El Nacional, 20/06/1993
ABC, 24/06/93
La Nación, 27/06/1993
Borges modificó en profundo la escritura en español: lo obligó a la elegancia de la sobriedad, a una precisión que nuestra tribu literaria había olvidado desde los tiempos de Gracián y de Saavedra Fajardo. Supo corregir el desbarrancamiento de ese siglo XIX hecho dé efusiones románticas y de narración costumbrista ‑eran tiempos sin cine y con mucha novela francesa mal traducida‑. El lugar de Borges fue mundialmente reconocido, incluso hizo moda y engendró sus imitadores. A Severo Sarduy, en cambio, le tocó el desagradable privilegio de brillar en soledad, pero su revolución no sería menos significativa. Si Borges le dio a nuestro renovado Siglo de Oro la fuerza del adjetivo inteligente y las calladas y subversivas delicias de lo exacto -que no siempre coincide con lo verdadero, pese a la ofuscación de Wittgestein‑ a Sarduy le correspondió la no menos loable tarea de poner en danza las palabras, agregarles música y devolverle al lenguaje mismo esa posibilidad de fiesta perdida casi desde los tiempos del Quijote y Góngora. El lenguaje, como prioritaria expresión de la razón y de lo racional, quedo redimido de esta limitación y, merced a su arte, adquiere la libertad de lo poético, integra ‑una sensualidad perdida y amplía su posibilidad de conocimiento.
En nuestra república literaria intercontinental poco supieron entender la importancia y la originalidad de Sarduy. Estamos invadidos por la repetición de seis o siete hombres prestigiosos y se lee desde esquemas y lugares comunes (y esto es peor que los lugares comunes del mal escritor). Merece ser recordada la profesora Ana María Barrenechea, que hace varios lustros’ escribió un libro titulado «De Sarmiento a Sarduy», que parecía vaticinar todo un ciclo de nuestra renovación literaria. La prosa de Sarmiento fue bárbara y fuerte como la de un Facundo metido a escritor, aventó todo el afrancesamiento neorromántico de la época. Sarduy culmino esa rebelión liberadora: su obra está «escrita sobre el cuerpo», todo se hace ritmo, y ritmo de rumba. El lenguaje danza en fiesta y cada línea se transforma en un «happening». No necesita «describir» su Cuba ni introducir digresiones políticas. Todo está en el texto liberado de la triste y sombría pretensión de «narrar», de repetir éste mundo (ultra poblado) con torpeza de anatomista a de eritomólogo.
Ritmo pélvico, tropical, donde el sexo, la sexualidad y la homosexualidad adquirirán la dimensión de fuerza motora capaz de poner en movimiento los cuatro elementos originales de la Creación: Es en ese ritmo donde aparecerán «temas»; incluso cosmológicos y religiosos, y «personajes» como Cobra o Colibrí o Cocuyo. Se viven preocupaciones y peripecias «corno las de la vida», pero dentro de un escenario lúdico, y a la vez misterioso o tan inescrutable como ese Ser Supremo en torno al cual se mueven y tramoyan los no menos misteriosos personajes de Maitreya y de Cobra.
Su obra, vista en conjunto, configura un mundo exótico, un «unicum». Sin embargo, no creo que haya texto que pueda ser más esencialmente cubano. Ningún esmerado realista, ningún minucioso realista, nos dejará una presencia más viva y real de Cuba, esa Cuba que vivió desde la nostalgia, ya que no pudo cumplir con su deseo de volver.
Aunque la política le era tan insignificante como las confabulaciones de sus personajes en el «teatro de las marionetas», Severo vivió presionado por las lealtades que le imponían sus amigos (en cierta ocasión le obligaron a devolver el pasaje). Desde los campos de la muerte la tontería de la moralina política muestra; toda su prepotencia. Lo cierto es que murió sin poder tocar esas playas de arena fina donde era «el rey» , y que le pertenecían más allá de todo avatar político.
Su escritura fue su apropiarse y su estar en Cuba. Si su amigo Roland Barthes había redescubierto para los intoxicados franceses el “plaisir de aire”, Sarduy concibió ‑y construyó su vida en torno al más laborioso y exigente “placer de escribir”.
Integra el selectísimo club de los grandes estilistas, de los creadores de lenguaje. Es de la estirpe de Góngora, de Borges, de Lezama Lima, de Guimaraes Rosa. Su rumba está aquí cargada de potencia, dispuesta a renacer en la co-creación de cada lector atento. Es una rumba ininterrumpida, ininterrumpible.
La vida de Severo Sarduy fue como su lenguaje: gracia, movilidad, eterno creacionismo, humor, sexo y un secreto y sabio respeto ante la constante presencia de misterio. Su escritura fue su ser, y esto puede decirse de muy pocos maestros. Murió solo, sin querer mostrarse a sus amigos, en un pequeño departamento que había alquilado en París, «con la dignidad de negro viejo, con sabiduría de chino», como el escribiría. A quien lo llamaba por teléfono, como para aliviarle la pena le decía que tenía «otitis, pero andaba mucho mejor». En sus últimos amaneceres se esforzaba por levantarse (a las seis, precisaba) y leía a San Juan de la Cruz. No podía caberle otro gurú, otro guía, otra más estremecida y bella preparación de viaje.
Me gusta despedirlo (por lo menos hasta que vuela a abrir algún libro suyo) con dos de sus frases:
Habla el maestro al morir: “La muerte, monitos, no forma parte de la vida, sino al revés: surgimos de lo increado, un abrir y cerrar de ojos, y volvemos a él. Lo demás son dibujitos sobre seda.”
Cuando el maestro muere: “Se oían a los lejos, funerarias, unas flautillas: la orquesta Aragón.”