El Nacional (Venezuela), 05/03/1995
Eva creyó que había triunfado y quiso gozar de uno de sus mayores loros, el voto femenino. Pidió que se constituyera una mesa electoral, a cinco días de la operación, en el Policlínico. El 11 de noviembre de 1951 por primera vez votaron las mujeres en Argentina. Era un salto grande para la costumbre machista de toda Iberoamérica.
A regañadientes, y pese a la oposición cerrada de los radicales, el día 11 Eva votaba en el Policlínico. Ese voto femenino determinaría una victoria arrasadora, si se piensa que los Perón ya estaban seis años en el Gobierno.
Eva se había adueñado de la corriente mundial de reivindicación feminista. Hasta entonces el feminismo era un justificativo para la actividad cultural de clubes de mujeres.
Eva había aprendido en experiencias amargas a despreciar a los hombres y su sociedad machista. Esto es básico para comprender su resistencia a aceptar que se le «masculinise», como ella decía, el partido justicialista femenino.
Eva había aprendido en experiencias amargas a despreciar a los hombres y su sociedad machista. Esto es básico para comprender su resistencia a aceptar que se le «masculinise», como ella decía, el partido justicialista femenino. El último triunfo del machismo fue crear esa «liberación» de mujeres ejecutivas como hombres, guerreras o despiadadas como hombres.
Esto que le explico, Eva lo intuyó y lo dijo con todas las palabras. Creía que la fuerza de la mujer seguiría estando en el amor y en el callado poder de la maternidad. Creía en una revolución de la posición de la mujer en la sociedad, pero establecía la condición de «lo femenino» como prioritario: «No hay que perder de vista la maravillosa condición de mujer, lo único que no debemos perder jamás, si no queremos perder el esto»
Sin su fuerza, el voto femenino se habría demorado muchos años en Argentina, El comité político era cosa de machos.
Todas aquellas señoras ilustradas, que a lo largo de la década del 30 dieron conferencias, que organizaron clubes feministas, hicieron un curioso viraje y pasaron del problema del sexo a una actitud de clase. Por un problema de clase se negaron a apoyar a Evita.
Me acuerdo de un atardecer de llovizna en que íbamos con Héctor Sverdlick y con Enrique Garigiola por la calle Florida, para hacer los trabajos prácticos del .Nacional de Buenos Aires, cuando a la altura del Jockey Club, hacia Córdoba, topamos con una disparatada manifestación de sufragistas antisufragistas. Señoras bien, de esas que capitaneaba monseñor D’Andrea, el obispo elegante. Gritaban desaforadamente, como se puede gritar a la sirvienta catamarqueña que al limpiar rompió el ,jarrón chino: «¡No quere-mos vo-tar! ¡No quere‑mos vo‑tar!'».
Irían las Grondona, María Rosa Oliver, la señora de Borges, las señoras del Hogar de la Empleada y al frente, paraguas en mano como si estuviera en Liverpool, Victoria Ocampo.
Evita les había impuesto lo que ellas deseaban como objeto de sus conferencias. Evita, en su Ilamamiento, había dicho con su voz que arrastraba millones lo que ellas murmuraban en charlas sociales, frente a maridos complacientes ante una travesura de señoras. Evita había dicho:
«Nosotras estamos ausentes de los gobiernos.
«Estamos ausentes en los Parlamentos.
«En las organizaciones internacionales.
«No estamos ni en el Vaticano ni en el Kremlin.
«Ni en los Estados Mayores de los imperialismos.
«Ni en las comisiones de energía atómica.
«Ni en los grandes consorcios.
“Ni en la masonería. Vi en las sociedades secretas.
«No estamos en ninguno de los grandes centros que constituyen el poder del mundo.
«Y sin embargo estuvimos siempre en la hora de la agonía y en todas las horas amargas de la humanidad.
«Parecería como si nuestra vocación no fuese sustancialmente la de crear sino la del sacrificio».
Ese discurso y su voluntad de mover al Congreso hicieron que el voto femenino, que parece fue idea original de Perón, se transformara en realidad en las elecciones del 11 de noviembre, cuando Eva recién salía de los sopores y vómitos de la anestesia.
Ahora, literatos que no vivieron la época juegan a establecer contrapuntos entre la personalidad de Eva y la de Victoria Ocampo. Eva sabía ‑como Borges o Bioy Casares‑ que la Ocampo era una tonta irredimible. (En el «club literario» que Eva organizaba, una cena una vez por semana, interrumpiendo su incesante trabajo en el Hogar de la Empleada, hizo la única broma que se le conoce sobre la Ocampo. Dijo, dirigiéndose a Rega Molina, a María Granata, a Castiñeira de Dios, a Pributzki Farny, a Ponferrada, a Martínez Payva, a Héctor Villanueva; el grupo de poetas que ella quería: «Victoria…pero Victoria de Samotracia, porque nada de cabeza y muchas alas…»).
A pesar de que aquel grupo de señoras feministas, que gritaba frenéticamente contra Eva en la puerta del Jockey Club, esperando que sus maridos pasaran a buscarlas con el coche, fueron implacables con ella (Victoria Ocampo promovió internacionalmente un libro, editado en Nueva York, donde doña Juana, su madre, aparece como regenta de un burdel). Eva las desconoció sinceramente: ¡le parecían mamarrachos!. Jamás respondió a sus insultos.
No así Perón, quien después de la muerte de Eva encarceló durante una semana a lodo el grupo por una contravención al derecho de reunión, en la cárcel del Buen Pastor para mujeres. Perón comentó socarronamente:
‑Ya que dicen ser escritoras, les brindaremos por primera vez la experiencia de saber cómo son y cuánto sufren las pobres putas…
Lo cierto es que Eva quiso votar y votó. Los mismos radicales, siempre con sus rencores de patio, que se habían opuesto a brindarle tan merecida oportunidad, accedieron finalmente y mandaron como fiscal a un joven intelectual, piloso y resentido, que después de esos diez minutos sosteniendo la urna electoral, escribiría un sesudo elenco de tesis explicando la naturaleza humana y política de Eva Perón.
Y para terminar quiero que anote algo que pinta las dudas y contradicciones de Eva. Esta luchadora implacable del feminismo, al punto de inaugurar para toda Iberoamérica el voto femenino desconfiaba de la posibilidad concreta de la mujer. Hay sobre esto una terrible realidad de la que Eva se avergonzó antes de su muerte.
Mucho antes de la elección, cuando se preparaban las candidaturas femeninas, Perón le preguntó quiénes eran las mujeres serias para componer las listas. Eva pasó dos semanas de dudas. Y por razones de «seguridad», convocó separadamente a sus candidatas y les hizo firmar renuncias en blanco auto culpándose de delitos y deslealtades imaginarias. Un procedimiento digno de los gángsteres de la CIA o del KGB. Era un acto fallido surgido del fondo de una sociedad ibérico‑itálico machista, que Eva no había podido superar. También era así…
Esas cartas las retuvo en el cajón más personal de su cuarto. Y un día en que ya estaba muy enferma, alcanzó a pedirle a Renzi que las quemase en el lavatorio del baño de la Residencia.
Eva, con su honestidad indeclinable, le explicó a mi amigo Renzi: El poder enceguece y te lleva a tratar a la gente como a niños o como a delincuentes. El poder, Renzi, es intrínsecamente corruptor. Sólo desde una rabiosa voluntad por el bien, con objetivos inmediatos y precisos, se puede ir escapando de esas tenebrosas tentaciones del poder…
Renzi, con su admirable lealtad, quemó esos vergonzosos documentos.