Diario 16, 09/01/1992
Abel Posse recuerda a San Juan de la Cruz en el IV centenario de su muerte
En el panorama generalmente neurótico y patético de la literatura europeo‑occidental, San Juan de la Cruz se destaca como una presencia serena, como un milagro de agua viva que sigue fluyendo renovadamente a cuatro siglos de su muerte. Su lírica se inscribe en el campo de la mística, pero asume ciertas características muy particulares que hacen de su obra un verdadero unicum en la literatura mundial. Como todo poeta místico, realiza un itinerario de salvación. Pero su poema mantiene una dinámica de ambiguas pulsiones. Parece moverse en dirección de una divinidad que en realidad no se quiere desvelar ni encontrar. Todo el juego perverso de una erótica de la seducción se va desprendiendo de ese diálogo del alma con el Amado. Un alma que pareciera que para poder acercarse al Amado necesitase corporizarse, sensualizarse.
Si se lee entregadamente el magnífico Cántico espiritual; sin asomo de ese horror que se llama «atención crítica» o analítica, recibimos una impresión de admirable serenidad sin patetismo, a la vez que ingresamos en una historia de amor sensual que fecunda un lenguaje extremadamente económico, pero cargado de un poder afectivo extremo.
San Juan fluye hacia lo divino tomando fuerza de la sensualidad terrena. Para tocar cielo se carga de tierra y vida. A diferencia de la tradición de la mística europea, no intenta asalto del bastión de la divinidad mediante la supresión, aniquilación o suspensión de los sentidos, del cuerpo y del mundo. Por el contrario, su palabra, su lenguaje, crece desde el cuerpo y desde los senderos más profundos del erotismo.
Es sabido que el temor de Dios, la voluntad de «salvarse» y la correspondiente diligencia pastoral de «salvar», surgen de la enfermedad primigenia que conlleva el judeocristianismo: la convicción de la Culpa y del Pecado Original. La teología poética de San Juan es como un remanso de frescura en ese febril panorama metafísico. El temor de Dios está ausente. Más bien encontramos un inusitado amor de Dios en la creación o a través de su creación. La unión mística que propone San Juan no es la del alma que primero desconoce, al cuerpo y el mundo para después disolverse en la divinidad, sino que significa la aproximación a la divinidad a través de la corporeidad y del giros, sin voluntad de anonadamiento en el Dios.
Aproximación a la divinidad. Ballet nupcial de la palabra que sugiere y calla, que empieza a crear el silencio con tanta eficacia como el sustantivo, cumpliendo una integración que Carlyte definía como «una acción simultánea del Silencio y de la Palabra». La aproximación al centro se ejecuta mediante sucesión de elipsis. Hay un continuo juego de impulsos y de paradojas negadoras. Es una poética más del deseo que del falso orgasmo. El Dios de San Juan es más bien una necesidad de lo divino percibido residualmente, como el Dios que el creyente podría imaginar en la mancha del Manto Sagrado.
Lo fascinante de San Juan es que el amor místico (generalmente pago) es en su caso desinteresado: no hay obligación de formalizarlo ni de pagar una final alienación metafísica. El «Amado» no le exige a su amada, el alma, otra cosa que un simple y purísimo acto de amor. No pretende raptarla en la exigencia de la salvación. No la deshumaniza ni la fagocita. En la estrofa final del Cántico esas «caballerías» con que San Juan señala las fuerzas sensuales, quedan intactas.
Anticipadamente y arriesgando increíblemente el fuego de la hoguera inquisitorial (que siempre lo estuvo amenazando), San Juan se emparenta con esa gran línea de líricos rebeldes alzados contra el judeocristianismo de la culpa y de la obligada trascendencia despersonalizadora, y finalmente negadora de lo humano (Precisamente salvarse quiere decir ponerse aparte.)
Rebeldía que significa un retorno a la «dignidad» pagana ante la presión de los dioses. De este modo, San Juan consolida su línea de parentesco con otros dos gigantes de la contracultura lírica europea: Rimbaud y Rilke.
Rimbaud se rebela contra la despersonalización de la metafísica apelando a una oculta fibra pagana que su genio descubre como entre los estratos geológicos de una cultura muerta. Su «itinerario» es explosivo, abrupto, violentamente antiburgués e insolente. Su poesía es revolución y reencuentro de esos «ancestros paganos» culturalmente traicionados y sepultados. Es el místico al revés, como bien supo verlo Claudel al calificarlo como «místico en estado salvaje». Su meta ya no será el dios todopoderoso, el castrador padre‑patrón, sino esa postergada «hombredad».
Rimbaud se propuso una armonización final mediante una reconquista pagana del mundo perdido («el hombre no habita el mundo», escribió). Su itinerario fue también una dignificación del cuerpo, su técnica fue la de provocar la videncia y el desorden de todos los sentidos, y su objetivo buscar la otra cultura, «la cultura que nos merecemos». Paradójicamente su camino de salvación debió pasar necesariamente por la Saison dans l`Enfer. Arriesgando por cierto la catástrofe que finalmente enfrentó en los desiertos de Abisinia.
También San Juan arriesgó la catástrofe (inquisitorial en su caso) al pretender una armonización con la esfera de lo divino, deslizando una teología poética propia, más emparentada con la tradición judeomusulmana de El Andaluz que con esa obsesiva ortodoxia de la trascendencia, de la cual escapa con el maravilloso sigilo y nocturnidad de su canto, alzado en «la noche obscura del alma».
Rilke, que ha sido muy beatamente leído en España y en Iberoamérica (difundido desde una interpretación casi exclusivamente católica), es otro pilar de esta importante rebeldía poética, de este retomo pagano. Rilke será saludado por su exegeta Angeloz como, “el heraldo de la realidad”, precisamente por su rebeldía contra la metafísica tradicional. Franz Joseph Brecht explicó el itinerario rilkeano como una curiosa conversión del camino tradicional de la mística: «En Rilke la trascendencia ha sido absorbida en la inmanencia, pero de modo tal que la inmanencia subsiste en toda su dureza, aunque conservando la cualidad trascendental». Se produce algo así como una mística de lo real, una trascendencia hacia una realidad aparente y transparente, que ya no podremos considerar corno episódica o como un mundo de segunda ante los prestigios de los prototipos platónicos y de la divinidad.
Para Rilke, como para San Juan y el salvaje Rimbaud, el lenguaje de la lírica conllevaba una necesaria intrascendencia liberadora. La reunión con el Cosmos empezaba aquí, alrededor de nuestros pies. Sus experiencias poéticas siguen abiertas, porque todavía no hemos retornado al mundo, a la sacralidad inmanente del mundo. A diferencia del animal, hemos zafado de la lógica relación con el universo y la naturaleza. Nos hemos antinaturalizado, puesto ante el mundo y hasta a contramundo. Es el producto de una larga historia cultural ‑o subcultural‑ del arrogante Occidente. San Juan de la Cruz fue uno de los primeros libertadores. A cuatro siglos de su muerte, su actualidad tiene dos fundamentos: la maravillosa precisión y belleza de su lenguaje y la maravillosa precisión y belleza de la aventura de ese lenguaje que busca devolvernos al mundo, a la divinidad del ser en el mundo, en medio de una teología de tinieblas, cuyos coletazos aún vivimos.