ABC, 05/07/1998
Pasó el siglo terrible, criminal y fascinante, el siglo más humano (si se lo define desde el peligro innegable de la condición humana en plena acción), y nos corresponde una evaluación de los grandes momentos de nuestra vida espiritual y literaria. Este siglo agonista y agonizante fue para nosotros más literario que político y más poético que filosófico. Ni en lo político ni en lo económico Iberoamérica dejó de ser un espacio de segunda. Más bien sigue siendo la eternizada promesa de un gran Continente cultural que se adeuda la independencia de la creación de formas político‑económicas que respondan a su idiosincrasia, a su ser. En suma, somos una cultura sin su propia civilización, en el sentido al que apuntaba Spengler.
La lenta venganza de los anglosajones contra España culminó en los cínicos despojos de 1898. A partir de entonces se inicia una gran aventura refundadora. Por un lado, Rubén Darío y el modernismo, serán la fuente del nuevo lenguaje; el «castellano total», la lengua hispanoamericana. A los melancólicos escritores del 98 les tocará el mérito de descubrir la intimidad y la realidad de lo español. Muerta la España de Carlos V en manos de los yanquis, en Cuba, se volcaron a la España interior. Será una tarea centrípeta y callada, sin fastos gongorinos ni quevedianos y, sobre todo, sin ese lujo de grandeza feliz, imaginativa e imperial de Cervantes. Literatura de lo mínimo en Azorín, del pensar fragmentario de Ganivet, de nostalgia de vida plena y de aventura perdida en ese Baroja adicto a la iracundia malhumorada y literaria. Todos ellos fueron los cronistas de una España sin Imperio. Por eso, quizás, dejan un vago olor a naftalina y a moho de ropavejería. Es como si certificasen el fin de una España idolizada y se quedasen en una intimidad de desilusión y nostalgia.
Poco escritores tan queribles. Son como una familia sólo compuesta por tíos, esos tíos gritones y atrabiliarios que sabemos finalmente bondadosos. Solterones eternos, a pesar de casados. Hasta Unamuno no parece hoy un pastor protestante, o más bien, protestón; que no quiere dejar la Iglesia de la infancia. Baroja es el tío que sueña con amores imposibles en Brujas o París. Azorín, el tío con vocación de jubilado que va a ver pasar los trenes los domingos por la tarde… A Valle Inclán le tocará el rol de supremo creador de lenguaje.
En conjunto, ya en la segunda década del siglo, aparecen como un frente reactivo, paleto, carpetovetónico.
En dos enormes escritores de la España de hoy, en Cela y en Umbral, se nota la vigencia del provincianismo del 98. Diría que el estupendo Viaje a la Alcarría de Cela es el libro culminante de la introspección española de Azorin o del universo formidable de La Regenta. Si se piensa que escribían al mismo tiempo que Proust, Kafka, Joyce, Faulkner, Nabokov, Borges y Lezama Lima; y que Unamuno, Ganivet y Ortega y Gasset pensaron entre el fin de Nietzsche y Heidegger, es fácil comprender que el 98 fue una generación provinciana, internacionalmente poco significante. Pero intensamente significante para España y esa Latinoamérica que necesitó ese puente cordial, de intimismo, para deshacerse de la España de «charanga y pandereta» y, sobre todo, para comprender que era ridículo insistir en el esquema de la tradición literaria francesa.
Los del 98 en Latinoamérica
Fueron muy queridos y muy leídos. En el ‘minimismo’ de Azorin o en el alboroto verbal y violento de Valle Inclán, de alguna manera sentíamos un retorno a lo nuestro. Por razones económicas publicaron mucho en los diarios de Hispanoamérica, especialmente en La Prensa y La Nación de Buenos Aires. Lo cierto es que fueron una referencia insoslayable para quienes crearían la gran novelística que llevaría la prosa iberoamericana a su mayor altura, a la actual cumbre cervantina.
Tanto Azorín como el estentóreo Unamuno, fantasearon con «la reconquista del sepulcro del Quijote», en términos de una refundación de lenguaje y de libertad imaginativa. Pero sus novelas no zafaron nunca de las amarras impuestas por la novela burguesa, por el esquema de la narrativa francesa. Les tocaría a los latinoamericanos encontrar y revivificar los huesos de Cervantes. La esencia de la gran prosa que estalla a partir de El Señor Presidente y que pasa por las grandes cumbres de Carpentier. Severo Jarduy, Guimaraes Rosa, Lezama Lima, Rulfo, García Márquez, el temblor angustiado de Roberto Arlt, Enrique Molina; es la apertura total y natural (sin academicismos es o vanguardismos trasnochados, como los que afectaron a Joyce) a la misión de la dimensión poética, la fantasía, el imaginaire latinoamericano, el ritmo, el erotismo y esa gracia que nos era tan debida y que teníamos cuidadosamente descalificada.
