La Gaceta, 26/10/1999
Iluminaciones de un siglo terrible, Excelsior, revista Arena n°45, 24/12/1999
Ya cesa un siglo extraordinario ‑fascinante, criminal, creativo‑ tal vez sólo comparable con el siglo IV y él del Renacimiento. Es como si la Historia hubiese recorrido un tedioso trámite hasta desembocar en el tiempo donde se concretaron todos los extremos y se pusieron a prueba los sueños y las pesadillas. Nunca pasaron más cosas en siglo alguno. Nunca un siglo en que, el hombre ‑el caído, el desdichado de la Creación‑ pudiera poner el dedo en el gatillo nuclear y auto aniquilarse en media hora de guerra. El hombre comprobó que era atosigarse con los frutos del Árbol de la Ciencia.
El balance cultural nos muestra claramente las consecuencias de tanta intensidad histórica en una cultura afectada necesariamente por un tono general de neurosis. La cultura de la belleza, de la paz espiritual y de las búsquedas nobles quedó descolocada ante transformaciones velocísimas. Y la cultura del siglo XX respondió como pudo al mayor desafío de la historia occidental: fue en este siglo que pasamos de la máquina de vapor y la iluminación con cirios a la energía nuclear y a la ruptura del límite aeroespacial; hemos vivido alternativamente la democracia y los más feroces autoritarismos, la libertad y la esclavitud perversamente razonada; fue un siglo de tecnología ya sin control humano, hecho que conlleva el triunfo de «las cosas» como factor central.
Tenemos el triste privilegio de vivir la época en la que la condición humana por primera vez pudo autodestruirse con sus inventos bélicos; la época en que nos demostramos que la obstinación exploradora‑productiva puede acabar con el orden ecológico y hasta con el orden genético. El hombre se erige en dios, pero es un dios desprestigiado.
Tres tristes titanes finiseculares nos habían señalado las virulentas transformaciones que viviríamos: Marx, con la descripción del aparato de dominación económica, Freud al mostramos el camino de la autofrustración personal y Nietzsche invitándonos a la rebelión personal contra la cárcel metafísica y por la «transmutación de todos los valores».
La civilización occidental estaba «puesta a prueba», como diría Toynbee. Y Spengler, en los años veinte, vaticinaba una larga decadencia surgida de la ruptura entre civilización y las raíces culturales, entre tecnología, economía, política y una traicionada o desplazada cultura sustentadora.
Lo cierto es que ningún siglo significó un tal enorme salto para la humanidad, y esto tenía que reflejarse necesariamente en una cultura más neurótica que apacible, con más desesperación que sabiduría. Desde los enfrentamientos entre luteranos y católicos, entre reformistas y contrarreformistas en los siglos XVI y XVII, no se puede recordar un desafío mayor para los artistas y pensadores que los de este siglo. La estética quedó distorsionada por los factores políticos y por las transformaciones tecnológicas. La neurosis o enfermedad del artista superó todas las ficciones de los románticos. El «dolor del mundo» cayó sobre sus espaldas. Sartre, Trakl, Heidegger, Pound, Kafka, Proust, Lowry, Modigliani, Van Gogh (éste fue su siglo), Picasso, Ravel, Rachmáninov, Vallejo, Rulfo, Céline, para nombrar algunos apellidos emblemáticos son seres profundamente heridos por su tiempo, con vidas trágicas y visiones distorsionadas. Todos crearon como agotando los estilos, como huyendo de un incendio. Prefirieron dar testimonio de la angustia más que buscar esos caminos de celebración que reclamaba el excepcional Rilke como destino supremo de la poética.
En la novelística, el gran fundador fue Dostoievski, sumergido en lo más trágico y contradictorio de la condición humana. Desde su fin de siglo señaló abismos nietzscheanos y freudianos. Esa señal fecundó a los más grandes creadores de la novelística norteamericana, que prácticamente se agota en la Segunda Guerra: Thomas Wolfe con su Del Tiempo y del Río , Dos Passos, Fitzgerald, Hemingway y el mayor creador de lenguaje: William Faulkner.
En esas primeras décadas del siglo surgen en Europa esas grandes innovaciones que se agotaron con las primeras obras de Günther Grass. Son los gigantes Proust, Joyce, Mann, Hesse, Musil y ese anarca más pensador que artista, Ernst Jünger. Todavía permanece mundialmente desconocido tal vez quien es el escritor del «mayor poema en prosa de la literatura alemana» (Thomas Mann dixit): Hermann Broch con La Muerte de Virgilio.
Kafka será el intérprete de todas las decadencias. Minuciosamente edificará sus novelas como aporías. Con precisión ultrarrealista construirá un irracional universo de imposibilidades. Será el cronista de la libertad para la Nada o de la represión anonadadora del socialcomunismo y del fascismo que no alcanzó a padecer en vida.
