La Nación, 8/03/1994
Quien visite la Argentina de hoy se encontrará con un país movilizado, como convaleciendo de años de sopor. Pese a tantos problemas y deficiencias humanas y estructurales se recibe la impresión de un avispero en acción. El zumbido matinal de la patria locutora de algún modo refleja, más allá del drama de la semana y del último chisme, una innegable voluntad de ser y de querer hacer. Es como si estuviésemos saludablemente empeñados en reencontrar aquellas alturas que culminamos en 1929, cuando pertenecimos a los primeros del mundo (al todavía no fundado Grupo de los 7).
Aquel triunfo de la generación del ochenta nos dejó un legado contradictorio: la conciencia de la posibilidad de grandeza, el peso o complejo de haber estado alguna vez en el Primer Mundo y la malcriadez endémica de un país que tendrá para siempre conducta de hijo de rico.
Tres personajes
Aquella generación del ochenta, hoy mítica, se podría concentrar en tres personajes paradigmáticos: Roca o el político, Pellegrini o el economista y Sarmiento o el genio constante de la cultura nacional. Tanto el político como el economista supieron dar prioridad al espíritu sarmientino. Fue así como lograron definir a este país como lo que todavía es: una posibilidad abierta a toda creación, con una calidad de vida ‑y de pasión por la vida‑ que es difícil encontrar inclusive entre los países más mentados del llamado Primer Mundo. Buenos Aires es una de las ocho o diez grandes capitales del orbe donde la calidad de vida alcanza una culminación de excelencia, de gracia, de inteligencia popular, donde lo meramente material queda condicionado y hasta sobrepasado por los valores de lo cultural. Un ciudadano medio de Buenos Aires goza de una calidad de vida más alta que la de su par de Los Ángeles, Berna o Tokio.
Aquellos fundadores del ochenta comprendieron que la Argentina debía ser mucho más que el nombre de una buena plaza comercial o el de una factoría para aseguradas exportaciones de capital. Supieron que la realidad esconde una verdadera danza de infinitivos aparentemente contradictorios: para ser hay que hacer y tener. Pero para hacer y tener es imprescindible saber y creer.
Crearon los ferrocarriles, los puertos, los frigoríficos, los bancos, las aduanas, los elevadores de granos, pero no dudaron de que era imprescindible, al mismo tiempo, construir universidades, laboratorios de investigación, teatros como el Colón, bibliotecas populares de a cientos. Supieron convocar a los jóvenes para la creación. El maestro ocupó en cada pueblo su puesto junto al jefe de guarnición, al hacendado y al cura. En ese tiempo que parece idílico los políticos aspiraban a ser profesores de la Universidad con la misma ansiedad con que hoy pretenden embajadas.
La cultura y el Estado
Seguramente estamos viviendo un nuevo arranque de este país más bien ciclotímico. Nos hallamos tal vez ante un nuevo gobierno histórico (historia no es lo que meramente sucede, sino lo que marca para bien y para mal y merece el recuerdo comprometido de un pueblo).
Sin duda, estos años finales del siglo serán decisivos y este take off tan esperado estará determinado por el eje de tres personalidades ‑Menem, Cavallo, Alfonsín‑ que parecen concentrar el inmediato poder real de la transformación.
Los últimos sucesos indicarían el cese de la oposición constante y estéril del segundo partido para corresponsabilizarse en el poder, con el poder.
Pasaría así de la confrontación a la coparticipación de los objetivos fundamentales de la Nación. Si esto se consolidase, en el futuro no hablaremos de éste o de aquel partido, sino de un verdadero triunfo generacional, una victoria de todos. Hablaremos del renacimiento protagonizado por «la generación del noventa», como hoy decimos de la del ochenta.
Mucho falta, pero sentimos que los políticos están acertando el camino, que es muy áspero y largo; nuestra industria es insignificantemente productiva, no exportamos, y nuestros productores temen el desafío de Brasil (que es nuestro espacio natural de asociación). Todavía falta librar la batalla del Estado como esos países del Primer Mundo que queremos emular. Para esto debemos recomponer el orgullo de nuestra tradición, de nuestras Fuerzas Armadas, y darnos junto con Brasil‑ el potencial militar disuasivo que se requiere en un mundo siempre peligroso donde flaquean los principios y garantías básicos de la democracia internacional. Hoy, como siempre, la dignidad internacional se la pueden permitir quienes alcanzan un mínimo de disuasión militar.
Pero sobre todo nos será necesario vencer la batalla cultural, que sigue siendo la asignatura pendiente en estos años de admirable reorganización institucional y económica.
Se siente la ausencia de esa dimensión sarmientina. Nuestros dirigentes parecerían creer en una oposición entre economía y cultura, como pensaban algunos marxistas ya depuestos.
Cultura es también esa aludida calidad de vida y es donde residen el ser y la idiosincrasia de nuestro pueblo y por lo tanto el recinto de toda soberanía.
Sin esta sarmientina dimensión todo esfuerzo será efímero.