La Prensa, 10/02/1980
En este fin de siglo, después de trágicas experiencias bélicas y humanas, en una etapa en la que se pone de manifiesto Ia desilusión de los grandes sistemas que pretendían orientar al mundo, se pone en evidencia una peligrosa quiebra de la relación hombre‑naturaleza. Este problema, o mejor: la conciencia de esta posibilidad es uno de los «temas de nuestro tiempo». Cuando más se creía dominada la naturaleza, el protagonista de esa presunta dominación se encuentra desamparado ante amenazas ciertas creadas por la larga oposición (o ruptura) con el entorno natural: crisis del equilibrio ecológico, agotamiento de los recursos naturales, amenaza de las fuerzas íntimas de la materia.
Estas no son más que exteriorizaciones de una ruptura de larga data, un viejo error de concepción del hombre de Occidente que entra en oposición destructiva frente a la realidad.
Para Nietzsche la filosofía europea, desde Sócrates en adelante, no es más que la consolidación de esta gran falla (como él la llamaba). En Nietzsche llega a su culminación un movimiento de oculta conciencia de esta ruptura, de este desvío cultural que nos opone al mundo. Ya mucho antes Pascal pudo afirmar que somos el animal enfermo. La enfermedad persiste a través de las reformas y revoluciones que el hombre de Occidente se fue proponiendo el hombre enfermo ha sido y es protagonista de una Historia (pública) en la que los sucesivos cambios ‑ evolutivos e involutivos ‑ no han modificado la esencia de la enfermedad. Hoy lo vemos, por ejemplo, al sentirnos separados de esa tecnología que triunfa y se impone no sólo sin nosotros sino también contra nosotros.
El hombre de Occidente, que ya ha casi logrado universalizar su estilo y filosofía, no logra un pleno contacto con la realidad, el «aquí y ahora». Se piensa, se desdobla por efecto de su conciencia, al punto de un divorcio, de una impermeabilidad hacia la materia de la vida. El hombre se posee a sí mismo ‑como afirma Max Scheler ‑ mediante la reflexibilidad de su conciencia. Este verse le impide ser en el mundo plenamente. Se expecta y conduce la vivencia de la realidad desde su conciencia. No abandona su cuerpo al mundo y por lo tanto no sólo pierde espontaneidad sino que se instrumentaliza a sí mismo. O sea que no vive, salvo pocos instantes, sino que más bien se conduce desde una metafísica. Nace entonces una filosofía que consolida la reflexividad (el expectarse) en oposición a la fusión (con el mundo, o sea el pensar correspondiente a un estar‑en‑lo‑Abierto).
La Enfermedad crece y se afirma. El germen del pensar de la fusión con el Universo se mantiene como una transgresión al pensamiento público, oficial. Será la palabra de los poetas y de los místicos, la voz de los heréticos. La Enfermedad reflexiva nos alejó de nuestra original posición en la realidad del Universo y con entusiasmo nos sigue alejando de la situación de fusión.
El pensar del retorno es temeroso y desprestigiado (las mismas religiones postergaron la mística como un episodio excepcional, una curiosidad iniciática. El mundo actual no podría tolerar una difusión de la mística).
Nuestros intentos para penetrar en la realidad se truncan ante las dos puertas de acceso: la temporal, por la incapacidad para morar en el presente; y la espacial, porque no podernos mantener una relación abierta con nuestro espacio, ya que nos resulta imposible estar en y no ante el mundo. Esta doble limitación -consolidada por la tradición judeocristiana de este Occidente universalizado ‑ es la base de la Enfermedad. El hombre de nuestros tiempos se ha quedado sin presente: sólo lo habita tangencialmente, como si fuera carente de gravedad y de peso para morar de lleno en la corriente del siendo. Se muestra como el eterno prorrogado, como un muñeco en continuo deslizamiento hacia un futuro hipnótico. Casi nada queda para el presente, ese ahora que es la realidad de la vida, el único tiempo verbal donde ésta aparece. El presente queda prácticamente despojado de contenido al ser investido por las exigencias de ese prepotente futuro siempre imaginario. Este desdichado vaciamiento se verifica como un producto de la cultura de Occidente en las dos formas hoy universalizadas: en el neocapitalismo industrial y tecnológico con su ser‑para‑el-porvenir y en los marxismos futuristas, alienados en una interpretación exclusivamente historicista del socialismo, o de la posibilidad de socialización de la economía. En ambos «modelos» el presente como simple siendo, sin una instrumentalización que lo transforme en un para‑algo‑más‑allá, resulta ya algo extraño a nuestra cultura. Es en este sentido que el poeta H.A.Murena pudo afirmar: «Hoy el presente está contra el presente. Todo lo que nos rodea tiende a hacer que podamos vivir menos el presente en cada uno de nuestros días presentes».
