La Nación, 24/10/1992
Imperceptiblemente recaemos en la vieja pasión autodestructiva, casi sin darnos cuenta, después de un breve cielo de esperanzas y de reconocida reconstrucción, solapadamente aparece ese morbo autoaniquilador que Massuh definió como «la nostalgia del fracaso». Es el peor de nuestros tangos políticos y le tenemos tanta práctica que hasta somos capaces de bailarlo en una baldosa. Rodolfo Kusch, con miras sociológicas y más dramáticamente, señalaba en nosotros la «seducción de la barbarie» como un remanente o una constante heredada de nuestros ancestrales choques culturales. El desierto nos llama, nos seduce. Siempre aparecerá su voz en las horas decisivas. El pueblo de América latina más dotado para el desarrollo, entendido según los parámetros de la modernidad, padece periódicamente la curiosa pulsión de huir fervorosamente del progreso. Es una antigua dialéctica entre dos tiempos de verbos: entre el ser y el estar (entendido éste más bien como un dejarse estar casi subversivo, pues conlleva, según Kusch, el rechazo de los modelos exteriores de vida y de desarrollo).
El pueblo que directa o solapadamente se jacta de su etnia tan europea y de aquel «mítico 1929», cuando la Argentina se contó en el selectísimo club G7 (entonces todavía no fundado) compuesto por las naciones más avanzadas cultural y políticamente, ahora, cuando empieza a retomar ese camino con practicidad y realismo, ante una situación mundial que no deja espacio para divergencias ideológicas, asoma no el espíritu de 1929 sino el del atroz 1829: pasión de anarquía, caudillos cavernarios, miedo al mundo exterior y una política menor, de rencorosas cabalgatas y mateadas sin destino. Se restablece con lamentable extensión la política de patio.
Un gobierno «histórico»
En la casi unánime opinión exterior, el actual arranque de la Argentina es calificado como un milagro (que es la palabra de estilo en el periodismo internacional). En tres años se salió de la hiperinflación hacia niveles inusuales, se logró desmontar un perverso sistema financiero que de algún modo nos transformaba a casi todos en tahúres (tres sucursales de banco por cuadra), se obligó a la patria contratista a vorar hacia la productividad, se acorraló al Levíatán del Estado y se clavó una lanza decisiva en ese perverso Moby Dick que se había logrado salvar siempre. Es un record que todos los diarios especializados del mundo elogian. La Argentina hizo en tres años lo que México tardó ocho o lo que a Chile le costó un precio de dictadura. Estamos haciendo lo que países antiguos, de solidísima cultura europea, no pueden empezar a hacer pese al impulso mundial ante su transformación desde el comunismo.
Hay democracia, se respetan las libertades, por primera vez, en lo que hace a la conducción económica; se está ante la curiosa evidencia de que el Estado se adelantó a los privados: hoy se vive un verdadero desafío en el que aquellos industriales, que no podían exportar ni crecer por las trabas estatistas, están convocados a vencer la batalla de conquistar el mundo exterior. El funcionario se adelantó al productor.
Sin embargo, la opinión interior no coincide con la externa. El país que vivió silenciando el drama de los desaparecidos (donde todos éramos «derechos humanos»), el país de los chicos que emigraban a Canadá o a Australia ante una inflación del 200 por ciento mensual que hasta quitaba las ganas de vivir o no dejaba otra alternativa que aquellos asaltos a almacenes dignos deI Moscú de 1917, hoy tiene un serio problema con el estilo de corte de pelo del Presidente (antes era cuestión de patillas), No se tolera nada. No se acompaña en lo esencial. La oposición se concentra en torno de aquellos que abandonaron el poder por ineptitud, y esto debería alarmarnos más que la autorización de residencia mendocina al misterioso Al Kassar. Si se aplicase una escala de valores los verdaderamente alarmante es que hoy vuelvan a pretender el poder el poder los que se tuvieron que alejar de él por escandalosa incapacidad. Son los mismos que no tienen empacho en conferenciarse liberales en lo económico y sostenedores de planes semejantes a los que hoy tratan de destruir. Para ellos se trata sólo del poder, tomado en una dimensión casi deportiva. Hay que ocupar el poder a cualquier precio. (¡Qué admirable tenacidad y arrojo de esos liliputienses que sin sonrojarse se deciden a ser «presidentes», a retornar, a dirigirnos!).
A estos intolerantes se agrega la izquierda de siempre. Despechada, intelectualosa, sin libretos, como una eterna Justina, agriada y ya vieja, que ningún perverso marqués de Sade se preocupa por violar. Obviamente era previsible, no tenía otro camino que el de la moral rencorosa: sustituyó a su amado Trotsky por un Catón de extramuros.
Lo cierto es que se estableció una opinión autodestructiva. Padecemos un aparato de información entusiastamente neurotizante. Sin establecerse valores, sin distinguirse lo importante de lo menor, la información se torna acumulación informe de noticias. Entre nosotros prolifera, y se tolera con mansedumbre tonta, el negocio de la mala noticia y de la alarma. El zumbido de la Argentina en cada mañana es como el de un avispero radial amenazado por el fuego. Esa información no formativa conforma una especie de neurosis matinal, un desayuno audiovisual aplastador. Tenemos una especie de CNN radial, de estilo argentino, que podría cumplir una función importantísima. Sin embargo, salvo muy contadas excepciones, nuestra patria locutora está en el mismo plano del de la politiquera de patio. Es su justa caja de resonancia y el mecanismo de promoción de mediocres. Merced a esa caótica polifonía matinal hasta el maullido de un gato angustiado adquiere una dimensión wagneriana.
Nuestra policomedia
La mencionada nostalgia de fracaso encuentra hoy un inesperado camino. Ya no se trata de dictaduras trogloditas: ahora recurre a la democracia envilecida, la democracia es sólo una palabra llena de ambiguos prestigios, es más bien un deseo que una realización, su vida depende exclusivamente de la calidad con que la alimentamos. Y es un panorama sin ideas, sin grandeza, donde todo es chisme y furia, poco podemos esperar de ella.
Aunque Sarmiento no lo hubiese podido creer, hoy es en esta democracia mal usada y opaca por donde se asoma paradójicamente nuestra peligrosísima seducción de la barbarie.
Mi amigo J.W. Kilkenny, consejero de la OCDE y apasionado e irónico estudioso de las cosas de la Argentina, me dijo retornando de Buenos Aires: «¡Ustedes los argentinos son increíbles! Para gobernar, el peronismo peronista desconcertó al mundo entero al optar revolucionariamente por el camino liberal. En las próximas elecciones los liberales, para mantener el camino de reorganización económica, acosados por el increíble «frente popular» (que acaban de optar otros liberales despechados), van a tener que hacer un verdadero 17 de Octubre para mantenerse en el poder. No sería extraño llegar a ver a la familia Alsogaray por Berisso y Mataderos soliviantando a los matafires…»
Cosas de nuestra extraña policomedia, donde todos los papeles están trocados, como en una intriga de teatro de boulevard.