Verónica Chiavaralli, La Nación, 17/06/2001
«Todo hombre que sabe que muere olvida los plurales», reflexiona Felipe Segundo a bordo del tren que lo aleja de Tucumán rumbo a Buenos Aires. No tiene aún 34 años y ya (teja obra acabada: una robusta familia integrada por su mujer y ocho hijos, apéndice del férreo matriarcado que dirige su madre, doña Rafaela. Deja también tarea inconclusa: su deber varonil de ocupar una posición de liderazgo en los ingenios azucareros que constituyen la sólida base del poder económico familiar, y ‑más trascendente‑ de acompañar el proyecto nacional de Julio Argentino Roca y los hombres de la generación del 80.
A fines del siglo XIX y como miembro de la clase social más influyente del país, Felipe Segundo pertenece a la generación naturalmente llamada a continuar la labor iniciada por Roca y Sarmiento. Pero Felipe es un hombre enfermo, tanto que ya comienza a olvidarlos plurales. A bordo de aquel tren acaba de iniciar una aventura individual, el combate solitario contra la muerte, de espaldas a la gesta colectiva de una Argentina que se acerca exultante al siglo XX. Esa tensión entre el país que nace y el hombre que muere recorre como un nervio central El inquietante día de la vida (Emecé), la novela más reciente de Abel Posse.
Diplomático de carrera, Posse es autor de una docena de libros, entre ellos Daimon, La pasión según Eva, Los perros del paraíso, con el que en 1987 ganó el premio Rómulo Gallegos, y El largo atardecer del caminante, distinguido en 1992 con el primer premio de la Comisión Española del V Centenario.
«El inquietante día de la vida‑dice el autor‑ nace de un episodio real: Felipe era un hombre muy cercano a Roca que acompañaba a la Argentina de 1890 en esa experiencia tan intensa que fue el verdadero arranque económico del país, con el entusiasmo de los primeros industriales, los del azúcar, en Tucumán. Pero tiene urca enfermedad incurable y decide no morir como un enfermo. Con el mal que padece, la tuberculosis, pasaba entonces algo semejante a lo que pasó con el sida en los primeros años: tenía algo de infamante. Como padre de ocho hijos, Felipe no quiso dar la imagen no heroica de su vida condenada. El sabía que ingresar en el mundo de la muerte de los médicos, como diría Rilke, era una decisión definitiva. En cambio, cuando un hombre no entra en el universo de los médicos se deja abierto a sí mismo el mundo de la magia, de la ilusión de que se siente mejor.»
Felipe viaja entonces a París. «Ese viaje ‑continúa Posse‑, que tendría que ser la fiesta de un bon viant de la época, se transforma en el itinerario de su esperanza y de su agonía. Felipe es un agnóstico, uno de esos hombres de Roca que negaban toda presencia de lo religioso en la vida, considerándolo como un tema propio de las mujeres. Estos liberales tenían una prevención muy grande contra la religión católica en su forma imperial, actuante y organizada, porque esa religión había sido muy española, muy colonial y en las provincias era muy fuerte. Pero en el fondo querían ser religiosos.»
La vida del protagonista se transforma en la paradoja de un hombre sin religión que, sin embargo, espera el milagro. «Felipe se va improvisando en un camino metafísico para tolerar la noción de la muerte. Y se relaciona con los grupos espiritistas, que en esa época eran muy fuertes. Al mismo tiempo ocurre un hecho curioso. El dirigía un centro de poesía y recibía libros de Francia. Entre esos libros está Una temporada en el infierno, de Rimbaud. Allí Felipe encuentra frases donde ya lo poético desaparece y empieza lo iniciático, la voluntad pagana de vivir. Y comienza la búsqueda de Rimbaud por toda Europa. Lo curioso es que este hombre, que no podía creer en un profeta religioso porque se lo había prohibido a sí mismo en su liberalismo francmasónico de fin de siglo, redescubre lo sagrado por medio de un poeta maldito.»
En lo que constituye uno de los pocos episodios puramente ficticios de la novela, Felipe termina reproduciendo la trayectoria de Rimbaud. “Casi todo lo que se cuenta en el libro son historias reales adaptadas, porque me causaba horror hacer una crónica familiar. Por eso se eliminaron los apellidos de los protagonistas. En cuanto a Felipe y Rimbaud, hacia el final de sus vidas los dos vuelven al redil afectivo.»
El derrotero del personaje sirve a Posse para intercalar vívidos apuntes de época, como las diferencias entre el estilo reposado de los señores del Norte y la efervescencia vital de una Buenos Aires que ya emerge como el centro de poder de un nuevo orden nacional; o la vida mundana de París, con sus crueldades de salón y el exótico protagonismo de los argentinos ricos.