La oposición entre «hacer» y «estar»
Consecuencia de esta disyunción espacial y temporal es la malsana oposición entre el hacer y el estar. La voluntad de dominio sobre la naturaleza (contra la naturaleza) escapa a su limite de necesidad subsistencial y se transforma en obsesión creadora, en la expresión más clara del mito motor de Occidente, el mito de Prometeo.
En ciertas regiones todavía «atrasadas» del mundo, especialmente en Asia, África y América Latina, persisten formas culturales por las cuales el estar del hombre prevalece en contraposición al hombre del hacer. Es en este «subdesarrollo» donde presentimos la existencia de un preservado germen de desarrollo espiritual que podría evitar la hecatombe alegre del progresismo dosificador y las desdichas del historicismo genocida. Sabemos que cuando se delimita con la palabra «subdesarrollado» a algún pueblo (ocurre con los nuestros de América Latina) sentimos una sensación de rebeldía ante la cómoda calificación. Sabemos que es parcial, que toca a las cosas pero no a los hombres y por lo tanto tendemos a abogar destacando aspectos de otro orden, culturales, antropológicos, etc, para sentirnos compensados ante la agresiva y parcial sentencia de «subdesarrollo».
En esas regiones hay todavía un contacto con la naturaleza, con la tierra. Persiste un paganismo posibilitador, originario, aún no vencido por la imposición cultural extendida desde Europa hacia el resto del mundo en ancas de las sucesivas formas de colonización cultural y política que conocemos. Pero estas islas aún no del todo invadidas cumplen un rol apenas pasivo (a veces sólo el de fundar vanas esperanzas) ya que no alcanzan un lenguaje positivo, capaz de plasmar la resistencia en forma de vida viable. En realidad no sabemos cómo evitar el progreso homicida (en sentido real y figurado) y sustituirlo por una sociedad liberada de su Maquinaria opresora. Hace cincuenta años Leopoldo Lugones intuyó que el destino esencial de nuestra América era el de estructurar esa respuesta: «Es en el Nuevo Mundo donde va a reintegrarse la civilización de la libertad, contrariada por el dogma de obediencia que el Cristianismo impuso hace veinte siglos».
Pero el deseo lugoniano no se cumplió. América es hoy un continente múltiple donde el hacer y el estar combaten una dura batalla. La América anglosajona (Estados Unidos, Canadá) y la América Latina con inmigración europea predominante, representan el hacer, enfrentada ‑no sin conflicto, muchas veces‑ a una América del estar, tradicional, folklórica, volcada hacia el indigenismo, sostenedora de valores humanos cada día más remotos: el coraje, la pasión, la Hombredad. Inventando prototipos como el gaucho o el jagunco.
En Argentina la divisoria se mantiene viva: unitarios (el hacer) vs. federales (el estar y la tradición); Buenos Aires contra el Interior; Boedo contra Florida. A veces en una misma persona se da la ruptura, tal el caso del Borges culturalista y europeista cuando escribe sus milongas o evoca un imaginario culto del coraje en el Buenos Aires de principios de siglo.
Y si nos remontamos al origen cultural, a España, encontramos que subsiste la ruptura entre hacer y estar. Desde el siglo XVI España, la creadora del imperio que posibilitaría la civilización del hacer, aristocratizantemente se muestra proclive al estar y pierde en un siglo el comando del mundo.
España se enfrenta al hacer de los europeos y es marginalizada hasta este siglo. En muchos aspectos se une con sus conquistados: los iberoamericanos del estar.
