La Nación, 30/06/1980
Justina, el inolvidable personaje, del «divino» marqués de Sade era un autómata de la virtud. A medida que las desdichas se repiten el lector comprende que esa virtud maquinal, obstinada, esconde una perversidad de tipo pasivo: es el rostro masoquista del juego sádico. Justina exhibe su virtud con impudicia, no para modificar con ella la realidad del mundo sino para comprobar la persistencia del mal con el sacrificio de esa virtud en manos de sus sucesivos violadores (en general hombres de poder que la sociedad no sólo no condena sino que promueve y premia: obispos, nobles, grandes delincuentes, terratenientes, etc. ) Pero los sacrificios de Justina no conmueven, su honradez carece de constructividad, es una mera bandera, una provocación.
A principios de mayo, en Francia se realizó convocado por la Sorbona un “Coloquio sobre el Cuento Latinoamericano”. Tuve la oportunidad de asistir a algunas sesiones y de encontrarme con varios escritores de primera línea de nuestro Continente verbal. Como suele ocurrir en este tipo de congresos desde el primer día lo político desenlaza la atención de lo estético ‑reducido a simple móvil- (tuve una experiencia similar en el Primer Congreso de Escritores Hispanoamericanos que se celebró en las Canarias el pasado año). Desde el inicio los activistas, generalmente gente de obra menor, llevan el congreso hacia la vía muerta del propagandismo. A tal punto que me atrevería a enunciar una ley que estimo válida para la literatura latinoamericana: a menor capacidad estética mayor corrimiento hacia el rojo territorista.
Juan Carlos Onetti el gran escritor uruguayo ejercía una presidencia más honoraria que real. Se proyectaron películas políticas referentes a la situación de Chile y de sus exilados y un largo reportaje fílmico protagonizado por Julio Cortázar en el cual reiteraba su cómodo simplismo político, harto conocido. Con soltura se anotó entre los exiliados. Pero desorientó, incluso a los de socialismo más fácil, cuando repitió que los «escritores tienen que estar comprometidos»‘ y avanza con aquella trasnochada teoría sartriana, envejecida hace treinta años y que en su tiempo había significado el más torpe intento de uso sistemático del escritor, degradando su libertad creadora a la afiliación o al rango (el idiota útil con el fin de instrumentarlo al servicio de la guerra fría, la propaganda o la “creación de conciencia». Cortázar, como fuera del tiempo, recomendaba lo que ya no defendería ningún escritor soviético ó cubano auténtico (se llamen Lezama Lima, Andrei Vosnezensky, Heberto Padilla, Constantin Paustovsky o Mayacovsky). La teoría del «compromiso» (naturalmente en una sola dirección) había sido el mayor intento del stalinismo cultural para controlar la libertad del creador en el mundo occidental. Cortázar, creador de algunas obras admirables íntimamente ligadas a la libertad de la cultura argentina de las décadas pasadas y nacidas mas allá de todo mandato ideológico o partidario, se autonegaba recomendando lo represivo, lo antiliberal.
Un grupo de escritores fuimos a un restaurant chino de la Rue des Ecoles. Nadie habló del adjetivo, ni del estilo; se habló de política. De un grupo de diez o doce algunos eran exilados y casi todos vivían en Europa, preferentemente en Madrid y París; la mayoría era de izquierda activa. Era presumible el diálogo exclusivamente politizado. Pero el nivel era increíblemente elemental. Carecían de toda información e interés por el panorama mundial del poder y hasta de lo que ocurría realmente en América Latina. La palabra Afganistán les parecía innecesario usar. Todavía estaban varados en si Cuba sí o si Cuba no. Aceptaban con facilidad exenta de toda duda que los cien mil fugados eran «rateros y degenerados». El más dotado era el que recordaba algún artículo de Le Monde. Ninguno de aquellos temas les parecía algo propio, algo que mereciese un empeño mayor que la repetición de consabidos lugares comunes. Todo asomo de duda racional les parece contrarrevolucionaria. Ellos, tan cuidadosos en analizar con escalpelo y sin anestesia hasta las menores injusticias de los «sistemas burgueses» (hay que reconocerles que sin embargo soportan admirablemente vivir en París y New York) carecían de todo prejuicio en pasar por alto lo que estaba ocurriendo en Cuba. Con el occidente político son implacables; con ese oriente político, que ni pisan, son cómplices dóciles.
