El Nacional, 10/03/1999
La Nación, 14/03/99
Excelsior, 14/03/1999
Bioy nació en una familia de la clase más alta de Argentina, en aquel fascinante Buenos Aires de palacetes franceses, de deliciosas adolescentes la que juegan al tenis al atardecer frente a la pelouse de la estancia y de tango lento, con smoking, en los burdeles de lujo de la calle Junín o del Tigre («Che Madame que parlás en francés y tirás ventolina a dos manos…»)
Bioy recibió la cultura superior (ni profesional ni universitaria) de los viajes con largas estadías entre París y Londres, de las sobremesas inteligentes y del ocio de estirpe romana. Era un perdido Buenos Aires donde en cada mesa de café había más perversos que idiotas. Había que saber de literatura rusa, taoísmo, marxismo, guenonismo, Ravel, teoría de la mujer, Schopenhahuer.
Bioy era el chico elegante que enseña a bailar fox‑trot a sus primas en la tarde de lluvia. Fue una promesa como tenista Lawn Tenis. Se fue asomando a la literatura a través de los autores ingleses y de sus amigas, las Ocampo (se casaría con la gran Silvina). Se asomaba, pero la suerte quiso que encontrara a Borges, que llegaba de Ginebra y de Madrid y ya espantaba a los literatos de café diciendo que había leído El Quijote, pero en inglés. Tal vez esto fascinó a Bioy incapaz de extremos. La amistad duraría toda la vida, sin hacer participar a la vida… Y Bioy se fue haciendo escritor junto con Jorge Luis Borges que lo trataría como a un eterno aprendiz, incluso después de La invención de Morel que calificaría en el prólogo como «perfecta».
Bioy era el interlocutor literario que Borges necesitaba. Crearon con la talentosísima Silvina y Norah Borges un pequeño Bloomsbury porteño. Los unía el humorismo ante la solemnidad literaria. Eran marginales vilipendiados por la izquierda como esnobs. No fueron ni comunistas ni periodistas ni nazis. Y eso en aquella Argentina se pagaba con la exclusión (El Aleph vendería cuarenta ejemplares en un año).
Bioy y Borges escribían libros en broma. Los unía el juego sarcástico. A solas hacían su propia literatura, totalmente diferente. Los separaba la vida y el carácter: Bioy era el elegante clubman que dedicaría todas sus tardes ‑durante décadas‑ a un minucioso erotismo casi de investigador. Aquellas estupendas muchachas en flor que jugaban al tenis, pasarían invariablemente por su estudio erótico, un pequeño departamento cerca de su casa.
Sabiamente vivió el sexo sin molestias ni enfermedades venéreas incurables o torpezas del amor. Borges estaba anulado por su amundanidad, por la timidez edípica. Vivía modestamente con su madre en el departamento de la plaza San Martín, desconocía «el lujo y el placer», como dice el tango, y trabajaba en una biblioteca municipal donde se podía proporcionar el supremo placer solitario: la lectura.
Borges limitaba a Bioy, pero lo salvaba. Sin las aperturas metafísicas de su amigo, Bioy hubiera sido un escritor costumbrista. Supo potenciarse justamente respetando sus límites. Alcanzó sus mejores momentos en la observación despiadada y sarcástica de la pequeña burguesía de ese Buenos Aires de Dormir al sol y de la magistral primera parte de El sueño de los héroes. Sin embargo Borges nunca lo tomó en serio: lo consideraba aburrido y sin vuelo en sus textos.
En 1990 me tocó integrar con Roa Bastos el jurado del Premio Cervantes. El gigante Cela y Delibes estaban en la lista. Por motivos que no vienen al caso, había una «guerra civil larvada». Ningún Cervantes padeció tan largas deliberaciones. Con Roa decidimos proponer a ese Sancho aquijotado que era Bioy.
A su maestro, a Borges, le habían dado la mitad del premio. Con él salvaron aquella imperdonable falta de gentileza.