Entre la construcción de Carpentier y los espesos retratos bidimensionales de Galdós o del Baroja de El Gran Torbellino del Mundo, hay un abismo definitivo. El universo acartonado, pero verbalmente admirable de Valle Inclán, nos parece finisecular frente a totalitarismo de la gracia y de la libertad de un Lezama Lima o ante el extremismo de ingenio creacionista de Sarduy. Ante ese Azorín de la sutileza y de la impresión oblicua, se desearía que hubiese sabido integrar los elementos culturales universales que enriquecen a Borges o a un Octavio Paz. Azorín, con su enorme «autoridad elocutiva», nos parece como desaprovechado, como demasiado fiel a su innato escepticismo.
Mirando en conjunto el siglo que ya casi fue, sólo Valle Inclán se une con soltura al Siglo de Oro novelístico que esta vez se gestó en la otra costa del Atlántico. Gómez de la Serna, el otro mago verbal, no alcanzó a plasmar una obra definitiva. (Borges, que lo admiraba, creía que el autoexilio en Buenos Aires y las urgencias económicas lo había perjudicado. «De tanto escribir fragmentos, frases brillantes y greguerías; terminó atomizado»).
Los escritores argentinos y latinoamericanos tuvieron más afecto que respeto literario por el 98. Más bien se formaron entorno a las novelísticas europeas y alas grandes innovaciones como las de Joyce, Proust o Hermann Broch. España y su literatura era poco convincente. Borges contaba una anécdota del gran Lugones, que por cierto no tenía nada de esnob: un joven escritor lo visita en los años veinte, y le habla de los escritores de España. El poeta lo interrumpe: «leer esta literatura española de hoy es como leer autores búlgaros o rumanos. Tiempo perdido. Mejor sería que usted lea a los franceses, a los alemanes…»
El decisivo puente poético
Más allá de los prosistas, fue a través de la poesía donde se produjo la mutación hacia el nuevo siglo de oro. El impulso americano de Darío, y Lugones, Vallejo, Neruda y Huidobro coincidió con la alta poética de la Generación del 27 de España. Aleixandre, Guillén, Cernuda, el gran Juan Ramón Jiménez y otros, lograrán una perfección expresiva, una culminación que tendrá gran influencia en la prosa de los grandes renovadores de la prosa latinoamericana.
La «reconquista de la tumba de Cervantes» fue una expedición de buscadores de lenguaje. Sólo así la prosa pudo enriquecerse con la síntesis y la perfección de la poética. Nuestros textos se liberaron definitivamente de la deuda o de la prisión de la narrativa francesa, y se produjo la natural integración de poema, narración y drama. Elementos formativos indivisibles en nuestro barroco literario, directamente ligado a nuestro carácter e idiosincrasia.
De este modo la Generación del 98, nacida en los grises días de un fin de imperio, se enlazó históricamente con ese renacimiento literario y cultural de nuestra América. Vista en su conjunto, se puede decir de nuestra novelística que alcanzó esa dimensión de fantasía libre, de naturalidad poética, de humorismo y apertura hacia lo mágico e irracional, que constituyen la esencia de la dimensión cervantina.
Si bien la Generación del 98 fue un momento de transición y de apertura hacia esa España profunda (y postergada), resulta innegable que aporta voces mayores como Valle Inclán, Eugenio d´Ors, Ramón Gómez de la Serna o el sutil Azorín. En el campo del pensamiento, Unamuno nos deja hoy su imagen patética de libertador solitario. Arriesgó un pensar auténtico, personal, autónomo, liberado de la cárcel academicista de esos «pensadores públicos» aborrecidos por Kierkegaard y Nietzsche. Fue más un ejemplo y señal de ese lenguaje para un pensar autónomo que todavía no tenemos, que una realización filosófica en su propia obra, tan hipotecada por una pascaliana catolicidad, por su heterodoxia estetizada.
En suma, el 98 fue la transición necesaria hacia una literatura que se despojó definitivamente del complejo de sometimiento y marginalidad ante la «cultura europea». El Continente cultural iberoamericano es hoy el más viviente y creativo. Ese Continente está unificado por el idioma castellanohispamericano, el de mayor expansión en el mundo junto con el inglés. El nuevo Siglo de Oro es nuestra mayor realización y sin dudas precede a plasmaciones de orden político, económico y social que todavía no se produjeron.