Joyce y Picasso (en menor medida Schoenberg) serán los emblemáticos genios de la neurosis occidental. Quebraron todas las formas tradicionales en busca de una meta o revelación inexistente. Hay cierta vanidad, cierta desesperación, en esa voluntad terminal por agotar las formas de la época. La descomposición (también cubista) del lenguaje joyceano es un esfuerzo vano: las piezas del rompecabezas se recomponen en la mente del lector hasta reencontrar un insignificante señor Bloom y una Molly Bloom desesperantes: dos enanos espirituales e irrelevantes. (Grandes artistas críticos, T.S.Eliot, Nabokov y Borges, coincidieron en esta necesaria demistificación de Joyce). Algo parecido ocurre con Picasso: fue capaz del más grande despliegue pictórico desde los maestros del Renacimiento, pero ese gran fasto visual describe la desesperación, la nadería o el horror (caso de Guernica) sin tocar jamás lo humano en su posibilidad de altura y de poiesis. No en vano Ortega y Gasset nos habló de la «deshumanización del arte». Picasso, Kafka, Joyce son la prueba de ese peligro de decadencia que entreviera ya Hegel: que el arte se transformaba en una mera estética olvidada de «su suprema destinación», de su posibilidad fundacional, celebrativa y reveladora.
En la música Hindemith, Stravinsky, Jánacek, Shostákovich, Villa Lobos, los sinfonistas norteamericanos, y los creadores de sonidos electrónicos; con su enorme aporte no lograron hacemos olvidar las grandezas del siglo XIX, el siglo de oro de la música mundial.
Nos pasamos el siglo en una estúpida inclusión de lo estético en los bandos (cambiantes) de la izquierda y de la derecha. Entre arte comprometido y liberalismo anárquico. Los fascismos esbozaron un inquietante «retorno pagano» de raíz nietzscheana que quedó abortado en los odios políticos del siglo. Marinetti, D’Annunzio y Leni Riefenstahl en el campo del cine, son los nombres que se pueden recordar. Esta deuda pagana de los alemanes fascinó, en sentido diferente a Hermann Hesse y al Thomas Mann del Doktor Faustus. Y alienta a La Muerte de Virgilio del citado Hermann Broch.
En general los poetas han sido más libres y han volado hacia temas más altos que los de los prosistas: Stefan George, Trakl, Dylan Thomas, Saint John Perse, Claudel, Neruda, Jorge Guillén, Anna Ajmátova, Yeats, Robert Frost o el ya mencionado Rilke. La novela se quedó con las calles del mundo, la poesía en el templo. Y hoy el sistema mercantilista editorial parece haberla expulsado definitivamente de la polis, como dicen que proponía Platón, tan poeta él mismo. En su exilio y su marginación actual seguramente residirá la fuerza de su permanencia. Hoy el mundo editorial descompone la creatividad. En la prosa es ya notorio, tanto en España como en Estados Unidos. En el caso del cine fue escandaloso: la empresa productora determinó y ahogó la espontaneidad de las obras. La extensión del cine como la gran expresión popular le quitó intensidad. Nos quedan algunos nombres que vencen el sound and fury del cine de efectos especiales: Chaplin, Fellini, Bergman, Kurosawa, Eisenstein.
El teatro mundial no nos dio ningún Shakespeare ni ningún Ibsen o Chejov. Ni Tennessee Williams ni Anouilh ni O’Neill, ni Pirandello alcanzan las cumbres del siglo XIX. Tal vez Bertolt Brecht fue el gran renovador del género a través de la épica. Hubo más innovación escenográfica que creativa: Stanivslasky, Piscator, Brecht, el Old Vic y el Actor’s Studio, ofrecieron un escenario revitalizado a los clásicos del pasado.
La pobreza literaria de la España finisecular tal vez nos incitó a una nueva guerra de independencia. Hemos sentido ala Generación del 98 como un simpático grupo de tíos pintorescos y cascarrabias muy por debajo de sus colegas europeos: Baroja escribió en tiempos de Proust y de Kafka y don Unamuno pensó contemporáneamente de Nietzsche y Heidegger.
El gran aporte de España fueron los poetas del 27: Jorge Guillén, Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre. Ellos con sus pares americanos Vallejo, Neruda, Huidobro crearon las grandes avenidas de liberación de un lenguaje anquilosado. Es importante señalar que la revolución estética, la gran liberación de nuestra novela, nace en la acción de esos extraordinarios poetas. Desde ellos, y por ellos, la novela de nuestra América se constituye desde una prosa poética libérrima. Dos notables figuras literarias, Borges y su amigo Alfonso Reyes (y más tarde Octavio Paz) abrieron nuestro español a las literaturas del mundo. Lo que fue para Borges Coleridge, fueron Goethe y los griegos para Reyes. Pero con es actitud rompieron el cerco provinciano hispanista.
Como lo afirmara von Weizácker, la literatura y especialmente la novelística latinoamericana fue la mayor renovación mundial de la segunda mitad del siglo. Con Carpentier, Guimaraes Rosa, García Marquez, Onetti, Arlt, Cortázar, Lezama Lima, Sarduy, Enrique Molina; se quiebra definitivamente la hegemonía racionalista y conceptual de la novelística europea. Valle Inclán, Cela, Gómez de la Serna y Umbral, fueron los máximos «estilistas u de España. Europa, por cierto, los comprende menos que Hispanoamérica (La literatura española sigue castigada o estético se libera e integra la máxima libertad poética. Sin perjuicio de autores como Rulfo o José María Arguedas donde late el pulso trágico de la grandeza esquiliana. Azorin y Unamuno soñaron con la reconquista del espíritu cervantino. Le tocó a la literatura latinoamericana escribir la segunda parte del Siglo de Oro, rescatando y liberando ese espíritu de fantasía, de magia y de realidad, que faltaba en la novelística mundial.