Fue inútil tratar de explicarles que la realidad americana era mucho más compleja que esas simplificaciones de la distancia; inútil explicarle los grandes cambios de infraestructura que se realizan en los últimos veinticinco años en Brasil, Argentina, México, Venezuela. Nada querían oír de la realidad profunda, callada y cotidiana de los técnicos, ingenieros, universitarios y obreros que aún viven y construyen en esos países que ellos consideran meras dictaduras (liberales o militares). Son nominalistas una vez titulado el sistema y puesta la etiqueta la realidad queda superada. Estos hombres que deberían ejercitar la dialéctica y ser objetivos analistas basados en la aplicación racional de la metodología marxista, persisten alelados en una actitud asertiva y santificante, impermeables a la información.
Durante esa comida, pocos días antes de las elecciones en Perú donde los partidos de centro y de derecha reunirían más del 75 % de los votos, Manuel Scorza me comunicó que la izquierda revolucionaria lograría obtener la mayoría parlamentaria.
En esta izquierda de papel hay un desesperado deseo de huir de la realidad. Cualquiera de ellos es más «idealista», en el sentido de ideólogo aéreo, que cualquiera de esos filósofos y teólogos que acusan sin leer. Son empedernidos metafísicos. En Latinoamérica nos ocurre algo carpenterianamente maravilloso, algo tan surreal como tantas cosas de este Continente verde y florido y los marxistas nada quieren saber de la realidad. Es un curioso marxismo que prescinde de ingeniería, del número, del sentir y de la vida efectiva de los pueblos.
Fue entonces cuando pensé que toda aquella gente estaba unida a la Justina de Sade. Ninguna experiencia les sirve para autocrítica o modificación. En las repetidas derrotas sólo ven las maldades del enemigo.
Lo más notable es la carencia de todo conocimiento sobre la economía moderna (a pesar de que ni por error se les ocurriría despegarse del sistema económico occidental, en especial la industria editorial). La ciencia económica queda en ellos reducida al sentido de justicia y de la geometría que tendría un padre al cortar la torta del domingo. Basta la buena fe. Su mayor aventura en este campo no pasa de la teoría del control de precios de la canasta familiar.
De los aristócratas del anarquismo ruso aprendieron a despreciar el dinero y las cosas (y con ello la economía). De los santones del socialismo europeo finisecular recibieron una repulsión cualquiera por el poder. Son puritanos.
Hablan de política hasta lograr desplazar todos los espacios de sus preocupaciones, que deberían ser estéticas, para fugar del compromiso del poder real y responsable. Es por esto que prefieren las verbalizaciones, la «toma de posición» ante cada hecho que ocurre. Se van transformando en opinantes solitarios que la sociedad «burguesa» escucha (sin mayor empeño) en homenaje a los buenos libros que alguna vez escribieron. Pretenden que se les soporte la mala política porque tuvieron una feliz estética.
Inútil sería sugerirles la importancia que tendría para Sudamérica una izquierda positiva y creadora, que supiese unir su función de crítica y de control con el conocimiento y la gestión de la realidad del poder. Les parecería una invitación a la más sucia complicidad.
Al quedar aislados se van haciendo proclives al extremismo. Por eso son incapaces de condenar con claridad la lacra terrorista. Romanticones al fin, persisten en creer que la violencia política significará siempre la muerte de los otros.
Frente a los terroristas se sienten culpables de pacifismo. Seguramente es por esto que fingen exilio o tienen un exilio sobreactuado, demasiado declarado y comentado, como truco entre gallegos.
En esos días había muerto Sartre que fue el exponente máximo de ese opinar constante; de ese opinar constante, que sólo duraba el día de la manifestación o de la declaración a los periodistas.
Sentí que la izquierda de papel velaba en Sartre su propio cadáver (especialmente los argentinos, grandes veloristas, gente que lleva el sepelio en el alma, que más bien velaba sus nostalgias por el Sartre leído en 1950 en los cafés de la calle Corrientes o de Villa Crespo con verdadera pasión colonial).
Ni siquiera esta muerte importante les sirvió cono motivo de autocrítica al analizar la conducta de ese hombre que había logrado profesionalizar el error, que nos dijo que en Rusia había «total y absoluta libertad de expresión» (1954), que «Cuba acabará con el monocultivo y se industrializará en una década» (1960), que elogió el terrorismo político en el prólogo de «Los Condenados de la Tierra» de F. Fanon, que nos recomendó apoyar a la banda de Baader (1974).
Mis amigos del restaurant de la Rue des Ecoles no tenían nada que observar: Sartre seguía siendo para ellos ejemplar, el exponente de una vida perfecta.