La Nación, 28/01/1991
Si fuera verdad que los argentinos se destacaron más bien por su talento individual, por su voluntad de vivir en tono mayor (y por algunas barrabasadas desconcertantes), de la misma manera se podría decir que la Argentina es un país atípico en el panorama internacional. Si se acepta con Jünger que la rebeldía es la premisa del ser, hay que reconocer que la Argentina más bien vivió y afirmó su presencia como una rebeldía frente al «discurso internacional dominante».
Desde el arranque hemos sido un país indócil. La corona y la Iglesia apenas podían con esos poblados perdidos entre las pampas y travesías. La civilización allí se tornaba teoría. Los decretos y las bulas se esfumaban en un silencio de leguas de pajonales. Esos espacios abiertos, lo abierto, protegían a todos (ni nuestros primarios indios ni los perros cimarrones fueron vencidos hasta fines del siglo XIX). Paradójicamente, el desamparo amparaba. La nada no resiste. En cambio, los incas y los aztecas, civilizados, fueron vencidos prontamente por una civilización militarmente superior. No es extraño que estas tierras hayan producido al gaucho mestizo étnica y culturalmente, como puente ambulante entre el mundo de la civilización y el de la barbarie. Anarquista por autonomasia, anarquista existencial.
Lo abierto liberó hasta a los españoles que en América se sintieron salvados de la España estamentaria y represiva de su tiempo. También ellos comprobaron que los temibles espacios eran sin embargo también la libertad. Ya con los conquistadores se produjo lo que más tarde se repetiría con las sucesivas corrientes inmigratorias: en la Argentina (en América) empezaban a ser aquello que no podían ser en el mundo civilizado del que provenían. En la barbarie del mundo abierto resurgían las cuerdas de una hombredad percibida o sepultada en los seres más postergados y humildes. Esto explica que hayamos empezado a perder respeto y hasta a desconfiar de esas «potencias centrales» y de esa civilización que se erigían como modelos del mundo. Creció en nosotros esa especie de seducción de la barbarie (como la definió con tanta profundidad y originalidad Rodolfo Kush) y que tanto preocuparía a Sarmiento. En la tierra amábamos la libertad, la posibilidad abierta. Empezamos a vivir irracionalmente algo mucho más fuerte que un mero nacionalismo.
Ante la «civilización» desarrollamos una actitud doble y contradictoria: por un lado imitación y autoelogiosa admiración del origen europeo; por el otro, sabotaje, nostalgia de lo abierto, la ambigua conducta de Cruz y Fierro, a los que se les cae un lagrimón cuando abandonan los caseríos de los que desertan. Esto se relaciona directamente con nuestra ambigüedad internacional.
Papel de segunda
Históricamente seguimos dos impulsos. Uno fue rebelarnos para ser ante un mundo civilizado que nos «ninguneaba» o nos programaba para un papel de segunda. El otro, la quijotada rebelde de ocurrírsenos querer ser una nación de primera. ¡Nada menos que una alternativa para el agotamiento europeo! Sólo los Estados Unidos, en el Norte, se habían propuesto algo semejante.
De entrada nos dispusimos para lo grande. El himno que cantamos sin mucho meditar en su letra es uno de los más inmodestos del mundo junto con el alemán, con su famosos «Alemania, Alemania, sobre todos, sobre todos en el mundo». Nosotros nos decimos «¡Cooronados de gloooria vivaaamos o juremos con gloria morir!» Decía Shakespeare que es mejor para la vida tenerse en alta estima que subestimarse… (¿Qué quedaría de los argentinos si perdiéramos ese impulso poético, ese motor de confianza y descendiésemos al sórdido mundo de las estadísticas actuales?)
Lo cierto es que la rebeldía es la constante de nuestra historia. Es como una determinante genética: revolución e independencia que fueron no sólo un alzamiento contra España sino contra el orden mundial instaurado por Metternich y Talleyrand en el congreso de Viena; después las guerras de la independencia encabezadas por aquellos genios militares que fueron Bolívar y San Martín, considerados dos meros rebeldes con la cabeza puesta a precio por Europa. Después Ortíz de Rozas y Artigas. Más tarde Roca expulsando en 24 horas al nuncio apostólico por haber opinado sobre nuestra ley de enseñanza laica y obligatoria. Luego, con Yrigoyen, un neutralismo justo y valiente pese a las presiones de los bien pensantes del mundo «civilizado».
Esta conducta la repiten en la Segunda Guerra Mundial los conservadores y los militares de la revolución del 43. Dos años después, cuando los Estados Unidos emergen como la superpotencia de Occidente, lanzamos el «graden o Perón» famoso. Y en la posguerra nos enfrentamos a la opinión mundial rompiendo el boicot contra España. Regalamos cereal cuando los bien pensantes de Occidente pretendían castigar a Franco por su alianza con los nazis hambreando al pueble español, nuestra España. Décadas después esa misma pasión por la independencia llevaría a un ministro ultraconservador de un gobierno militar a no plegarse al boicot cerealero contra la Unión Soviética (nuestro gran cliente, ya añorado).
Apenas enumero algunos hitos de una conducta atípica para un país que las potencias centrales habían programado para la dependencia. Muchos se inclinan a pensar que este orgullo nacional carece de realismo. Hay que tener cuidado con los lugares comunes en política. Para evaluar este punto habría que ver el crédito que obtuvieron aquellos hermanos de América que en ambas guerras se doblegaron a la presión enviando miles de sus soldados a la muerte…
Somos un país occidental y europeo por origen y cultura, pero que se pasó toda la historia diciendo no a Europa y a «Occidente».
No nos debe extrañar entonces que las principales figuras de nuestra mitología nacional sean rebeldes, desde el padre San Martín, con la cabeza puesta a precio por España, hasta Facundo y Martín Fierro (nuestros mayores símbolos literarios). Y Alem, Yrigiyen, Roca, Guevara, Evita. Hasta Santos Vega…
Como hemos señalado en la breve enumeración, en distintas circunstancias, sean conservadores, radicales, peronistas o gobiernos militares, hemos identificado el orgullo nacional con la rebeldía ante el discurso internacional dominante (y presionante).
La quijotada creadora
La más sublime rebeldía fue la quijotada de nunca habernos imaginado un destino convencional, de país del pelotón. Hay algo patéticamente grande, inexplicable, casi misterioso, en la determinación de aquellos graves y empolvados caballeros de levita que en el verano de 1816 cruzaron desiertos y llanos para reunirse en Tucumán. Molidos por los sacudones de las galeras (un viaje de esos podía durar un mes), indigestados por los atroces pucheros de las postas, aterrorizados por la nube de perros cimarrones que amenazaban las caballadas. No sólo declararon la independencia ante España, sino que afirmaron querer fundar una «nueva y gloriosa nación».
¿Qué pasó, qué secreta visión o fe los iluminaba? ¿Qué presentían, qué habían visto en los desiertos? Si no hubiesen sido rebeldes no hubiésemos existido. Sin esa fe para la quijotada no hubiésemos estado en las primeras décadas de este siglo entre los diez países más avanzados.
En esta Argentina desteñida por el escepticismo y la emigración juvenil e intelectual, en la Argentina de la autodescalificación maléfica transformada en lugar común de las conversaciones, conviene recordar el espíritu de la quijotada creadora. Ojalá sepamos rebelarnos, no ya por ser ni por haber sido, sino para seguir siendo. Para saber poner en marcha esta maravillosa máquina de vida que se llama Argentina.
Qué triste destino sería para nuestra generación no saber hacer lo menor después de haber heredado el esfuerzo mayor.