El prototipo planetario, el pobre hombre del hacer, no habita el presente sino que lo usa como medio de traslación al futuro. La materia cotidiana de su hoy y aquí pasa a ser el combustible de ese siempre prorrogado futuro imaginario. Vive amenazado por el fantasma de esa Historia que creó y que se transforma en asesina del tiempo cotidiano de generaciones enteras. Siente perdido ese mundo que creía conquistado con la prepotencia de su actividad.
El tiempo del hacer domina nuestra conducta y propósitos: es el tiempo público, de los trabajos, de la edificación colectiva, de la lucha, de la revolución (para los revolucionarios). En cambio, el tiempo del estar es sólo residual. Es el tiempo nuestro, privado: el del amor, la meditación, el placer, el ocio, el arte. En los tristes modelos de vida que pretenden repartirse nuestro futuro es un tiempo de segunda, desprestigiado, casi prescindible. El tiempo público es el legitimado.
El pesimismo judeocristiano, bíblico, está en la raíz de este desvío. El tiempo del cuerpo debe servir para la expiación, para la redención, para el pago de la antigua Culpa.
En la noción de sacrificio del revolucionario contemporáneo reaparece con renovado lenguaje esta misma enfermedad, es por eso que el pensamiento revolucionario se torna conservador, repetidor de esos límites concienciales que nos apresan: su ideología no se independiza de ese ser‑para‑el-futuro alienador y oculta o posterga la realidad por más que se declare «realista» o «materialista». La metafísica se hace aquí tan vigente como en el judeocristianismo: la «revolución» pretende la ruptura del ciclo evolutivo de la sociedad mediante la imposición violenta de una imagen de su futuro ante la cual el presente se sacrifica. El puente necesario para el salto es la violencia: un mecanismo neurótico que destruye la realidad del presente en pos de una salida no evolutiva ‑ o sea antinatural ‑ hacia el futuro imaginario. Se propone la construcción de la Historia como imagen al precio de la realidad de la vida, en vez de asumir la historia y serla con la plenitud de nuestra cotidianidad en su natural dinámica.
Estamos en el auge de esta violencia que va desde la industria nuclear hasta la artesanía terrorista. Todas las filosofías de la violencia degradan el cuerpo (del otro) a material prescindible, ya que los muertos de las revoluciones y guerras son presentados por sus verdugos como material de construcción histórica; mientras que el cuerpo (propio) es enaltecido a instrumento de acción histórica. En ambos casos se aliena su realidad.
Las consecuencias de la Enfermedad no son pocas y malean la calidad de vida que obtenemos. Vemos surgir las macrosociedades‑modelo donde los valores de eficacia han desplazado a los valores de placer. Son sociedades que no enseñan a gozar si no a imponerse mediante el hacer. En ellas el tiempo público impera desplazando al privado. Se educa mal: no para el goce de la vida sino para su instrumentalización. El placer ha sido residual en esta cultura universalizada, basta recordar la larga batalla de las iglesias judeocristianas y sus continuadores para limitar la presencia del cuerpo y del sexo: desde los flagelantes hasta Calvino, desde la Inquisición hasta el puritanismo soviético contemporáneo.
La tecnolatría contemporánea y la filosofía del retorno
Se podría decir que la prepotencia tecnológica es la etapa final de un predominio de lo racional llevado, a lo largo de siglos, por un camino equivocado. Hemos desembocado en la tecnolatría, la sumisa adoración de la técnica.
Del pensamiento originario de la fusión (con el mundo), cuyos máximos exponentes en occidente son los presocráticos, hemos pasado a la comentada reflexión que, por un desvío cultural nos transformó en espectadores‑protagonistas, o sea en seres desdoblados. En una reciente etapa hemos desembocado en la razón técnica que al quedar sacralizada se torna irracionalmente en la fuerza mayor, la fuerza justificadora de las actuales conductas colectivas.
Este es un proceso que se desarrolla plenamente en los últimos cien años.
La filosofía tradicional, que cultivaba la razón separadora y que fue la prueba de nuestro obstinado e infeliz estar ante el mundo, queda ya vencida y desprovista de destino. (Cuando oímos hablar de «crisis de la filosofía» sabemos que se habla de esa filosofía nacida de aquella «gran falla» denunciada por Nietzche).
