acabar con la patria contratista y lanzar a los productores a una verdadera productividad competitiva, exportadora; había que transformar el sistema bancario de casino en fuente de crédito. Los dos grandes partidos nacionales, que se llevan el 80 por ciento del electorado, así lo entendieron, modificando sus posiciones de tradición estatizante y coincidiendo con una minoría. Pese a que nuestra tendencia es descalificarnos, esto habla bien de nuestra democracia todavía convaleciente. (A la vez que nos cuesta entender que no colaboren con su elogio al Gobierno aquellos que lanzaron el Plan Austral guiado por una similar intención de saneamiento, aunque hayan fracasado por falta de decisión política, habilidad o quizá suerte, que es tan importante en la política como en toda otra actividad lúdicra.)
Sin perjuicio de esta concentración del esfuerzo nacional en lo económico, tarea que está lejos de terminar, hay otros inquietantes problemas que exigen una respuesta inmediata. Obviamente, el más urgente se ubica en el plano social. Está comprobado que los saneamientos macroeconómicos (especialmente después de tantos años de reiterada insensatez) suelen dejar a mucha gente en la indigencia, a la búsqueda desesperada no de un ministro de Economía sino de un ministro para sus minieconomías destruidas. Es indispensable crear con fe, esperanza y caridad un entorno de solidaridad para quienes más pagan el esfuerzo (jubilados, desocupados, marginados) sin caer en la tentación de querer creer, como suele pasarle a los dictadores para aliviarse de sus culpas, que «el fin justifica los medios».
Cultura y virus subculturales
En cierto liberalismo errado se está filtrando la superstición de raíz marxista de que el mercado y la Economía son lo único importante, el resto sería «superestructuras», el mercado podría producir ética, arte, casi mágicamente. La verdad es, como se ha visto en otras partes, que el desarrollo postergando o subestimando la cultura (hambreando la Universidad, no pagando adecuadamente maestros o investigadores, por ejemplo) no es progreso. Sin cultura el desarrollo es falso. El famoso «producto bruto» se torna embrutecedora obsesión, excluyente de muchos otros valores que hacen a la calidad de vida más que el mero éxito de las estadísticas. La obsesión es, además, ingenua: sin inversión en la cultura se atentará contra el desarrollo económico mismo (el ejemplo que se impone son los Estados Unidos con su actual incapacidad creativo‑competitiva. Clinton se insinúa como conciencia de rebeldía ante varias décadas de universidades deportivas y de imbecilización audiovisual).
Lo dicho no es nada nuevo. Fue claramente visto por aquel grupo de talentos conductores que organizaron al país hasta el punto de lograr que, en cuarenta años, lo que era un desierto polvoroso se ubicase entre las siete naciones más desarrolladas, adelante de Japón, Canadá o Italia. Me refiero a Mitre, Avellaneda, el gran Sarmiento, Roca y los conservadores del ochenta.
Edificaron el Colón, las universidades y la mayor red de escuelas nacionales y gratuitas, antes o al mismo tiempo que los elevadores, los ferrocarriles y los frigoríficos.
Bastaría citar a nuestro mayor estadista, Alberdi, para comprender que no puede haber un después para la cultura y que ésta no puede ser una mera importación: «Seguir el desarrollo es adquirir una civilización propia, aunque imperfecta, y no copiar las civilizaciones extranjeras, aunque adelantadas. Cada pueblo debe ser de su edad y de su suelo, cada pueblo debe ser él mismo… Nuestra civilización debe desarrollarse según las circunstancias normales de nuestra existencia argentina».
Baudrillard
Y hoy no se trata ya de culturas de importación, sino de la peor especie de subcultura. No son las culturas las que están vinculadas por el sistema de comunicación mundializado. Entre los «medios» y la cultura se filtró un virus (como escribe el pensador francés Baudrillard), se trata de la subcultura, de efecto tan pernicioso como el SIDA, de modo que ya no basta luchar por la cultura sino que hay que hacerlo con igual o más energía contra esa subcultura invadiente. En una atroz carrera de idiotez mundializada, el Sur (por ejemplo Brasil y la Argentina) mandará al Norte sus cursis novelones televisivos, con una audiencia millonaria que nunca alcanzarían Borges, Guimaraes Rosa o el Dante, y el Norte recambiará el virus con histéricas manadas de rockeros sudorosos y establecimientos para comida de animal de granja. La carrera sólo hace prevalecer ‑e incrementar‑ lo que los norteamericanos llaman el «tirón hacia abajo de la animalidad». Hay una confluencia: el novelón latinoamericano televisivo nace del descarado bestsellerismo del Norte a la vez que el rock tiene su centro en la guitarra latina (electrificada).
Así como un virus aún indetectado (posiblemente el miedo) fue cariando todas las esferas del mundo soviético hasta hacerlo desplomar súbitamente ante el estupor mundial, no sería improbable que el virus subcultural pudiese acabar con países que se creen inmunes.
El Primer Mundo
Hay, en el tan mitificado Primer Mundo, millones de jóvenes a los que la enfermedad subcultural enfrenta con la nada. Es por esa nada, por no sentirse convocados ni guiados hacia lo creativo y hacia la pasión humana, que buscan la droga, el neonazismo o la mera violencia sin causa ni destino que hace invivibles ciudades como Los Angeles o Amsterdam. Nadie los llama ni para lo grande, lo santo o lo heroico; se pudren, simplemente, entre la computadora del trabajo y el jukebox del café.
Ojalá que en este segundo momento de la gran batalla nuestros dirigentes (como los de México, tan conscientes del problema por la proximidad de los Estados Unidos) se decidan a comprender la importancia central de la cultura y el peligro de esa subcultura que avanza descaradamente escudándose en «las libertades fundamentales».
En estos tiempos de intervencionismo, de soberanías limitadas, de invasión desinformativa, la cultura es el ser vivo de cada país, su yo, es la creadora y la defensora de la calidad de vida, especialmente en un país como la Argentina donde la cultura fue y es nuestra distinción ante el mundo.
Hoy es la única y verdadera «doctrina de seguridad nacional».