ABC, 25/11/1995 (I)
ABC, 6/12/1995 (II)
La cumbre de Eva Perón y del generalísimo Franco, en 1947, fue uno de los episodios más fascinantes de nuestra reciente historia diplomática. La escritura de mi novela «La Pasión según Eva» me obligó a Interiorizarme en pormenores y testimonios personales. Eva tenía veintiocho años cuando llegó. Ignorante por completo de toda diplomacia. En el estado de gracia o en esa angelidad de quien se sienta por primera vez en la mesa de póker. Franco salía trastabillando de la Segunda Guerra mundial, pero salía, pese al boicot mundial contra España.
Alta, esbelta, juvenil. Vestida con modelos de Dior o Jacques Fath, con excesos imperdonables cuando lucía una estola de martas cibelinas en pleno calorón de julio. Con sus pamelas, zapatos de suelta alta con hebilla, según la moda, peinado alto. Evita enfrentaba España y el franquismo desde las admiraciones que Perón le había contagiado. (Eva sabía muy poco de España, el proyecto de realizar un culebrón radial con la vida de Isabel de Castilla, no había cuajado. En cambio estaba mejor preparada para Francia: había hecho .Napoleón y María Walevska para Radio Belgrano).
José María de Areilza, el nuevo embajador en Buenos Aires, el “embajador gitano” como Eva lo llamaba, había organizado las cosas lo mejor posible dentro de los límites temperamentales que Eva imponía.
Evita viajó en un avión de Iberia especialmente preparado. Montaron un dormitorio cruza de “boudoir” versallesco con camarín de teatro, con amplia mesa de maquillaje y peinado. Eva viajaba con su peluquero oficial, el señor Alcaraz, que sin saberlo originaba uña tradición de las comitivas argentinas. Como es sabido que la política tiene que ver con el teatro y el histrionismo, Eva se traía también a su libretista de la radio, el cultísimo Francisco Muñoz Azpiri.
Ya desde las Canarias la estuvieron preparando. Bajó del avión deslumbrante, como cuando Rita Hayworth Irrumpe en ”Gilda”. En la escalerilla del avión miró desorientada al comité de recepción. Le habían asegurado que el Generalísimo estaría. Alguien le susurró: «Allí está el Caudillo>. Para Eva fue una desilusión. Según el peluquero Alcaraz, ella, escuchando los relatos Militares de Perón, se había imaginado una mezcla de Errol Flynn con Rommel. Un militar vencedor debía ser alto, atlético, de mirada dura. Al pie del avión habla un señor afable que le sonreía detrás de la visera de una gorra militar que parecía cuatro medidas más grande. Estaba con su señora y su hija, esperándola como a una sobrina que vuelve de la Argentina a La Coruña y que nunca se había conocido. La escena tenla algo de historia de inmigrantes.
Sin saber en qué se metían, los Franco, generosamente, le brindaron su casa: Evita se alojarla en El Pardo. Las salvas de cañones inquietaron las palomas que aquel Madrid‑Villa, con su tórrido cielo azul de porcelana. Junio. Evita, que no era más que Evita, sin cargo estatal alguno, era recibida con honores de Jefe de Estado, tanto en España como en Europa. La gente se volvió masivamente por la calle de Alcalá y la Cibeles. Se agradecía la lealtad dé Argentina en España: no respetaba el boicot y redoblaba los envíos de cereales, no retiraba su embajador y Eva empezaba su viaje a Europa por la puerta (entonces prohibida) del Madrid franquista. Era un desafío a los bien pensantes de posguerra, los vencedores, que sin embargo ya negociaban a escondidas con Perón en las flamantes Naciones Unidas. El Pardo lenta un espíritu de casa de clase media católica. Reaparecía, sin grandeza imperial, el sombrío clima de culpa que pudieron haber tenido las salas de El Escorial. Habla misa diaria. A veces vespertina. Después de cenar el Caudillo se recogía en su escritorio austero y revisarla atroces listados. Esa paz grave, de posguerra, fue asaltada por los argentinos de la comitiva, con toda la discreción de que pueden ser capaces mis connacionales. Los vestidos estampados saltaron de los baúles y maletas. Todo se llenó con los colores de las bandadas de loros y de urracas de Entre Ríos o de Tigre. Zapatos, enaguas, cajas de sombreros como bombos, pieles, cueros de América, tocados de plumas, tapados, perfumes, cosmética aromada, ruleros, tenazas para rizos. Toda una América barroca desembarcaba. Engominados funcionarios de seguridad pasaban los cables telefónicos por las ventanas. Se veía que las horas serenas y recoletas del Palacio ya no serian respetadas. La experiencia debió ser dura porque a partir de entonces se cumplió al pie de la letra la orden de doña Carmen Polo: Nunca más se alojará a ningún Jefe de Estado en El Pardo…
Franco inmediatamente se dio cuenta que la bella huésped no era una tradicional señora de un presidente sudamericano. Comprendió que Evita era‑ y que no serla toro fácil de lidiar. (A Evita no hay quien la sujete… solía decir su maestra de Junín). Franco, acostumbrado al respeto absoluto del autócrata vencedor, le sorprendió que la comitiva de la joven señora se aterrorizase y corriese para cumplir los mandados de La Señora como la llamaban, casi con más temerosa devoción que su propio servicio. Salvo el padre Hernán Benítez, el filósofo Muñoz Azpiri (su libretista) y el millonario Alberto Dódero, que y financiaba la gira, todos, incluido su hermano Juan, recibían un trato de rigor extremo, casi militar o de corte oriental manejada por una emperatriz regente. Arrancadas y llegadas intempestivas de los coches de la comitiva. Gente que pedía café de madrugada. Eva que hablaba a Buenos Aires a partir de las tres de la mañana (en esa época sin satélites cuando la voz todavía ayudaba a la audición). Exigía una especie de informe oral de algunos ministros y de los dirigentes sindicales. Además, el cotidiano diálogo con Perón, su “gurú”. Era explicable que a la mañana estuviese extenuada y que le costase despertarse. Doña Carmen Polo empezó a quejarse de las tardanzas. Pero como le temían como quien tiene que despertar una tigra, cuando se volvía a dormir la dejaban seguir. El 9 de junio sé efectuó la recepción solemne y multitudinaria en la Plaza de Oriente. España y Madrid vivían ya esa visita como una explosión de fiesta después de tanto dramático silencio. Aquella multitud tal vez reconocía el coraje de quienes osaban romper el boicot. España se conmueve por el coraje y, pomo escribiera Eugenio d’Ors, tal vez aquella Argentina era realmente “donquijotesca y calderoniana”. Franco sabía que los esperaba una Inusitada multitud. Cuando se aproximaban le dijo a Evita que se emocionarla hasta las lágrimas ante ese pueblo que ovacionaba su lejana patria. «Se emocionará, Señora…» Pero en Eva había ya un germen de mala uva hacia los Franco, porque le contestó: Tal vez llore alguna vez en mi Patria, aquí no creo que me pase, Generalísimo… Y así fue. Habló con un tono firme y hasta duro sin ceder a la emoción. Franco no sabía que el padre Hernán Benítez, el amigo de Eva, la llamaba la mujer sin lágrimas.
Ya la cumbre no iba tan bien. Al regresar hacia la recepción en El Pardo y pasando frente a un gran edificio en construcción, dicen que Evita le preguntó a Franco: “Generalísimo, ¿cuánto gana un albañil en España?”