La tecnolatría se erigió en el rostro más visible de ese marcusiano «principio de eficacia» que hoy une al capitalismo materialista con el materialismo marxista. Es la razón suprema, la gran justificación.
La «filosofía» queda postergada por la razón tecnológica, la razón de estado, las razones económicas, etc.
Es positivo y consuela, que el reino de la tecnolatría parezca ser efímero.
Parece extenderse en el mundo la conciencia de que «desarrollarse», en el sentido que proponen las sociedades industrial‑tecnológicas exitosas, implica peligros ciertos, consecuencias no queridas. Es como si se comprobase que el rédito humano que dejan esas macrosociedades fuera pobre y no nos resolvemos a dejar de ser hombres pobres (con cualidades) para transformarnos en pobres hombres.
Esto en el plano cultural. Porque en otros aspectos, más concretos, la maquinaria progresista nos aboca a graves temas de los cuales sólo hablamos ahora: el desequilibrio ecológico, el agotamiento de los recursos naturales, el miedo atómico, la violencia terrorista, la crisis demográfica (en su doble aspecto negativo: como incapacidad reproductiva de quienes podrían alimentar a sus hijos, y como incontrolada reproducción de quienes no pueden hacerlo).
O sea que ya se siente que el mundo «exitoso» que hemos construido, o nos imponen, no es el que queríamos. Los peligros ciertos y el sacrificio cotidiano superan de lejos el placer residual que los modelos de nuestro tiempo proporcionan.
Los modelos de vida, consagrados con opresivo entusiasmo hasta hace poco, son sociedades neuróticas y tristes.
El auge de Nietzsche en el pensamiento contemporáneo tiene que ver con esta conciencia de fracaso y de desilusión que hoy se extiende por el mundo.
Se plantea el tema de la filosofía de retorno a una relación más natural con el mundo. Retorno no quiere decir ni reacción ni regresión. Se trata de reencontrar la posibilidad de fusión con el mundo y el Universo desde nuestra circunstancia.
Paradójicamente ocurre que el elemento con que consolidamos nuestra disyunción, la falla, la Enfermedad, deberá ser el útil para recrear la unión: la filosofía.
El retorno implica fundamentalmente una relación adecuada con lo Abierto y con el presente. Debemos recrear todas nuestras categorías relativas a espacio y tiempo. Esta es la cínica solución.
Desde aquí comprendemos que es falsa la acusación de Nietzsche de nihilista y de pesimista. Su pensar se levantó desde la conciencia de la Enfermedad, desde una posición muy vecina a la del cristiano Pascal. El programa nietzscheano de «trasmutación de todos los valores» tiene un sentido altamente creativo pues tiende a sustituir con bases firmes los apoyos de la sociedad Occidental.
El pensamiento apocalíptico de nuestro tiempo tiene que ver con esta conciencia de Enfermedad. Se basa en estas preguntas : ¿Podrá haber un retorno a la posibilidad de fusión sin una catástrofe mundial? ¿O ya es imprescindible la catástrofe para poder alcanzar un retorno a la tierra, a la realidad?
Pero el pensar catastrófico no es un pensar, es más bien una desesperada entrega al azar que nace de la desconfianza en el recurso filosófico ya que el «pensamiento público» de nuestro tiempo casi no deja espacio para el pensar verdaderamente creador. (Nietzsche en uno de sus trabajos tempranos afirmó: «Toda la filosofía moderna está limitada por los gobiernos, las iglesias, las academias, las costumbres, las modas y las cobardías de los hombres de apariencia erudita. Todo se reduce al suspiro «Ojalá» o a la comprensión «Esto pasó!»)
Difícil es el camino de la filosofía del retorno. Martin Heidegger después de una larga vida con los mayores logros académicos dijo en una carta fechada pocos meses antes de su muerte: «Las proyecciones hacia Lo Abierto deben ser siempre conducidas y guiadas por una élite que, sin embargo, es extraña a toda voluntad de poder».
Señalaba para la verdadera filosofía de nuestro tiempo un sendero iniciático.