La Nación, 05/09/1980
Desde fines del siglo XIX la pasión mundial fue el desarrollo. Se rendía empecinado e indubitado homenaje al positivismo cientificista. En el absoluto tecnológico y en la ciencia aplicada se veía el fin del dolor humano y la medida cierta de la felicidad o desdicha de los pueblos.
Con amplios medios técnicos se inició la batalla contra la naturaleza. En un siglo nos encontramos con la realidad de haber recorrido una era: en los países industrializados la vida humana prácticamente dobló su duración, las masas accedieron a la economía de consumo y bienestar.
Perdieron su predominio: el cuero, los cristales biselados, la cortesanía, las maderas nobles, el silencio urbano, el romanticismo, la educación individual, el caballo, la muerte propia, los paquebotes.
Ingresamos en el tiempo de los autoservicios, la fórmica, el psicoanalista, el jet, el desnudo insignificante, las relaciones públicas, el auto, la dieta obsesiva, la muerte clínica con final de «reanimación».
La vida perdió en profundidad y se ganó en conflicto. Un lustro ahora es un siglo. La última centena nos cambió en relación con el mundo y las cosas, pero frente al Universo seguimos siendo los mismos, traviesos y desamparados.
Además, desde un punto de vista meramente terráqueo, se universalizaron las cosas (el cigarrillo, las ideologías externas, las supersticiones prestigiosas, las heladeras, el fútbol, el café) pero no los hombres, que seguimos siendo tan provincianos como antes.
Símbolo de la fiebre modernista fue el líder de Turquía, Mustafá Kemal Ataturk (el revés del ayatollah Khomeini): movilizó al país para imponer el yaz, los trajes con chaleco, «lo moderno». Libró una verdadera batalla contra el chador (las mujeres se desvelaron angustiadas por tener que develarse en público).
Esta fiebre de progreso industrializador tenía el antecedente del Japón de los samurais, que quedó oculto por el humo de las fábricas de Yokohama.
El sha Reza Pahlevi actuó en la línea de Kemal Ataturk y ‑según manifestaba antes de morir‑ su error fue haber tendido demasiado la cuerda.
Una nostalgia regresiva estaba cubierta de objetos modernos. Es sabido que aplicar con la energía policial del Estado alguna de las grandes religiones monoteístas es una garantía segura de medievalización. A este recurso apeló Khomeini, con los resultados que están a la vista. Irán se desengancha del tren del desarrollismo industrial-tecnológico; del sedan cuatro puertas se retorna a una sosegada melancolía con burros y cabras lecheras.
Uno puede estar seguro de que mucha gente que vive en el epicentro del eficientismo, por ejemplo los neoyorquinos, hartos de vida agitada y vacía, tendrá nostalgia de la severa horizontalidad medieval que propone el ayatollah. Porque la sociedad vertical, que nos obliga a correr sin descanso hacia la cúspide, no da el rédito de confort interior y de armonía que sería de esperar ante tanta inversión.
El ejecutivo que escapa del american way of (wild) life con su secretaria a Río debe pensar en estas cosas cuando tendido en la playa de Tijuca ve a esos espléndidos mulatos que no tienen otra riqueza más que la de permitirse siempre aquello que él sólo posee una vez por año, agitadamente, y a un precio de tres o cuatro mil dólares.
A la noche bailará samba como quien exorciza siglos de razón y contabilidad, se contorsionará sin gracia junto a esos argentinos que se sacuden el almidón.
Antes se viajaba a las ciudades.
Ahora los vacacionistas de los países industrializados sólo buscan sol, atraso, cosas genuinas (leche de cabra), lo gratuito: aire, sol, mar.
Esto coincide con otras añoranzas: ahora que las ciudades se poblaron de autos y casi desaparecieron los barrios que guardaban aquel sosiego de pueblito perdido, se siente nostalgia de los cafés con sillas de Viena y los traqueteantes queridos tranvías de la infancia.
Cuando se consiguió la muerte blanca y aséptica de la carpa de oxígeno, se desea la muerte de los héroes, de los tigres.
Situaciones de subdesarrollo involuntario
Hay dentro de este panorama algunas situaciones especiales.
América latina, obtusamente ibérica, mediterránea, negra, india, se salvó de los señalados extremos en oposición dialéctica. Más bien logra mantenerse siempre mal instalada en ambos esquemas. Cuando intenta algunos lustros de enérgico desarrollismo o «despegue» termina en quiebra. Cuando duerme en el atraso se indigna hasta despertarse activista y programática (con el malsano fervor del converso). Nuestro país bien conoce estas torpes oscilaciones de el estar al hacer y viceversa.
Ninguno de los dos peligros, ni el atraso indigno ni el desarrollo industrial brillante, nos amenazan. Los argentinos, por ejemplo, pueden gozar la ilusión del progreso tecnológico (en algunas ciudades y siempre que no pretendan abusar del teléfono o la televisión), y al mismo tiempo huir ciertos lujos que ya sólo asegura el subdesarrollo (el no hacer, el territorio vacío, la gana, la cháchara, etc.).
Otro curioso caso es el ámbito soviético, Heredero devoto del cientificismo positivista se lanzó a la creación de un mundo cibernético, tecnotrónico, aeroespacial. Con una colosal ingenuidad pretendió que semejante mutación la ejecutaran exclusivamente empleados públicos, o sea el dios Estado.
Después de varias décadas el resultado ya empieza a tentar a los ecologistas europeos (por ejemplo, los ecologistas franceses que ahora prefieren la izquierda).
Si bien el esfuerzo se concentró en lo militar, con éxito, y hay cohetes espaciales y computadora de talento, no es menos cierto que todavía se cura la hipertensión con sanguijuelas que se venden por kilo en las farmacias de Moscú, y que los campesinos (la mayoría) parecen todavía inmaduros para que alguien pueda clasificarlos como seres del siglo XIX.
Vencieron la batalla de la subsistencia (contra el hambre, el frío, la enfermedad, por la habitación); pero perdieron la del bienestar. Sobreviven todos; gozan la vida unos pocos.
Lograron el subdesarrollo no por voluntad sino por impotencia.
Pero un peligro se cierne ante los ojos de los ecologistas y los partidarios del atraso: se sabe que en Occidente hay quien piensa en poner el comunismo en manos privadas.
Imaginemos a la Rand Corporation, la Mitsubishi o a la Fundación Ford decididas a vender comunismo como radios de transistores, autos o gomas de mascar. Imaginemos un comunismo inventado por la empresa privada.
Sin duda caería la última barrera que sostiene las delicias del subdesarrollo.