«Los rastacueros fueron los primeros compatriotas adinerados que llegaron a Francia con una impronta argentina muy fuerte. No se sentían disminuidos. Allí compraron grandes casas, porque el dinero argentino era fortísimo. En ese universo del fin de siglo ‑continúa Posse además de los personajes argentinos más notables (Roca. Alberdi, Sarmiento), incluí otros menores, como Iturri, que era el amigo del conde de Montesquiou y oficiaba de nexo entre la nobleza francesa y los argentinos que querían conocer a los nobles. Curiosamente, en la Argentina no era nadie. Pero él es como muchos argentinos que, cuando están en el exterior, multiplican sus fuerzas: en el país que les da la oportunidad desarrollan todo ese potencial que no podían desarrollar en su propio país. También pinto el Buenos Aires de la inmigración, del origen del tango, ese Buenos Aires que le hace sentir a Felipe que las provincias quedaron atrás para siempre.»
En ese clima de pujanza y optimismo, Felipe sufre el dilema que ya ha atormentado a los protagonistas de otras novelas de Posse, como el Cristóbal Colón de Los perros del paraíso y el Alvar Núñez Cabeza de Vaca de El largo atardecer del caminante: el deseo de abandonarse al mundo de la contemplación frente al deber de involucrarse en el mundo de la acción. «Felipe es un hijo de pioneros que ya no cree en los valores primarios del pionero. Está tocado por la cultura, carece de la fuerza bárbara de los fundadores. Su padre era un hombre plantado en el hacer y él es, más bien, el hombre del estar. Es ya un argentino, de alguna manera.»
La debilidad del personaje se confirma en un episodio casi onírico de la novela. Una noche le sale al cruce un perrazo negro de mirada tremenda, que es, a la vez, amenaza y desafío. Felipe rehuye esos ojos como ascuas. «Es una vieja tradición del Norte, la de El familiar. El perro es la presencia de lo demoníaco que puede corresponder a una familia o una estirpe. Y el perro se aparece para recordar que es necesario enfrentar al demonio. Los que sobreviven y fundan no son los que están siempre al lado del bien sino los que enfrentan al demonio, los que entran en trato con el perro.»
La veta melancólica en el carácter del protagonista es lo opuesto a la helada dureza de doña Rafaela. Cuenta la novela que cuando Felipe era niño le gustaba quedarse dormido acariciando la mano enguantada de su madre, vestida para salir. Como disfrutaba de ese contacto, tardaba en dormirse. La mujer, en tren de evitar fastidiosas pérdidas de tiempo a la hora de atender sus compromisos sociales, ideó su propio sustituto: un brazo de cerámica enguantado hasta el codo que dejaba en la cabecera de la cama de su hijo para que el niño se durmiera solo.
«Ese episodio terrible existió, pero no le pasó a Felipe sino a otra persona, también de Tucumán, que me lo contó. Me impresionó tanto que lo incluí en el libro. De todos modos, la madre que aparece en esta novela podría haber hecho lo mismo. A doña Rafaela ‑y esto es verdad cuando le preguntaban cómo estaban sus hijos solía decir: ‘Qué le parece, ¡cuatro hijas y dos poetas!’ Todo lo que implicaba esa respuesta era negativo: las cuatro hijas, por lo femenino, que era discriminado incluso por esa matrona fuerte que se plegaba a la idea machista, y los dos poetas, porque para una familia de empresarios no había cosa peor que tenerlos como herederos.»
En ese mundo netamente masculino, Santos, amorosa y analfabeta esposa de Felipe, es retratada con cariño. «Me emocionó reconstruir la vida de Felipe con su mujer, porque era imposible que él la quisiera. Pertenecían a mundos diferentes. Y sin embargo, Felipe sentía ternura frente a la invencible entrega de amor de Santos. Ese amor incondicional siempre me fascinó. Es la maravillosa frase de Rilke: ‘Ser amado es pasar, amar es permanecer’.»
Hacia el final de la novela, y cuando ya se insinúa el crepúsculo de su clase, Felipe comprende que, para subsistir, el capitalismo azucarero debería haberse asociado al comercio de Buenos Aires. Pero ya era demasiado tardé. «En determinado momento algunos industriales se dan cuenta de que ese movimiento económico tenía que ser nacional y no solamente provincial, pero Buenos Aires ya tiene un ritmo inalcanzable. Entonces esa gente queda‑ como una especie de oligarquía de provincia, dedicada a las letras y a la nostalgia, como pasó en el sur de los Estados Unidos después de la Guerra de Secesión. La eficacia y la fuerza ya no estaban allí.»
De la lectura de El inquietante día de la vida surge un contraste concebido por el autor «con toda intención»: el despliegue de entusiasmo, la claridad y ambición de los objetivos que tenía la clase dirigente argentina a fines del siglo XIX frente al desánimo y el desconcierto actuales. «Entramos en el siglo XX siguiendo la recomendación de Sucre a sus soldados en la batalla de Ayacucho, que cuando empezó el ataque contra las fuerzas españolas, sólo dijo: Ahora, paso de vencedor’. La aventura de la construcción de la Argentina fue maravillosa, porque se hizo uniendo la economía a la cultura y sometiendo ambas a un gran diseño político liderado por gobernantes en los que siempre prevalecía la inteligencia. Y de aquel paso de vencedor pasamos al siglo XXI con paso casi de vencido ‑me da vergüenza decirlo‑ pero con un país que tiene que refundarse así mismo y recuperar el entusiasmo.»